Adónde ha de llegar
Tarde por la noche, Sophie la llama presa de uno de sus insomnios. Ambas saben que estos se han agudizado por la proximidad de su exhibición. Aun cuando Carmen Waugh tiene altas expectativas, Sophie siente temor de exponer su trabajo ante el mundo que, está segura, aguarda para abalanzarse sobre ella. En lugar de bajar, por primera vez Morgana le pide a su amiga que suba a su departamento.
Esta noche, Morgana también necesita a Sophie. Se da vueltas a uno y otro lado de la cama aguardando que el sueño apacigüe su inquietud. Por la tarde la llamó su padre. Cinco jóvenes con los rostros cubiertos interceptaron a su madre a la salida de la peluquería y la siguieron a casa mientras le gritaban que era una franquista asesina. Presos del miedo, sus padres han decidido partir. Quiso decirle que sus amigos más queridos eran víctimas de agresiones mucho más serias. ¿Pero cómo hablarle de Diego sin dejar al descubierto sus sentimientos?
Tiene la impresión de no haber llorado nunca como en el último tiempo. Quizás también llora por otras cosas, por tristezas enterradas. Sin embargo, sobre la rabia y la aflicción ha comenzado a asentarse un sentimiento de inevitabilidad. Tal vez Diego tenía razón, y lo de ellos era un lazo imposible.
Desde aquella mañana en las puertas de su edificio que no ha vuelto a estar a solas con él. De eso hace casi tres semanas. En las escasas ocasiones que se han encontrado se saludaron brevemente, pero aun cuando quisiera poder escrutar sus ojos y descubrir lo que ocultan, le es difícil mirarlo de frente. A veces, sin tocarlo ni mirarlo, vuelve a percibir sus oleadas de deseo. Pero Diego se mantiene firme en su decisión y ella no hace nada por revertirla.
—Ven, entra rápido —le dice a Sophie cuando la ve apoyada en el dintel. En el pasillo, alguien abre una puerta y la vuelve a cerrar. Morgana abraza la cintura de su amiga y se encaminan juntas al cuarto.
—¿Tú tampoco dormías? —le pregunta Sophie.
Morgana niega con la cabeza.
En la cama, el calor del cuerpo de Sophie la sosiega. La escucha respirar. Mantienen encendida la luz del cuarto. Los temores de Sophie se han acrecentado. Ahora le teme a la oscuridad.
Desde pequeña, Morgana supo que la felicidad, a pesar de su apariencia abierta, es un estado excluyente. No hay forma de franquear los muros que esta construye a su alrededor. En cambio, la infelicidad es una membrana frágil que aguarda ser impregnada por otro. Fue su aire de desventura lo que le atrajo de Sophie.
—Mis padres han decidido volver a España. Según ellos, ya no pueden seguir viviendo en este país —declara. Su voz queda resonando en el silencio sofocado de la noche. Sophie se da vuelta e intenta mirarla—. Son unos cobardes —añade.
—No los juzgues tan duramente, mignonne.
—Es la verdad.
Lo cierto es que mientras rebatía los argumentos de su padre para convencerla de que debía seguirlos, una parte de sí misma añoró partir con ellos. Añoró cobijarse en sus brazos, ser arrullada por él, como de pequeña. Recordaron juntos que él le había hecho aprender de memoria los poemas de Gil de Biedma. Manuel siempre se preocupó de que Morgana no olvidara la guerra. «¿Se volverá la historia de este país del fin del mundo aún más triste que la de España?», se pregunta. Sí, podría partir lejos de Diego, lejos de la rabia y la aflicción. ¿No es esta acaso una oportunidad de enterrarlo para siempre? La idea crece y la ilumina.
La respiración de Sophie se vuelve acompasada. Mira su orquídea que se dibuja contra el muro. Las flores oscilan levemente. Pareciera que se acomodaran para hablar entre ellas. Algunas han empezado a perder los pétalos que caen silenciosos sobre la cubierta de la mesa. Pronto se habrán caído todos. La flor casi desnuda le recuerda su miedo a desaparecer, ese miedo que la ha perseguido desde niña y del cual se defendió evitando cualquier forma de verdadera amistad y compromiso. De repente, la efímera alegría que sintió por un momento ante la idea de partir se desvanece. Tiene que quedarse si no quiere terminar desapareciendo por completo. Ahora lo entiende. No es el amor de Diego el que la salvaguardará de la pérdida, sino la fuerza de su determinación. Levanta los ojos. Una pequeña estrella brilla entre los edificios vecinos.
—A dormir, mi niña —dice en un susurro, mientras envuelve a Sophie con ambos brazos y oye la melodía de una ranchera en un departamento vecino. A lo lejos escucha las sirenas, el rugido del río, las cacerolas insomnes con su tum tum de guerra, los ladridos de los perros y los motores cansados de los automóviles que hienden la noche. La ciudad no cesa nunca de moverse, camina hacia un futuro incierto, tal vez hacia el mundo feliz de Diego, nadie puede saberlo, pero lo que sí sabe es que ella se quedará ahí para acompañarla adonde ha de llegar.