El miedo
Sin perder de vista a Morgana, como solía hacer con Sophie, Diego sopesa junto a un grupo de amigos lo ocurrido esta mañana.
Se han reunido al fondo de un pasaje, en casa de Jorge y Sonia, una pareja de amigos. El salón es pequeño y las ventanas están cubiertas por una espesa cortina verde que, junto con la música, los protege de las miradas y oídos vecinos. Un regimiento militar comandado por un tal coronel Souper intentó un golpe de Estado. Llegaron al palacio de gobierno con tanques y camiones cargados de soldados. En el tiroteo de más de dos horas murieron veintidós personas.
—Salieron corriendo como rateros —dice Diego, levantando la voz.
Los demás, reunidos en torno a la mesa, inician una larga letanía de epítetos: «traidores, cobardes, fascistas, maricones», términos inquietantes que permanecen gravitando en la cabeza de Morgana como el humo negro de un incendio que avanza hasta alcanzarla. Se da vueltas a un lado y otro de la silla, buscando una posición para su vientre de seis meses. Nadie se lo ha dicho, pero sabe que es una niña. Paula, al otro lado de la mesa, la mira con esa mezcla de dulzura y distancia a la cual no solo está habituada, sino que ha llegado a necesitar.
—Tú estabas con Leonardo Henrichsen esta mañana cuando le dieron, ¿verdad, Ramiro? —pregunta un hombre vestido pulcramente, dirigiéndose a un joven de profusas patillas.
El muchacho, con los ojos enterrados en el suelo, asiente.
—Dicen que filmó su propia muerte, y que alguien logró salvar las imágenes —declara una mujer.
—Hijos de puta, soy periodista —murmura el joven en un tono apenas audible.
Las miradas se posan sobre él. En sus labios apretados y temblorosos se anida la rabia.
—¿Qué dices? —pregunta Diego.
—Fue lo que gritó Leonardo, «soy periodista», eso gritó. Todos creíamos que ser periodistas nos otorgaba un salvoconducto a la inmunidad —musita en un tono irónico.
—Debiera serlo —conviene Paula.
—Pero no con estos conchasumadres. ¿Saben lo que hicieron? Apuntaron una y otra vez contra nosotros. Dispararon a quemarropa, y Leonardo cayó —dice el muchacho y luego calla.
El silencio flota a baja altura, como niebla. Morgana busca los ojos de Diego y por primera vez no los encuentra. Sumido en sus pensamientos aspira el humo de su cigarrillo. Se acerca a él y toma su mano. Diego la estrecha.
Un hombre de contextura gruesa y copiosos bigotes aparece desde la cocina y deposita una bandeja de emparedados en el centro de la mesa.
—Son del bar El Castillo —aclara con aire triunfal.
Sonia trae platos, cubiertos y servilletas de papel. La bruma del silencio se disipa, pero su halo frío queda suspendido sobre ellos.
Tiempo atrás, moverse en el epicentro de los acontecimientos le hubiera parecido excitante.
Pero ahora, la niña que lleva en el vientre se ha vuelto un ancla que busca un sitio donde asentarse. Por eso, Morgana ha intentado hacer de su departamento un arca intocable. Diego trajo sus libros, los de filosofía, astronomía e historia, los de economía y matemáticas. También sus papeles, sus documentos y su Underwood, que instaló en la mesa del comedor y donde por las noches trabaja, mientras la mira ir y venir en sus ajetreos domésticos. Aún no han trasladado la televisión, tal vez como una forma de dejar la realidad atrapada en el otro departamento. En lugar de comprarse ropa de embarazada, Morgana usa los pantalones y las amplias camisas de Diego, que caen sueltas sobre sus caderas y su panza. Le gusta sentir su olor impregnado en la ropa que lleva. Cuando Diego abre la puerta por la tarde, ella respira en su oído y él la abraza. Permanecen un rato así, unidos, escuchando el latir acelerado de sus corazones. A veces, Morgana se aprende algún poema y se lo recita: «Querido, a pesar de que todo ha ocurrido, nada ha ocurrido. El mar es muy antiguo». Pero no le dice que camina de un cuarto en otro, que extraña a Sophie, que con la niña ha llegado el miedo a la muerte. Que presiente el fin. Lo advierte en la frecuencia de los atentados, en la arremetida cada vez más violenta de la derecha, en el rostro cansado y macilento de Diego. Él la mantiene al margen de las reuniones políticas. Es su forma de protegerla, le dice. Ella, a su vez, a pesar del miedo y la inquietud, intenta con todas sus fuerzas iniciar el día con optimismo, con la mente despejada y clara. Quisiera creer que si lo logra, su hija estará a salvo del infortunio.
—El embarazo te sienta de maravillas —señala Paula, al tiempo que posa la palma de su mano sobre la redondez de su vientre.
