Y de pronto el silencio
La citroneta se mueve por calles casi vacías. A las tres de la tarde el sol lo envuelve todo, escondiendo dentro de su luminosidad blanca los detalles que le dan nombre a las cosas. Unas pocas siluetas surgen flotando a lo lejos y luego desaparecen bajo la luz. El chico que conduce y la lleva hacia Diego se llama Camilo, como el amigo de Sophie. Aunque lo más probable es que ese no sea su nombre. Además, su apariencia desgarbada y quebradiza no coincide con la descripción del hombre vigoroso y atractivo que Sophie solía hacer de él. Es la primera vez que estará sin Antonia por más de dos horas y ya la extraña. Accedió a dejarla con sus padres en el Hotel Carrera, donde se hospedan. Ellos argumentaron que no podía seguir exponiendo a su hija a los peligros de la clandestinidad, y ella no tuvo más alternativa que aceptar sus aprensiones. Las calles se prolongan en forma indefinida, el calor avanza y el día parece hincharse, dejando cada vez una franja más pequeña de aire.
—Vamos a pasar junto al auto donde viene el compañero —le dice Camilo mientras mira la hora en su reloj. Morgana huele su aliento a tabaco—. Faltan aún unos minutos. Tendremos que dar una vuelta más.
—Gracias —dice ella en un susurro.
Camilo no responde. Tal vez no la ha escuchado, y si lo ha hecho no dirá nada, porque cualquier respuesta suya a ese «gracias» lleno de significados podría dar pie a una conversación que deben evitar. Camilo enciende la radio. Un hombre de voz anodina lee uno más de los comunicados con los que desde el 11 de septiembre la Junta Militar establece sus reglas. Prohibiciones, listas de hombres y mujeres con orden de arresto.
Morgana ha ensayado decenas de veces la forma en que le planteará a Diego la necesidad de partir. Al principio, a pesar de haberle prometido a su padre que lo intentaría, no lo pensó como una posibilidad digna de ser considerada. Pero con el pasar de los días la idea ha ido creciendo, hasta que la esperanza se instaló entre sus costillas con sus equívocas alas. Salir de Chile, comenzar una vida para ellos y para Antonia lejos del miedo. Está todo planeado. Un automóvil viajará desde Argentina y Diego cruzará la cordillera escondido en su portamaletas. Ella volará junto a Antonia y sus padres. Antonia ya tiene su pasaporte español y el permiso de un progenitor ficticio para abandonar el país. Sin embargo, la imagen de una vida feliz le es tan dolorosa —por su improbabilidad— como el miedo.
Diego ha debido cambiar de refugio varias veces, y en el transcurso de las últimas semanas no han podido encontrarse. Después de la caída de Paula, el cerco se hizo más estrecho y el peligro más inminente. Morgana la extraña y teme por ella. Le han llegado noticias, noticias del infierno. Está en José Domingo Cañas, la casa de torturas. Una casa de tejas antiguas, en cuyo jardín, se comenta, permanece incólume un castaño y un palomar donde llegan pájaros de lugares lejanos en busca de un sitio seguro donde reposar. Han reforzado las rejas y los muros para impedir que los gritos alcancen la acera. Una mujer de su mismo grupo la delató. Dicen que por las noches la delatora comparte la celda con los prisioneros, llorando, mientras que en el día señala con el dedo a sus antiguos compañeros por la calle. Dicen también que la mujer ha perdido los dientes y el pelo, y su piel mortecina está pegada a sus huesos. Pero Morgana no siente compasión por ella. Un compañero, después de ser liberado, contó que estuvo con Paula una vez. Compartieron el pequeño cuarto contiguo a la cama de torturas. La reconoció por la voz cuando en un murmullo pidió agua. La escuchó gemir. Él tenía los ojos tan hinchados por los golpes, que fue incapaz de abrirlos.
Morgana sacude una y otra vez la cabeza para espantar las imágenes. Sus esperanzas han llegado a un nivel tan bajo, que han empezado a brillar.
—Ahí vienen —escucha decir a Camilo.
El automóvil se detiene en el mismo costado de la calle. Distingue la cabeza de Diego, su pelo oscuro y bien cortado en el asiento trasero.
—Adiós, Camilo.
Marcha con calma en dirección al otro automóvil, mientras se repite a sí misma que convencerá a Diego de partir, que en unas pocas semanas los tres estarán fuera de esta pesadilla, juntos para siempre, como en las películas, como en las novelas románticas.
Unos pocos metros más adelante se cruza con un hombre. Él la mira y ralentiza la marcha. Morgana escucha su corazón golpear desde dentro de su pecho. Decide que su examen es tan solo el de un hombre escrutando a una mujer, y continúa caminando. De todas formas, antes de subirse al auto echa un vistazo hacia atrás y ve los ojos del hombre aún detenidos en ella. El miedo vuelve a embestirla, una descarga que sacude todo su cuerpo.
Diego, en el asiento trasero, le dedica una sonrisa rígida. Un hombre calvo va al volante, a su lado una mujer voltea el rostro y la saluda con amable premura. La expresión tensa de Diego detiene el impulso que siente de besarlo. El automóvil arranca. Aunque está aún más delgado, mantiene el semblante decidido. Él toma su mano. Percibe su calor. Deslizan los dedos por la piel de la mano del otro. Se buscan y se encuentran. Piensa que bajo esas apariencias que a ambos les resultan extrañas, está él y está ella. Mientras el coche avanza por las calles quietas de la media tarde, en el parabrisas delantero las siluetas de los árboles se deslizan suavemente, como si fueran parte de un sueño. El hombre calvo mira con insistencia por el espejo retrovisor. Su expresión ofuscada y saltona la inquieta.
