Ciento sesenta y dos cartas
Sentadas a la mesa de la cocina, y mientras toman café recién molido, Antonia le enseña la fotografía en el periódico del hombre que se lanzó al vacío. Cae verticalmente, con la perfección y el estoicismo de una flecha. Hay fuerza y vehemencia en su caída. Se diría que, aun conociendo su destino, el hombre decidió ser fiel a sí mismo hasta el final. Sophie advierte la emoción que la imagen produce en Antonia. Es un periódico del 12 de septiembre, el mismo día que, después de oír el testimonio de Brian Clark en la televisión, pensó por primera vez en Antonia. En su hermana perdida. Y ahora que la tiene al frente, no sabe cómo empezar a reconstituir la historia para ella, tampoco sabe si debiera, ni si es capaz de hacerlo.
Bajo la mirada atenta de una jirafa de peluche, Antonia le pregunta si Sebastián le dio un abrazo. Es su nueva afición. Le cuenta la historia del chico de la playa, y ambas ríen. Por la ventana se asoma un jardín de helechos en cuyo centro hay una fuente de estructura simple. Cuando callan se oye el sonido del agua, un silbido parecido al de un instrumento de viento que alguien tocara a la distancia. De tanto en tanto, su fluir se detiene, y el silencio se hace presente.
—¿Por qué la fuente se apaga y luego vuelve a encenderse? —pregunta Sophie.
—¡Lo has notado! —exclama Antonia alegremente—. No muchos lo hacen. Es un homenaje secreto a Saramago. Él dice que no hay silencio más profundo que el silencio del agua.
Y mientras ambas se quedan escuchando la pausa de la fuente, Sophie tiene la sensación de que una mano invisible se cierne sobre ellas.
Antonia le pregunta si después del café no le importaría acompañarla a la biblioteca a dejar unos libros y que luego puede mostrarle la isla.
En el ambiente distendido de la mañana, la espontánea intimidad de Antonia le insufla optimismo. La perspectiva de un paseo junto a ella, su rostro despejado y joven, el trozo de cielo azul que se divisa por la ventana, parecen decirle que las cosas no son tan complicadas y difíciles como aparentan ser.
Quiere saber de qué va la tesis de Antonia, la que le mencionó en su mail. Antonia le explica que, basándose en la correspondencia amorosa de los poetas de la generación del 27, escribe sobre la imposibilidad del amor como se ha empecinado nuestra cultura en concebirlo: un estado de felicidad perenne. Sophie le pide que le explique más.
—El verdadero amor es el amor imposible. El que nunca llega a asentarse por completo —expresa Antonia, mientras toma su pelo con rapidez y con un nudo lo sujeta bajo su nuca.
—No entiendo —dice Sophie para ocultar la impresión que el gesto de Antonia ha provocado en ella, un gesto que la lleva de forma irremisible a Morgana.
Antonia trae un vestido de flores azules, holgado y de finas tirillas, una de las cuales se ha deslizado por su hombro. Echada hacia adelante, la taza de café sujeta con ambas manos, sus clavículas sobresalen, formando unas hendiduras que hacen pensar en dos cuencos.
—Para no morir, el amor tiene que ser constantemente perturbado por todo aquello que lo hace imposible.
—¿Y tú crees de verdad eso?
—Claro —dice Antonia. Las comisuras de sus labios se levantan sin alcanzar a ser una sonrisa, luego detiene sus ojos oscuros e intensos en la ventana, con una concentración que recuerda a los atletas antes de iniciar una competencia. Un gesto que le recuerda otra vez a Morgana—. Me he preguntado muchas veces, sobre todo ahora que escribo sobre el tema, qué tipo de amor era el que unía a mis padres.
Sophie piensa en su amor lleno de obstáculos, en el padecimiento que debió provocar en ellos la traición, el dolor en el que estaba fundado.
Es la primera vez que les concede la palabra amor.
Su padre le escribió ciento sesenta y dos cartas. La última que recibió tenía como fecha el 10 de septiembre de 1973. El día anterior al golpe de Estado. En ninguna de ellas dejó de decirle que la quería. Tampoco dejó de nombrar a Morgana. Al abrirla, lo primero que hacía era buscar su nombre. Cuando lo encontraba, volvía a guardar la carta en su sobre sin leerla ni contestarla. Él era incapaz de entenderlo, de descifrar el mensaje encapsulado en su silencio.
A pesar de que la mayor parte de su vida no vivió con su padre, él siempre le había pertenecido. Las mujeres pasaban ante él como los lugares. Podía gozar la experiencia de contemplar una cara bonita o poseer un cuerpo nuevo, pero jamás consideraba la posibilidad de asentarse. Desde que tuvo uso de razón le hizo saber que ella era el centro de su vida. Por eso la inquina que al principio sintió hacia ambos fue cargándose hacia él. Así lo vio entonces y durante los años venideros, hasta que dejó de verlo, hasta que, aun cuando sus cartas siguieron guardadas, junto con Diego dejaron de existir.