La espontaneidad de sus palabras y su ternura, en medio de ese aire ominoso que se respira, la emocionan. Las voces ascienden hacia el techo revestido del humo de los cigarrillos. Paula levanta su copa, y mirándola brinda por ella. A pesar de que no ha perdido su rara belleza ni la fuerza de su mirada, su extrema delgadez y la espalda enarcada hacen imposible olvidar la enfermedad que la acecha. Su cabello ya ha crecido lo suficiente, pero de todas formas ha adoptado la costumbre de usar pelucas. De vez en cuando aparece de un rubio platinado que energiza sus rasgos, otorgándoles una inesperada sensualidad; o, por el contrario, trae una melena azabache que los endurece. Metamorfosis que hacen olvidar quién es Paula en realidad, quién se esconde tras esas apariencias disímiles, que ella, intencionadamente, complementa con gestos acordes. Pero lo que a Morgana le resulta más conmovedor es que la rigidez y la tristeza jamás se cuelan en su semblante. Pareciera que, a pesar de sus padecimientos, estas le estuvieran vedadas.
Un hombre de barba pelirroja enciende la televisión. Es la hora del noticiero. Las imágenes en blanco y negro muestran a cientos de personas corriendo por las calles, mientras el estruendo de las balas los persigue. Militares vestidos para la guerra disparan desde sus camiones apuntando hacia la gente. Los tanques avanzan por las calles, lentos e implacables. Morgana se estremece. Diego estuvo en el palacio de gobierno esta mañana. Debió oler la pólvora de las balas, escuchar su silbido de muerte. Los estruendos se hacen más agudos cuando las tropas leales al gobierno llegan a romper el cerco. Las imágenes se suceden con rapidez en la pantalla. Los militares disparan, se ocultan, gritan, la gente huye, busca cobijo tras los arbustos. Los tanques se mueven en retirada. En su repliegue siguen haciendo fuego. A las once de la mañana llega el presidente a La Moneda. Vítores en la calle. Cientos de personas gritan levantando los puños. Un militar avanza entre la multitud junto al ministro de Defensa y le advierte que si no logra disipar al gentío reunido, ocurrirá una masacre. La palabra «masacre» permanece aleteando en el aposento, como un pájaro negro. Bajo los sonidos que provienen de la pantalla, un violento silencio los sacude. Morgana sabe lo que piensan, lo que piensa Diego: las cartas están echadas y no hay vuelta atrás.
El presentador informa que entre los muertos hay una pareja de ancianos que recibió una ráfaga de ametralladora por la espalda mientras intentaba escapar. A las seis de la tarde se izó la bandera en el palacio de gobierno. El presidente habló desde sus balcones. La multitud congregada exigió venganza.
Se ha declarado toque de queda a las once de la noche. Oyen el ruido sordo de un helicóptero sobre el techo de la casa. Aun cuando no pueden verlas, sus hélices negras oscurecen aún más los ánimos y tensan las cuerdas con que cada uno mantiene su compostura. El traqueteo desaparece, la estancia palpita. Diego acaricia su vientre y entrelaza sus dedos con los suyos. Sus ojos, como siempre, brillan con esa profundidad tranquila donde Morgana se sumerge.
—¿Estás bien, amor?
Ella asiente con un gesto. El calor de su contacto la apacigua. Las hendiduras en su frente se han hecho más profundas, también su ceño; no hay un instante en que no se acentúen. El tiempo parece pasar demasiado rápido sobre ellos, se dice. Deben detenerlo, doblarles la mano a las sirenas, a la mente de Diego que no descansa, que busca sin cesar respuestas y soluciones. Tal vez juntos puedan apresar el tiempo, acariciándose en la oscuridad, subiéndose a su Fiat 600 y enfilando sin rumbo hacia ese soplo de espontaneidad y optimismo que está segura aún pueden rescatar.
Las voces siguen su curso, especulaciones, frases nerviosas que aluden a los partidos revolucionarios y a la vanguardia del pueblo. Algunos ocultan su ansiedad tras comentarios salaces y sarcásticos.
Brindan por ellos, salud; por los cordones industriales, salud; por el presidente, salud; porque los golpistas y sediciosos chuchasumadre no van a salirse con la suya, salud… Las voces, como si fueran en un carro alegórico de un mundo rodante, se alejan hasta extinguirse.
Una vez más piensa en Sophie. Han transcurrido tres meses desde que partió a París. Su madre, Monique, ha mantenido a Diego informado de sus andanzas. Su correspondencia es seca, sin concesiones, como las notas de prensa que redacta para el periódico donde trabaja. Pero bajo esa supuesta neutralidad está siempre presente su propia victoria sobre Diego. En sus cartas le hace saber solapadamente lo que piensa, que ha traicionado el único reducto de decencia y de verdad que aún poseía: la lealtad a su hija. En la última le habla de la exposición de Sophie en una de las galerías alternativas más importantes de la ciudad y de las estupendas críticas que recibió. Pero Morgana conoce el insomnio de su amiga, las ideas oscuras que la asaltan como plagas de insectos, su fragilidad y su añoranza de infinito. Después de leerlas, Diego se las entrega a Morgana con una expresión donde se entremezclan la alegría —por los logros de Sophie— y la derrota. Él continúa escribiéndole todos los días. Ya son noventa cartas. Morgana se le ha sumado, y cada día le envía un verso. Pero Sophie persevera en su silencio.
