Él no estará

Morgana fuma un cigarrillo frente a la ventana abierta sin decidirse a entrar en su cama. Sabe que le será imposible conciliar el sueño. De regreso de la cena del senador, Diego no cruzó con ella una palabra. Al llegar a su piso, él se bajó del ascensor con paso rápido, sin despedirse. Tuvo la impresión de que una fuerza lo acuciaba a huir de ella. Vuelve a inundarla el miedo que sintió en el automóvil. Es incapaz de recordar una vida donde él no existía ni imaginar una donde él no estará. Le da una honda calada a su cigarrillo y empuja el humo hacia afuera. El aire de la noche cambia a cada instante, como si alguien se encargara de soplar de uno y otro lado de las montañas.

Se recuesta sobre la cama e intenta recordar los rasgos del chico español que la besó en casa del senador, pero lo que aparece es una imagen borrosa, como la de un espectro. En su lugar, los momentos pasados junto a Diego se asoman a sus ojos, como despidiéndose. Sabe que algo profundo se ha quebrado entre ellos.

Escucha el timbre de su puerta y se sobresalta. Asustada, pregunta quién es. Le impresiona escuchar la voz de Diego. Él tiene su propia llave para entrar al departamento. Trae puesto el mismo terno que llevaba hace unas horas en casa del senador, pero ahora está arrugado. En su cuello traslúcido se distinguen las venas y sus párpados parecieran hacer un gran esfuerzo por mantenerse en guardia. Su rostro se le antoja de pronto un cuarto oscuro que detesta la luz.

—¿Ya dormías? —le pregunta él.

—Tú deberías hacer lo mismo.

—Mañana es sábado. Ven —le dice.

Su expresión resuelta la atemoriza.

—¿Qué quieres, Diego? Tengo sueño.

Diego toma su mano con una voluntad que no acepta réplicas y se encamina hacia la caja de escaleras sin soltarla. Una vez allí, presionándola contra la pared, la besa. Morgana se siente mareada. Los escalones de cemento se extienden fríamente hacia abajo y hacia arriba. Bajo la luz cruda y lustrosa, Morgana puede ver los ojos febriles de Diego, pero a la vez distantes, como si estuvieran posados en una extraña. Siente la aspereza de su barba incipiente, la temeridad de su lengua en su boca. Recuerda que unas horas antes, Sophie tarareaba una canción en el ascensor. Recuerda su optimismo, el de los tres, y le parece que desde entonces ha transcurrido una vida.

—Diego, mírame. ¿Por qué haces esto? —le pregunta cuando él la suelta para sacarle la camisa de dormir de un tirón—. ¿Por qué? —vuelve a preguntarle en una voz ahogada. Pero sabe que no puede resistirse, el poderío de Diego es absoluto.

Hay una profunda soledad en cada uno de los gestos de ambos. Tienen las manos empuñadas, los músculos tensos de deseo y miedo. La superficie de la pared la lastima, también las embestidas de él, que una tras otra buscan romperla. Imagina las pupilas de Diego que vagan dentro de sus ojos como dos náufragos. Acaban, ahogando sus gemidos dentro de sus cuerpos para que no alcancen al otro. Permanecen uno instantes quietos, sus espaldas contra la pared.

—Toma, para que puedas entrar de vuelta a tu departamento —le dice Diego de pronto sin mirarla. Le entrega la llave y luego baja las escaleras hasta desaparecer de su vista.

Mientras camina por el corredor, Morgana siente un frío metálico. Entra a su departamento en el instante en que las lágrimas comienzan a resbalar por sus mejillas hasta alcanzar su mentón y su cuello. Tiene las piernas adoloridas, también el interior de su vientre. A lo lejos, las sirenas han empezado a ulular.