Cielo robado
El teléfono suena al amanecer.
—Diego, Diego —lo despierta Morgana suavemente. Sus brazos dormidos la abrazan.
Ha descansado poco. Ya no encuentra posición para su barriga de ocho meses y medio. Diego se reincorpora de un salto. El teléfono está en la sala. Al cabo de unos minutos, Morgana ve su figura a contraluz en el marco de la puerta. No alcanza a distinguir su expresión. Su voz trémula cava el centro de su pecho. Hay un levantamiento. Un sector de la Marina ha aislado a Valparaíso, parte del puerto está ocupado, el presidente va camino al palacio de gobierno. Diego se viste rápido. Morgana percibe su esfuerzo por mantener la calma. El día que tanto anunciaron y temieron ha llegado. Ambos lo saben. Morgana piensa que podría haber sido cualquier otro, un 10 o un 12 de otro mes. Tan solo anoche Diego le hizo notar que el 11 de septiembre de 1714, Cataluña, que hasta entonces había sido una nación soberana, cayó derrotada a manos de las tropas de Felipe V.
—Morgana, amor, tú no salgas de aquí, ¿oíste? —le advierte mientras se ata los cordones de los zapatos—. No se te ocurra ir a trabajar, ni menos a la universidad.
—Lleva tu gabardina. Será un día frío, aunque no lo parezca —señala ella desde la cama, al tiempo que se abraza las rodillas.
Diego se sienta a su lado y toma sus manos.
—Todo estará bien, preciosa. Los aplacaremos, como en el tancazo de junio. Ya verás. Pero no salgas —insiste—. Con esa panza es mejor que te quedes aquí. ¿Me lo prometes? —Toca su vientre y besa sus ojos. Ella lleva puesto uno de sus pijamas.
Tiene ganas de llorar, pero se contiene, esboza una sonrisa, y con la punta de los dedos acaricia la boca de Diego. Es un gesto rápido, contenido.
Antes de partir, él anota un número de teléfono en un papel.
—Es el número de Paula, quiero que la llames si necesitas algo, ¿me oíste? Lo que sea.
Morgana oye la puerta al cerrarse y luego el silencio. Pero no es un silencio absoluto, porque el ascensor con su rechinar viene subiendo y luego baja, llevándose a Diego al tiempo azaroso de la calle. Permanece inmóvil, las piernas recogidas, la mirada fija en la ventana por donde con lentitud se asienta el día. Es una mañana azul y fina. Su corazón late desacompasadamente. Para espantar el miedo piensa en sus padres. En este caos ellos representan la normalidad. Su madre había decidido venir cuando la niña naciera, pero una neumonía la tiene postrada en cama. Se han comunicado por teléfono. Elena habla de biberones y mantillas, le describe una y otra vez el ajuar que preparó para su primera nieta. Nunca imaginó que la voz de su madre llegaría a ser una fuente de sosiego. Quisiera tomar el teléfono y llamarlos. Pero no haría más que preocuparlos, y quién sabe, tal vez después de colgar se sentiría aún más sola. El silencio devora sus pensamientos. Enciende el tocadiscos. El Stabat Mater, de Vivaldi, que Diego escuchó por la noche, llena la estancia con su melancolía. En la cocina prepara un café negro, cargado y caliente, como los que suelen tomar juntos por la mañana. Sobre la mesa está la carta para Sophie, la de todos los días, la que hoy Diego hubiera llevado al correo de no salir apurado. Nada más ayer él le mandó una caja que contenía sus dibujos tempranos. Los guardó a lo largo de los años sin que Sophie se enterara. «Será una sorpresa para ella», le dijo, con la esperanza asomada a sus ojos.
Las ventanas se estremecen. Es el vuelo sostenido de un helicóptero. Alcanza a divisar su silueta de matapiojos recortada contra el cielo que palpita. Suena el teléfono. Es Diego. Hacen frente a un golpe de Estado. El presidente le pidió que fuera a los cordones industriales de Cerrillos. No podrá llamarla en varias horas. Le insiste en que no se mueva de ahí. Él estará bien. Todo saldrá bien. Se lo promete. Sus palabras son sucintas pero familiares, como el sonido de un interruptor que pone fin a la oscuridad. Un destello que dura apenas unos segundos, mientras puede aún oírlo.
Cuando ya no lo escucha, cuando han colgado, llegan las preguntas. Ella sabe que obreros y militantes han estado preparándose para esto, para resistir. El cordón Cerrillos y sus fábricas son una trinchera de batalla. ¿Por qué no le rogó que se viniera a casa, por qué no le dijo que ella y la niña lo necesitan?