—¿Mi pequeña Antonia está bien? —le susurra Diego al oído, y Morgana afirma que sí con un gesto mínimo.
Se miran. Se reconocen. Los ojos de Diego brillan. Morgana encuentra las llamas de sus pupilas, las que tantas veces escrutó buscando los misterios que está segura esconden. Piensa que ese momento quedará para siempre en su memoria. La textura áspera de la mano de Diego y su tibieza, la imagen furtiva de las calles que van quedando atrás, la agitación que se respira en el aire.
—¿Y tus padres están bien? —pregunta Diego.
—Tú sabes por qué han venido, ¿verdad? —le pregunta Morgana, sorprendida de haber abordado con tanta prontitud el tema que la desvela.
—Lo imagino.
—Tenemos que hablar, amor, tenemos tanto que hablar. Hoy habrá tiempo, ¿verdad?
—Sí, lo habrá —responde Diego con una sonrisa, y se lleva los dedos de ella a los labios.
—¡No se vuelvan, nos están siguiendo! —grita el hombre de pronto. Una gota de sudor brillante y gruesa como una bola de cristal resbala por su cuello.
—¡Acelera! —exclama Diego—. Morgana, hazte un ovillo en el suelo, no levantes la cabeza hasta que yo te diga, ¿oíste?
Morgana no puede ver lo que ocurre. Su percepción del mundo está ahora compuesta de sonidos y movimientos, el motor que se agita bajo su cuerpo, los gritos de Diego, del hombre y de la mujer. «Acelera más», «nos alcanzan», «estos conchasumadre no nos agarran». Las ráfagas de metralletas comienzan a silbar. Bajo el asiento del conductor, Morgana descubre un pequeño regalo envuelto en un papel con motivos navideños, verdes y rojos. Lo palpa. Es una caja. ¿Será un presente que Diego tiene para ella? Recuerda el cuento de Navidad en que una mujer se desprende de su larga trenza para comprarle a su amor tabaco para su pipa, al tiempo que él vende su pipa para regalarle un peine para su trenza.
Los gritos se hacen más intensos. Un vidrio se rompe, y por el hueco que ha dejado entran a raudales el calor y el traqueteo de las ametralladoras. De tanto en tanto, en el escaso silencio que dejan, se oye el suspiro de una bala, que sí, se asemeja a un silbido humano, solo que es más limpio, más preciso y breve. Cierra los ojos esperando recibir un golpe, y abriéndolos de nuevo se encuentra con los pies de Diego que se mueven agitados. Piensa en su rostro pálido, en sus ojos ambarinos velados de cólera. Todo se acelera, el motor protesta, ha llegado a su límite, pareciera que el coche fuera a estallar en mil pedazos. Las voces continúan, «son tres autos más», «¿de dónde cresta aparecieron?», «intenta doblar en la próxima»; luego se amortiguan, como si vinieran desde el fondo de un colchón. Y en medio de estos sonidos en sordina escucha un grito agudo, gutural y fugaz, al tiempo que observa cómo la sangre escurre por el suelo en abundancia. No quiere levantar la cabeza, pero sospecha que la mujer ha caído, porque ya no escucha su voz. Se da cuenta de que no hay forma de evitar que la sangre la alcance. Tiembla. Oprime el regalo contra su regazo. Es para ella, ya no tiene dudas. Recuerda una canción de Paul Simon y comienza a tararearla despacio: «My love for you is so overpowering that I’m afraid that I will disappear». No logra escucharse, su voz desaparece en el estruendo, pero discierne la vibración en su pecho.
El cuerpo de Diego se desploma sobre el suyo, tiene la camisa empapada y se pega a su cuerpo. Advierte su peso, su calor, los espasmos con los cuales intenta sin éxito reincorporarse. El coche parece dar en la acera con las ruedas de la derecha, luego al otro lado, el cambio de marchas emite un gruñido y el automóvil comienza a trepidar, a dar tirones, a estremecerse. Ya nada se mueve. No siente su cuerpo. Afuera escucha gritos, ráfagas de proyectiles. Y de pronto el silencio.
Imagina a Antonia en sus brazos. Está sentada en un sillón frente a una ventana, cualquiera de las tantas que han compartido desde que Antonia nació, aunque al final, siempre se trata de la misma ventana, y mientras Antonia succiona su pecho, ella la mece y mira el ocaso, esa hora antes de la última luz, cuando la brisa hace vibrar las hojas de los árboles y los pájaros vuelan hacia sus nidos. Tiene los ojos cerrados. El cuerpo inerme y reblandecido de Diego yace sobre el suyo. Un dolor en la cabeza la adormece. Mientras su conciencia y su cuerpo se apagan, y gritos de hombres se aproximan a su reducto, Morgana imagina ese momento del día en que unida a Antonia todo parece bello y a la vez nostálgico, esa hora en que a veces la tristeza es tan intensa que la hace sentirse extrañamente feliz.