La soledad de los cuerpos
Sophie mira a Morgana desde la orilla de la piscina y piensa que le gustaría dibujarla. Podría esbozar su cuerpo emergiendo y luego plasmar la oscilación del agua con tinta negra y algunas gotas de azul. Pero el verdadero desafío consistiría en expresar su exuberancia, la elasticidad de sus movimientos, la energía que emana de su ser, brillante, indomable.
Morgana se zambulle y sus nalgas desnudas se asoman levemente. El aire es cálido y frutoso, inusual para un verano santiaguino cuyas noches suelen ser frescas.
—¿Vas a quedarte ahí toda la noche? Anda, tírate. El agua está tibia —le grita a Sophie.
Entraron a la piscina del Stade Français por un agujero del enrejado. Fue Morgana quien la trajo hasta aquí, y Sophie no se arrepiente de haberla seguido. Se saca la falda y luego, de un tirón, la blusa azul. Los calzones blancos, apenas sujetos de sus estrechas caderas, refulgen en la oscuridad como la cabeza de un oso polar. También la muñequera de colores que trae en su mano izquierda. Las tiene por decenas, las pinta ella misma con manchas, figuras y arabescos, y lleva siempre una puesta. Le dan un aire gitano que contrasta con su estampa delgada y exenta de curvas, como la de un chiquillo. Se quita los calzones con rapidez y los oculta bajo la ropa. En tanto, Morgana vuelve a hundirse. Su cabello negro y rizado ondea como las plantas de las profundidades del mar.
Sophie cierra los ojos, oprime su nariz con el pulgar y el índice y se lanza de pie. Imagina su cuerpo estrellándose contra el fondo de la piscina. A pesar de que tiene dieciocho años y que no desprecia vivir, a veces piensa que la muerte puede ser tan vasta como la vida.
Desde el otro extremo ve acercarse a Morgana con grandes brazadas. Una vez que están próximas, Morgana se sumerge, toma uno de los pies de Sophie y la atrae hacia sí. Esta patalea con fuerza hasta desprenderse de ella. Antes de que Morgana reaccione, Sophie presiona la cabeza de su amiga y la hunde.
Ahora ambas flotan de espaldas.
Hace ocho meses que Sophie llegó a Chile a vivir con su padre. A las pocas semanas de su arribo, Morgana tocó el timbre de su apartamento y le preguntó si podía entrar. Se habían topado en el ascensor del edificio donde ambas viven, y siempre se saludaban con alegría y curiosidad, pero nunca hasta entonces se habían hablado.
El agua pasa a través de ellas en infinitas frecuencias y atiza su piel con descargas tenues. Todo se mueve. Sus espaldas serpentinas, los filamentos de luz que dibuja la luna sobre el agua, las hojas de los abedules que al contacto de la brisa revelan sus caras plateadas. Y a la vez todo se detiene, de a poco, hasta llegar a la quietud.
—Anne estaría orgullosa de nosotras si pudiera vernos —dice Morgana.
—Pero el problema es que está a diez mil kilómetros de distancia y no nos conoce —replica Sophie.
—Ya lo hará… verás —asegura Morgana con firmeza—. Voy a escribir un ensayo sobre su poesía, tan lúcido, tan perfecto, que cruzará el Atlántico, y entonces, Anne Sexton, la mejor poetisa de su generación, caerá a nuestros pies.
—Tu es folle, mignonne —dice Sophie con su francés arrastrado, propio de las altas esferas parisinas—. Dale, tres palabras con A.
—Azulsorar, asombrentender, asfixialítico. Con M —grita a su vez Morgana.
Como hija de diplomáticos, Morgana ha vivido en diferentes ciudades del mundo, incluyendo París, en el mismo barrio donde Sophie vivió con su madre desde niña. Les divierte pensar que más de una vez debieron cruzarse en la calle, en el metro, o en la panadería.
—Mentirosear, momenticar, masturbesarse —señala Sophie.
—Ahá, así que con esas. ¿Tienes a alguien particular en mente?
Nadan hacia la orilla, trepan por el borde de la piscina y se sientan en la superficie de cemento. Morgana se recoge el pelo y lo anuda sobre su cabeza. Al despejarse, la arquitectura de su rostro queda al descubierto. Sus cejas rectas y tupidas se encuentran en el entrecejo, un límite que separa sus ojos ávidos y burlones de su frente redondeada de niña.
