Orfandad
Antes del retorno de sus padres a España, Morgana ha querido pasar la última noche con ellos, y en un gesto tardío presentarles a Sophie. Ella es la única persona que conoce su secreto.
Después de la cena toman el café en la sala. La mayor parte de los muebles ya ha partido y sus voces resuenan en los espacios vacíos. Pero por más esfuerzos que hace, desde que tuvo la certidumbre de su embarazo no logra fijar la atención. Todo se le antoja lejano. Si intenta pensar, decidir qué hacer, imaginar el futuro, la cabeza se fuga y se confunde, su corazón comienza a palpitar y la respiración a agitarse. A veces su conciencia se queda atrapada contemplando ese misterio dulce y a la vez aterrador que se gesta en sus entrañas.
No puede dejar en evidencia sus tribulaciones frente a sus padres, por eso hace un gran esfuerzo y les cuenta que Sophie acaba de inaugurar su primera exposición y que ha recibido el aplauso rotundo de la crítica. La idea de comunicarles su estado le resulta tan extraña como si alguien le propusiera llevarla a la Luna. Es lo que quisiera a veces. Salirse de sí misma. Desprenderse de su cuerpo como de una carcasa y huir.
Mientras habla, Morgana observa a sus padres con detención. Busca una última imagen. El retrato que guardará de cada uno. A pesar de que no es un adiós definitivo, hay urgencia en la forma que adquieren los silencios, como si en cualquier minuto fueran a estallar y soltar una materia desconocida que marcará esos instantes de manera indeleble.
Los sonidos del jardín entran despacio. Parecieran venir desde lejos a depositarse entre ellos. Su madre, con la vista perdida, sostiene la taza de café. Se detiene en su mirada entornada, en su pulcritud provinciana. Debe controlar sus pensamientos, pues los ojos se le inundan de lágrimas. Pero no es la partida de sus padres la que duele, sino el sentimiento de orfandad. Ha decidido quedarse y sabe que en esto está sola. Paradójicamente, Diego —la única persona que podría ayudarla— es el último con quien puede compartir su confusión y pesadumbre.
Mira a su padre. Ningún sentimiento preciso atraviesa su expresión. Tiene las manos apoyadas en los brazos de la butaca, unas manos plácidas, hendidas por arrugas de pergamino. Lo delatan, no obstante, sus rodillas que de tanto en tanto comienzan a golpearse una contra la otra. Desde el jardín les llega el canto de un pájaro.
—Es un zorzal. Yo lo conozco. Se instala todas las tardes en la terraza —observa su madre con aire nostálgico.
—Mamá, vamos, no me digas que vas a echar en falta a un zorzal.
—Y además de ti, ¿qué podría yo echar de menos de este país? ¿Su gobierno comunista? Cualquier día los camioneros se declaran otra vez en huelga y el país se queda sin nada para comer.
Sophie tiene la vista fija en una cucharilla de café sobre la bandeja. Con una expresión confundida levanta los ojos hacia ella. Morgana sabe que busca un objeto brillante donde guarecerse. Con la mirada la guía hacia un rincón donde una solitaria jarra de cobre despide sus frágiles destellos.
—Mamá, son los camioneros, no el gobierno, quienes paralizaron el país. ¿Acaso no puedes verlo? —dice Morgana, y cuando termina de hablar se da cuenta de que su voz ha alcanzado un tono demasiado alto.
—Hablas de este país como si fuera tuyo —dice Elena. Su expresión, de golpe, se ha tornado sombría. Levanta el mentón y mira hacia la ventana.
—Está empezando a serlo —declara Morgana con firmeza.
—Morgana, ¿te importa acompañarme un minuto? —las interrumpe su padre en un tono que se impone sobre sus voces, al tiempo que se levanta de la butaca con el largo cuerpo inclinado y camina hacia el pasillo sin aguardar su respuesta.
Los ojos de Sophie permanecen fijos en el jarrón de cobre.
—Sophie, pídele a mamá que te muestre sus rosas.
—Tranquila, tu madre y yo tenemos muchas cosas de que hablar —dice Sophie con voz segura, aunque Morgana distingue las minúsculas manchas rojas que han aparecido en su cuello.
Su padre la espera sentado en una única silla de madera en su escritorio que, aun desierto, guarda su impronta. Tiene la espalda inclinada y la frente en alto. En sus rodillas hay un libro de tapas desvencijadas y sobre él descansan sus manos, una sobre la otra. Morgana recuerda sus grabados, el cuadro de Nicolas de Staël, su mesa de caoba y los cientos de libros que cubrían sus muros. Posesiones que lo han acompañado desde que ella tiene uso de razón y que hablan de un estilo de vida confortable, de una férrea moralidad unida al anhelo de adquirir relevancia por medio del conocimiento y la contemplación de lo bello. El canto del zorzal se ha extinguido. Iluminados por los focos del jardín, los colores del otoño se asoman en la ventana.
—Me hubiera gustado que hoy, el último día, no discutieran.
—A mí también, pero parece que es inevitable. De verdad lo siento, papá.
—Pero no es por eso que te traje aquí. Mira, me gustaría que te quedaras con esto —dice Manuel, entregándole el ejemplar de Llanto por Ignacio Sánchez Mejías que él le leía de niña—. Me lo llevas cuando estés de regreso en la isla. Así me aseguro de que vuelvas.
Morgana estrecha a su padre. Sabe que ese libro es su objeto más preciado. Mientras atesora el calor de su abrazo siente la necesidad de revelarle su secreto. Su corazón late con fuerza. No puede continuar en esto sola. Está a punto de contarle cuando escucha la voz de su madre al otro lado de la puerta:
—Manuel, tienes una llamada del embajador.
Su padre se levanta y la besa en la frente. Sosteniendo el libro entre las manos, Morgana musita:
—Lo cuidaré como tú lo has cuidado. Ya verás, pronto estaremos leyéndolo juntos otra vez.
Y mientras dice esto, y lo ve atravesar el marco de la puerta, la tristeza oscurece súbitamente su alma.