Cuando Morgana vuelve de sus divagaciones, la intensidad de la conversación ha remontado en espiral. Una mujer, con el torso redondo de un pez, trae noticias. Los insurrectos, Souper y sus secuaces, están presos. La directiva de Patria y Libertad, un grupo de choque de ultraderecha, ha pedido asilo en la embajada de Ecuador. Sus nuevas sacan aplausos. Amanda, de Víctor Jara, suena por los parlantes del tocadiscos.
Un hombre grueso, con voz de barítono, acompaña la melodía y otros se unen a él.
Un poco antes de las once de la noche, todos se despiden con premura, se abrazan y se golpetean las espaldas, unidos por las emociones de las últimas horas.
* * *
Le es imposible insertar la llave en la puerta de su departamento, y cuando Diego lo intenta tarda un buen rato en abrir. Ya en el pasillo, él pasa la mano por su cintura abultada atrayéndola hacia sí. La besa. Alcanzan el dormitorio enlazados. Diego se saca la ropa con impaciencia, de espaldas a la ventana. Tumbada en la cama, Morgana lo observa. Le gusta mirarlo en su plena virilidad, sus piernas firmes, moldeadas, y el deseo que desprende todo su cuerpo. Escucha su respiración agitarse en libertad.
Las sirenas reinician su rutina. Vienen de lejos con su inquietud y su carga de desgracia, rozan su ventana, desaparecen en la distancia y luego surgen otras.
Diego, desnudo, se tiende a su lado. Uno a uno abre los botones de su camisa blanca y libera sus senos hinchados. Los acaricia y amasa entre sus manos, besa sus pezones endurecidos. Es un tacto profundo, de esos que no se detienen ante nada. Pero Morgana es incapaz de concentrarse.
—Vas muy rápido —murmura.
Diego no parece escucharla. Con delicadeza intenta sacarle los pantalones, sus pantalones de pana. Ella, con un gesto, lo detiene.
—Voy a quedarme así —afirma.
La mirada de Diego no es de desconcierto, sino de rendición. Morgana se lleva al rostro una mano de él, humedece el centro de su palma con la punta de la lengua y luego lo besa. Vestida junto a su cuerpo desnudo percibe la blanda tibieza de su boca, ese lugar que conoce bien, pero que nunca deja de sorprenderla, por la conmoción que le produce, por la necesidad de llegar aún más hondo. Levanta el torso. Su vientre, redondeado y magnífico, se asoma por la camisa entreabierta. Ríe. Diego le pregunta de qué. Con ambos brazos la atrae hacia él. Su mirada es de vigor y potestad, también de inocencia. Luego, la oprime contra su pecho con esa pasión que tiene la virtud de encenderla.
—¿De verdad no quieres?
—No —responde Morgana en un susurro.
Diego respira profundo y luego se pone de rodillas sobre la cama. Con un gesto delicado pero impetuoso, que no admite réplicas, acomoda el rostro de Morgana entre sus piernas. Desde allí ella lo mira. Lo ve grande, sólido. Observa su ardor que se vuelve misterioso, hermético. Mientras él hace lo suyo, ella extiende un brazo para tocar con sus dedos el nacimiento de su espalda. Desciende con lentitud hasta sus nalgas y oprime el músculo que le da forma. Advierte los sentidos de Diego intensificarse aún más y sigue deslizándose, hasta encontrar las paredes húmedas y suaves de su cavidad. Su dedo resbala una, dos veces, en su hondura elástica y tibia que se contrae. Lo escucha gemir. Cuando lo mira descubre que tiene los ojos cerrados y su búsqueda del placer se ha hecho más enérgica, más desesperada. Morgana continúa, continúa más profundo, al tiempo que su espalda se curva y su vientre surge grandioso entre las piernas de Diego.
—Tócate —le dice él. Su tono es perentorio. El sudor se desliza por sus mejillas y sus labios están tensos.
Morgana se acaricia para que él la observe, para exaltar su deseo, que a su vez aviva el suyo. Deja que sus manos se deslicen una y otra vez, hasta que de pronto siente unas ganas insoportables de entregarse a él.
—Ven, ven, por favor —le pide muy despacio, casi susurrando.
Pero ya es demasiado tarde. Diego extiende el cuello, vuelve el rostro hacia el cielo, como un caballo que intenta desprenderse de las sogas que lo atan. Morgana intuye las imágenes que atraviesan sus ojos cerrados, añora entrar en su mente, descerrajarla, conocer sus secretos. Todo se acelera. Con los muslos apretados uno contra el otro, temblando, advierte el calor viscoso en su boca, en su lengua, en su garganta, en el instante en que un espasmo profundo, abrasador, recorre su cuerpo. Diego emite un grito, alto y bronco a la vez, y luego, después de un momento, ambos ríen. Sus risas se expanden y cubren la persistencia de las sirenas, el silbido de las balas, los tanques y fusiles, pero sobre todo el miedo.
A las once exactas, el silencio expande su poderío sobre la ciudad.