Busca la hoja con el número de teléfono de Paula. Lo disca. Nadie responde. Se resiste a colgar. Quiere creer en la promesa de Diego de que todo estará bien, pero necesita que alguien le explique lo que está ocurriendo. Se da cuenta de que no tiene más conexión con él que esos seis números. Cuelga y los vuelve a marcar. Y así hasta que, extenuada, desiste.
Mira su vientre, sus pies han desaparecido bajo su volumen descomunal. Enciende la radio. Han bombardeado las torres de Radio Portales y Radio Corporación. Abre la ventana de la sala orientada hacia el centro de la ciudad y se sienta en la mecedora frente a ella. La mueve acompasadamente, obsesivamente. Su sonido parejo la sosiega.
Helicópteros surcan los cielos. La ciudad se agita.
Los minutos empiezan a adquirir una morosidad exasperante. Pasan sobre ella, aplastándola.
No sabe cuánto tiempo transcurre. En la radio el locutor informa que en el palacio de gobierno hay enfrentamientos. Cuarenta civiles armados acompañan al presidente.
Diego le ha dicho que los militares no se atreverán a cerrar el Congreso, que la lucha continuará en el marco de la democracia y la civilidad. Entonces, ¿por qué está él en la línea de fuego?
Desde la radio la voz del locutor llega en sordina: «El comercio está cerrando sus puertas», dice. Y de pronto el metal tranquilo de la voz del presidente: «Que lo sepan… que lo oigan… solo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad, que es hacer cumplir el programa del pueblo…». Un dolor eléctrico se instala en su pecho.
—Acribillándome a balazos —repite en un murmullo.
Otra vez el presidente: «En estos momentos pasan los aviones. Es posible que nos acribillen. Pero que sepan que aquí estamos, por lo menos con nuestro ejemplo, que en este país hay hombres que saben cumplir con la obligación que tienen…».
Pasa el tiempo. Piensa que nunca más podrá levantarse de esa silla.
En un rincón el teléfono se agita. Es su padre.
—Morgana, hija —dice con voz ansiosa—. ¿Estás ahí?
—¡Sí, papá, aquí estoy! —se ve obligada a gritar para dejarse oír en medio de los chirridos propios de las llamadas internacionales.
—¿Estás bien? —la familiaridad de su voz la desarma.
—Sí, estoy bien —responde, pero su padre no puede escucharla con claridad; entonces, le pregunta una vez más si está bien, y ella, con gran esfuerzo, grita que sí, que Diego ya vuelve, que no se preocupe.
—Un funcionario de la embajada irá a buscarte. Debes salir de Chile lo antes posible —dice su padre.
Un zumbido, como el de las caracolas al oído, le otorga una noción de la inconmensurable distancia que la separa de él. En medio de las interferencias le hace saber que no va a abandonar su departamento hasta que Diego vaya por ella. Tiene la certeza de que si sale de allí, Diego ya no podrá encontrarla, que se perderán para siempre.
—Morgana, no te escucho —grita su padre.
Se oyen unos repiqueteos, un silbido ahoga la línea y luego se corta. Espera algunos minutos. El teléfono vuelve a sonar. Antes de oír a su padre le advierte:
—No voy a moverme de aquí. Por favor, no insistas —su voz tiembla y suspira con volubilidad.
—Hija, es un golpe de Estado y corres peligro. Tienes que entenderlo.
Manuel la presiona. Debe velar por la vida que lleva en su vientre, después podrá reunirse con Diego en España, ella debe salir ahora, le dice.
—Papá, entiéndeme tú a mí. La cosa es así: no me voy a mover de aquí sin Diego. Si tenemos que salir del país, lo haremos juntos. Y si algún funcionario de la embajada intenta sacarme por la fuerza, me haré daño a mí misma. ¿Oíste?
Vuelven los chasquidos y nuevamente la línea se corta.
Su vientre emerge tirante en la apertura del pijama, venas azules lo recorren conformando una geografía propia. La niña late, se mueve, se asoma en la piel con sus protuberancias, anclándola a esa inmovilidad. Diego llegará en cualquier momento. Está segura de que lo hará.
En las calles, la multitud se aleja en silencio, presurosa por volver a casa. Quisiera caminar con todas esas personas, entrar con ellas en sus hogares, pedirles que la cobijen.
Por sobre los compases del Stabat Mater vuelve a escuchar la voz del presidente que llega hasta ella entrecortada: «La historia es nuestra y la hacen los pueblos… lealtad… anhelos de justicia… Constitución y ley… traición… granjerías y privilegios… alegría… espíritu de lucha… serán perseguidos… silencio… la historia los juzgará… siempre… más temprano que tarde… hombre libre… viva Chile… viva el pueblo… estas son mis últimas palabras… mi sacrificio no será en vano…».
