Todo o nada
Hoy se conmemoraron dos años de gobierno. Los mismos dos años desde que Morgana se dejó caer en el departamento de Sophie sin conocerla, atraída por su apariencia frágil y excéntrica.
Por la noche, Morgana le ha sugerido a Diego que paseen juntos, del brazo, como lo hacen las parejas que no se ocultan. Las calles están cubiertas de papeles, pancartas rotas y desperdicios que dejó la celebración. En lo alto, los edificios crean un puzle de luces mortecinas, fantasmagóricas casi.
A pesar de que la avenida está desierta, Diego se adelanta y la toma por la cintura desde el lado expuesto de la acera, a la antigua usanza. Es en estos detalles y en sus historias que Morgana recuerda su edad. Ha llegado a querer y desear los surcos en sus mejillas, sus párpados caídos, el brillo gastado que despiden sus ojos. Atraviesan la calle y se internan en el parque. Después de la explosión de sonidos, el rumor del río tiene una textura sanadora. Aun así, Diego continúa inquieto, excitado. Masculla, sonríe y apresura el paso sin motivo. Es la animación de la tarde, el discurso del presidente, la multitud, las consignas. Morgana respira el aire fresco y percibe el misterioso poder de las gigantescas secoyas. Sus ramas se extienden y se unen a sus vecinas en un abrazo. También siente la mano firme de Diego. Lo mira de reojo. No se cansa de mirar sus labios y la curva que dibujan con su mentón.
Los plátanos orientales la hacen estornudar. Diego entierra los dedos en su cadera. Ella voltea su rostro y huele su cuello. Un aroma dulce y a la vez agrio que ella adora, y cuyos resabios del humus de los suelos le hacen pensar que se gesta en el interior de su cuerpo y no en la superficie de su piel.
Vuelve a olfatearlo y esta vez sepulta su nariz en el lóbulo de su oreja. Entra con la lengua en la cavidad de su oído. Diego cierra los ojos y su respiración se agita.
—Me excitas —dice él.
Morgana sabe que el contacto de su piel atiza sus sentidos. Hace algunos meses, Diego le confesó que las chicas más jóvenes nunca le han producido curiosidad erótica, porque a pesar de su vida amorosa aventurada, en última instancia lo que busca en sus encuentros es la posibilidad de un amor entre iguales. Su confesión la turbó. Sabe que por ella ha transgredido la línea prohibida; no obstante, nunca le ha expresado la posibilidad de que entre ellos se dé lo que él llamó «un amor entre iguales». Lo cierto es que añora una palabra, una sola, que defina los límites por donde moverse, sin la sensación de que en cada paso corre el riesgo de caer. A veces desearía tener un barómetro que midiera la intensidad de los sentimientos de Diego, y así ajustar los suyos a su medida. Pero no lo tiene, entonces los suelta de a poco, para luego recogerlos, como un pescador arroja su caña en aguas oscuras y desconocidas. Teme que el único ingrediente que los une —en esa relación que no se expone al aire ni al polvo de la cotidianidad— sea su naturaleza oculta, su vocación de imposible. Tiene miedo también de que esa añoranza dulce que experimenta en sus ausencias se vuelva dolorosa, miedo a que las defensas no funcionen, que su frágil equilibrio se rompa, miedo a despertar un día con los ojos fijos de Diego en los suyos, y que al avistar el fondo del pozo de sus pupilas él no encuentre nada. Miedo a dejar de sentir lo que siente. Miedo a la naturaleza de Diego. Sabe que él no va a abandonar por voluntad propia los placeres que ella le brinda con su cuerpo. No mientras pueda evitarlo. Ella lo vivifica. Su necesidad de ella puede llevarlo incluso a fingir que está dispuesto a franquear líneas venideras en su relación. Desconfía. Se lo han enseñado sus caderas, sus pechos, sus labios. Su cuerpo conoce el poder que ejerce: absoluto y superficial a la vez.