—Se llama Camilo. Trabaja en la papelería donde compro mis materiales de pintura —responde Sophie.
Ambas reclinan la espalda en el cemento que aún guarda el calor de la tarde. En lo alto, como una sábana, la luminosidad de la luna abriga el cielo.
—¿Cómo es? —pregunta Morgana, girándose hacia ella.
—Tiene un culo que te cagas —responde Sophie, emulando la forma de expresarse de su amiga.
El agua de la piscina aún se agita, como si un gigante hubiera arrojado su aliento sobre ella. Sophie no sabe qué busca al decir esto, tal vez provocarle celos. Pero no es lo que encuentra cuando mira a Morgana de soslayo. Sus ojos brillan de curiosidad y complacencia al constatar que se aventuran en el universo abstracto —por la inmensa cuota de imaginación que despierta— y a la vez divinamente carnal al cual pertenece.
—Es guapo, entonces —observa Morgana y suelta una carcajada.
—Diego me advertiría que demasiado. Que fuera cuidadosa.
Miente. Camilo no es guapo. Tiene la expresión triste, huraña, agresiva incluso, de quien ya conoce lo inclemente que puede llegar a ser el infortunio.
—Diego, Diego, ¿te das cuenta de que no paras de nombrarlo? ¿Y por qué le dices Diego y no papá? Además, ¿cuándo voy a conocerlo?
—Tendrías que venir al departamento por la noche porque él trabaja todo el día. Pero, oye, haces demasiadas preguntas.
Se largan a reír. Sophie se burla del afán de Morgana por saberlo todo para al rato olvidarlo. Tiene la impresión de que cada momento en la mente de Morgana borra al que le antecede, para así enfrentarse a los eventos con la simpleza de la ignorancia.
La brisa nocturna comienza a desplegar su frescor.
—Deberíamos vestirnos —señala Sophie.
—O podría llegar una turba de adolescentes y encontrarnos desnudas.
—¿Acaso te entusiasma la idea?
—No me disgusta.
—De verdad estás loca —afirma Sophie, y oculta sus pequeños senos con las manos, como si la ocurrencia de Morgana de pronto fuera a hacerse realidad.
Morgana tiene veintidós años, tan solo cuatro más que ella. Sophie observa cómo la luz de la noche queda atrapada en las gotas que aún permanecen adheridas a la piel desnuda de su amiga, e imagina que debe poseer una buena cuota de fortaleza y descaro para llevar ese cuerpo con tal desenvoltura.
Después de que ambas se han vestido, Morgana saca de su bolso una pequeña caja de metal en cuya tapa está dibujada la figura de un ángel. Sus alas nacen en los hombros y caen hasta sus pies. De su interior saca un papelillo y luego lo llena con hojas molidas de marihuana. El cielo respira cercano. Sophie piensa que si extiende el brazo lo suficiente, tal vez lograría tocarlo.
Esa primera tarde, cuando de improviso llegó a su departamento, Morgana preparó un porro y le contó que el ángel era un regalo del primer chico con quien había hecho el amor. Sophie había fumado antes con alguno de sus compañeros del Beaux Arts, pero el muro que la había separado siempre del mundo se había hecho tan alto y extenso que no volvió a intentarlo. Hasta que llegó Morgana.
—Lo vi el otro día entrando al edificio. Es bastante guapo —señala Morgana después de darle al porro una honda calada.
—¿Quién?
—Tu padre, Diego.
—Todas dicen lo mismo.
—¿Quiénes son «todas»?
—Las mujeres, mignonne, ¿quiénes más van a ser?
—Lo dices como si te molestara.
—No, no me molesta en absoluto. Diego adora a las mujeres y ellas lo adoran a él. Por eso son inofensivas.
Junto a Morgana el muro del aislamiento no crece. Morgana baila y tararea con su voz ronca una melodía.
—Dale, vamos —le dice.
—Es que no puedo.
—¿Cómo que no, qué va a pensar Anne de ti?
Con timidez, Sophie se suma y mece las caderas.
—¿Ves? —ríe Morgana.
«Claro que puedo, a tu lado puedo todo, a tu lado percibo la excitante naturaleza de las cosas», se dice Sophie a sí misma mientras levanta los brazos y los mueve al ritmo de los sones cadenciosos de Morgana.