Una parte de sí misma se niega a absorber sus palabras, a convertirlas en realidad. Cuántas veces nombraron el golpe militar, lo discutieron y temieron, hasta que de a poco se hizo un espacio en sus conciencias, pero no lo suficiente como para creer que ocurriría, porque dentro de lo posible había un rincón de lo imposible, y ellos estaban ahí, en ese ínfimo fragmento donde viven los sueños, donde nada ni nadie podría tocarlos. Mientras piensa esto, mientras resiste con todas sus fuerzas, cuatro aviones de combate, oscuros y macizos, rozan las cabezas de las cuatro torres con sus juegos de altura. Su sonido es el del viento amplificado millones de veces, el viento de «Preciosa» que, furioso, muerde.
Al cabo de unos segundos, a lo lejos, oye un estruendo sordo, como de piedras gigantes cayendo sobre una superficie dura. Una mancha de polvo, humo y materia se eleva en el cielo robado. «Diego», pronuncia, y se lleva las manos a la boca. Más estruendos. La nube se ensombrece, se hincha, se expande. Todo ocurre con lentitud, al compás de la música y su auspicio de muerte. Oye voces, alaridos, no sabe si de horror o euforia. A lo lejos cree divisar llamaradas que se agitan contra el fondo azul apagado del cielo.
Ve a Diego, escucha su risa, su voz enérgica y a la vez ilusionada, ve sus ojos enrojecidos tras las noches de insomnio, ve puños que se alzan, banderas rojas, blancas, azules. Y mientras las imágenes transitan por sus ojos cerrados, como las de una película antigua y muerta, las lágrimas caen por sus mejillas, su cuello, su pecho, y alcanzan su panza que late y cambia de forma ante los movimientos impetuosos de la niña.
Los militares han tomado el poder. En la radio repiten los bandos, las instrucciones, se establece el nuevo Estado. Los escucha uno a uno. Hablan de «anarquía», «desquiciamiento moral», «irresponsabilidad», «gobierno ilegítimo». El bando número 10 es una larga lista de personas que, de no presentarse antes de las cuatro y media de la tarde en el Ministerio de Defensa, quedarán fuera de la ley. Diego está en esa lista.
Un pensamiento opaca a todos los otros. Diego, en ese preciso instante, mientras ella se seca las lágrimas con la manga del pijama, experimenta su misma conmoción, sus mismas ganas de gritar, de revertir el tiempo, de imaginar que nada de esto está sucediendo, su mismo desgarro por la esperanza hecha trizas, por el horror venidero, por el colapso de un mundo. Su mundo. Un hilo de desolación atraviesa las calles vacías y llega a él. Ese hilo los mantiene unidos.
El presidente ha muerto. Ley marcial. Estado de sitio. Toque de queda. A las cinco de la tarde, la ciudad está vacía. Desde lo alto de su ventana ve los vehículos militares recorrer la avenida, algunos a toda velocidad, otros con la lentitud de los submarinos. La tarde se deja caer con su brisa. Intenta levantarse. Sus miembros están ateridos. Todo en ella está frío. Piensa que si alguien la tocara encontraría el filo del hielo.
Desde la radio escucha una voz gangosa, de modulación seca y primitiva: «Sacar al país del caos, la Junta mantendrá el poder… las Cámaras quedarán en receso… hasta nueva orden. Eso es todo».
Ha llegado hasta el teléfono. Marca una vez más el número de Paula. Necesita hablar con alguien, necesita escuchar una voz. Pero la campanilla repica al otro lado y resuena en sus oídos como en una bóveda vacía. En la cocina se prepara otro café negro. No quiere dormirse. Esperará alerta hasta que el teléfono suene. Hasta que Diego retorne a casa. La ciudad a lo lejos se ilumina y oscurece como un barco. Se lleva la taza hirviendo a una de sus mejillas. Duele. El ascensor ha enmudecido. Por la ventana abierta le llegan ráfagas del hedor del río. Detiene la mirada en el moisés que desde un rincón de la sala emite un resplandor blanco y suave. Un artesano lo tejió en mimbre para la niña. Recién ayer terminó de bordar en su interior unas estrellas azules. De tanto en tanto, en el silencio, se escucha el estallido apagado de las balas, el repiqueteo de las ametralladoras con su cadencia feroz. Pasa el tiempo, aturdido y hueco, como si estuviera deshabitado.
Un paño cae lentamente y atraviesa, rumbo al suelo, el ventanal de la sala. Al asomarse descubre que es una bandera chilena que alguien ha arrojado ventana abajo. La tela se extiende y se comprime, se infla y se ahueca con lentitud, con indolencia, al tiempo que desciende alternando sus colores, azul, blanco y rojo, hasta volverse una mancha inerme en el pavimento de la calle. De vuelta en su puesto de vigía, exhausta, se abandona a una pesada modorra. Espera. Escucha el crujido de la mecedora y repite en susurros: Diego, Diego, Diego, Diego, diez, veinte, treinta, cien veces.