En el centro de la ciudad tañen las campanas de la catedral y a lo lejos se escuchan gritos aislados. Sus pasos y los de Diego se multiplican. En ocasiones, él la llama desde el baño, la desprende de su camisón y la estrecha, mientras no deja de mirar su imagen, la de ambos, proyectada en el espejo. Le gusta verse a sí mismo con ella entre sus brazos, su desnudez plena, su indefensión, su piel mate, sus senos apresados contra su pecho. A veces entra en ella frente al espejo, con lentitud, para presenciar palmo a palmo el acto de poseer su cuerpo.
Diego, ajeno a sus pensamientos, está silbando. Es una canción que habla del mar y que escucharon por la tarde en la celebración. Podría pedirle que nombre sus sentimientos, que les otorgue una forma. Pero es tan deliciosa su alegría y tan genuina su naturalidad, que le parece impensable demandarle más de lo que le da.
De pronto piensa que si las cosas están muy cerca, se hacen invisibles, y si están muy distantes, se desdibujan. Es inútil intentar verlas con claridad.
—¿Te pasa algo, preciosa?
Diego no está lejos. Nunca lo está, al fin y al cabo. Siempre intuye sus tribulaciones.
Se detienen frente a una fuente con una escultura wagneriana de teutones y focas. Se oye el rasmillar de la brisa contra las ramas de los árboles. Pareciera ser la noche de varios mundos simultáneos.
—¿Tú me quieres? —le pregunta. Y tan pronto como ha terminado, siente el peso del arrepentimiento. El resplandor de la luna, como la luz de una máquina fotográfica, pareciera congelar el instante.
—Claro que te quiero, preciosa —dice Diego, al tiempo que busca su boca. Ella lo detiene.
—Me refiero no de esta forma.
—Te quiero de todas las formas —señala Diego y vuelve a intentar besarla. Morgana lo rechaza con brusquedad.
—Demuéstramelo. Pero no así.
—¿Y cómo entonces?
—Háblale a Sophie de lo nuestro, salgamos al aire. Me cansé de mentirle, de estar siempre ocultos.
Diego la mira y sonríe de medio lado. Ella detesta esa expresión.
—Vas muy rápido. Lo quieres todo —señala él. Arruga la nariz, al tiempo que sus ojos se vuelven pequeños y penetrantes.
—Sí, por supuesto, lo quiero todo. Todo o nada —replica burlona pero firme, extendiendo los brazos a lado y lado, como si con ellos enseñara la dimensión de su anhelo y a la vez de su impotencia.
Diego le pide un cigarrillo. Se lleva ambas manos al rostro para encenderlo. La luz del fósforo dibuja sus rasgos viriles. Morgana siente ganas de golpearlo, de sacarle esa sonrisa de la cara. Esa sonrisa que se complace en verla frente a él, riñendo, esos ojos que la sopesan y que no dejan de desearla.
—Tú sabes que eso es imposible —zanja él.
—Entonces déjame ir contigo a alguna de tus reuniones, a una comida, a lo que sea —señala.
—Morgana… —dice él en un tono cansino.
Ella se cuelga el bolso a través y emprende la marcha. Él, unos pasos más atrás, la sigue. Se lo ha pedido decenas de veces y la respuesta de Diego ha sido siempre la misma. De pronto piensa que aquello que los une no son más que las ganas de amar y ser amados, el deseo de verter en alguien el ardor que se acumula en el corazón y que sin destino empieza a ahogarlo, a entumecer y desensibilizar el cuerpo. Su amor por Diego es solitario, como el de todos los amantes.
—Morgana… —la llama con voz queda a sus espaldas.
—No quiero hablar.
Caminan rápido, en silencio. Pisan una fronda de panfletos que se levanta a su paso. Ella va delante, mordiendo el pasador que sujeta su trenza hasta hacer doler la mandíbula. Atraviesan el parque. El abrazo de los árboles ya no le parece acogedor, sus siluetas recortándose contra el pasto le producen escalofríos. Un Fiat 125 transita por la avenida desierta con una bandera chilena colgando de la ventana.
