Paula
Llueve. Es una lluvia fina, de suavidad tramposa, de esas que dependiendo del ángulo de la mirada pueden incluso desaparecer a la vista. Está segura de que viene del mar. Sophie ya ha aprendido que todo en la isla viene del mar: el invierno, la luz, el viento.
Se sienta sobre la cama, la espalda apoyada contra el muro, un cuaderno sobre sus piernas recogidas. Hace años que no dibuja un rostro. La representación del cuerpo humano dejó de interesarle muy pronto. Pero ahora quisiera bosquejar a Antonia. Traza sus cejas fuertes, su boca abultada, la composición simétrica de su faz, y de pronto algo ocurre. En el rostro de Antonia surgen los rasgos más acentuados de Morgana, y, extrañamente, también los de Paula.
Fue ella quien le habló de los últimos días de Diego y de Morgana. Se reunieron en un café, frente al cementerio de Père-Lachaise, el barrio donde Sophie y su madre vivían en ese entonces. Sophie se impresionó al verla. No era tan solo que estuviera enflaquecida, sino que había perdido todo aquello que le daba su identidad: su postura erguida, la expresión firme de sus ojos, su elegancia con acentos varoniles. Llevaba un vestido azul de tela gruesa, sin ornamentos, de un ascetismo que recordaba el tiempo que había pasado en prisión.
Muchos años después de su encuentro con Paula, cuando investigaba el cautiverio para una de sus instalaciones, Sophie descubrió que es difícil para los prisioneros —al recobrar la libertad— acomodarse al mundo exterior, y por un buen tiempo, aun teniendo la oportunidad de no hacerlo, viven en un ascetismo que emula el de su presidio.
Con calma y sin aspavientos, Paula le contó cómo había sobrevivido no tan solo a su cáncer, también a la casa de torturas. Fue llevada cuatro veces a «la parrilla». En el cuarto contiguo, los reclusos oían sus gritos y gemidos, y ella a su vez, cuando les llegaba el turno, escuchaba los suyos. Nunca supo por qué una noche la soltaron en medio del toque de queda, en una calle de los barrios marginales de Santiago. Caminó bajo el primer albor, ocultándose de los camiones militares que recorrían las calles. Cuando llegó a una avenida hizo parar un taxi. El hombre, sin hacer preguntas por su aspecto lamentable, la condujo al lugar que ella le indicó, la casa de sus padres. Esa misma tarde se asiló en la embajada de Venezuela junto a dos mujeres y cinco hombres que habían sido dirigentes de los partidos de la coalición gobernante.
Paula respondió solícita a sus interrogantes, pero de todas formas Sophie percibió su cautela. El verdadero padecimiento y la barbarie quedaban fuera de su relato. Paula debió notar que la fragilidad de Sophie se había acentuado, que su mirada no era directa y sus gestos nerviosos. Sophie quería que le hablara de Diego y de Morgana, pero al mismo tiempo no estaba preparada para oír cuánto se habían amado. Paula le contó del tiempo que vivieron clandestinos y de las casas donde ambos estuvieron escondidos —nunca juntos— por seguridad. Se veían de tanto en tanto, siempre con Antonia. En los brazos de Morgana iba de una casa a otra, de un encuentro a otro. Con el pasar de los meses, Morgana fue haciéndose más valiente y, oculta bajo la apariencia de una joven madre, establecía contactos y entregaba información. Adquirió el arte del silencio y de la evanescencia. Le contó que trabajaban bien juntas. Y a pesar de que nunca se lo mencionó, era evidente que Morgana sufría por Sophie. Al decir esto, Paula se quedó mirando hacia la calle por la ventana del café, hacia la esquina donde una mujer de cabello rubio, en cuclillas, le hablaba a un perro. Recuerda la expresión sombría de Paula, sus ojos que apenas parpadeaban, detenidos acaso para siempre en un estado de estupor.
El relato de Paula era minucioso pero distante. Parecía ser parte de una misión que se había impuesto a sí misma. Sophie presentía, además, que el desapego con que Paula narraba la historia de sus amigos y la suya era su única forma de no sucumbir y al mismo tiempo no olvidar. Sin embargo, sus miradas nerviosas alrededor dejaban entrever que el miedo persistía. Quizás —pensó Sophie—, a pesar de que Paula había logrado sobrevivir, la gran victoria de sus captores sería siempre haber insertado en ella la desconfianza. Por el resto de sus días, cada vez que sus ojos se cruzaran con otros, se preguntaría si no escondían a alguien capaz de odiar y torturar.
Ese fue su único encuentro. Al cabo de unos días, Sophie entró en uno de sus estados melancólicos y fue internada en una clínica. Después de ese episodio, su madre la alejó de todo contacto con los exilados chilenos que ya empezaban a llegar a raudales a París. Lamenta y lamentó siempre no haber sido capaz de darle a Paula más que una presencia sombría y conmocionada. Como se arrepiente de tantas cosas, sabiendo sin embargo que el arrepentimiento, sin una acción que remedie el daño, es tan solo una forma inútil de apaciguar la conciencia.
A través de la puerta escucha los pasos livianos y saltarines de los niños que van y vienen en el pasillo. La lluvia continúa.