En el ascensor, Diego intenta estrecharla y Morgana lo rechaza.
—¿Qué piensas? —le pregunta ella sin mirarlo.
—Que debes dormir conmigo —declara sombrío.
—¿Nada más?
—Por ahora nada más.
Cuando entran en su cuarto, ambos notan que la orquídea resplandece con una luz propia. Fue Diego quien se la regaló. Se la trajo en una de las primeras ocasiones que subió a su departamento por la madrugada. Es una cattleya labiada, una especie muy rara, de un malva entre rosa y púrpura que, según Diego, es el color del tiempo. Frente a su luz se quitan la ropa. Él tiene sus ojos amarillos e inescrutables fijos en ella. La aprieta contra sí, sin dejar de mirarla y acariciarla, burlón e intolerablemente misterioso. Una vez en la cama, la da vuelta, introduce la mano en el hueco que deja su pelvis y levanta sus caderas. Morgana ya no puede verlo. Con los dedos él busca su interior y recoge su humedad. La toma por las nalgas y comienza a entrar en ella. Morgana siente desconcierto, dolor, un dolor que se acrecienta con la hondura, gime. Él cede y besa los pequeños lóbulos de sus orejas. Vuelve a entrar, despacio, palmo a palmo, sin apuro, pero con el claro propósito de llegar hasta el fondo. En los primeros avances ella vuelve a sentir dolor, pero de pronto todo cambia. Él deja caer el peso de su cuerpo sobre su espalda y empuja, toma una de sus manos, la oprime, y empuja otra vez. El dolor y el desconcierto están lejos. Nunca antes ha sentido a Diego en ella como ahora, su piel sudada contra sus nalgas, su respiración en su oído, y piensa que tal vez puede conformarse con esto, que puede abandonar el sueño del todo y no le importa.
* * *
Por la madrugada, mientras yace a su lado semidormida, Diego le pide que clasifique a los hombres que ha conocido, de menor a mayor, según los placeres que le brindaron.
—Tú estás loco, Diego —dice Morgana, desperezándose.
—Pero si es un juego.
—No me parece en absoluto divertido —replica, y se da vuelta en la cama contra el muro.
Ante su negativa, él se levanta y frente a la ventana enciende un cigarrillo.
—Si tú no quieres hablar, yo puedo contarte algo.
Por primera vez él le relata una de sus aventuras amorosas, la de una periodista con quien viajó por el Líbano. Morgana lo detiene. La imagen de otra mujer en su alcoba le resulta insoportable.
—Entonces cuéntame tú. Lo del ranking de placeres me parece fascinante.
Ella vuelve a negarse. Él le dice que siga durmiendo, que aún es temprano, y entra al baño. Mientras lo oye en sus quehaceres, Morgana vuelve a sentir la pesadumbre de otras veces. La sensación de que tras el afán de Diego de conocer sus historias hay una misteriosa inquietud. Ya vestido, Diego se tiende a su lado para despedirse y ella simula dormir.
Después de escuchar la puerta cerrarse, Morgana se prepara un café negro y vuelve a la cama. Aún tiene algunos minutos antes de levantarse para ir al trabajo. Sentada con los pies recogidos, sostiene la taza entre ambas manos para calentarlas. La orquídea la mira con su temblor de vida. Además de la orquídea y la cama, no hay más que paredes blancas y torres de libros en el suelo. La luz sin brillo deja al descubierto el mundo precario que ha construido para sí misma. Quisiera decirle a Diego que los hombres con quienes ha estado son tan solo tres, y que no le importa clasificarlos, que puede hablarle de sus amores al oído, si así lo quiere, describirle los detalles más impúdicos de sus encuentros pasados, decirle que está dispuesta a lo que sea, pero que necesita su abrazo, su mano en su mano, su boca en su boca.
Mientras en las calles estallan las bombas y se derriban torres de luz, se olvida del mundo, se vuelca al interior de su incertidumbre, y encuentra en ella una rara profundidad de la cual no quiere salir.