El mundo de Antonia
En el auto, los niños la llaman por su nombre y desde el asiento trasero le hacen preguntas que Sophie responde con palabras lentas. Imagina que su acento puede resultarles difícil de entender. Sebastián toca su hombro y luego asoma la cabeza para mirarla. El contacto de sus manos y su olor un poco ácido le resultan incómodos.
Cuando vio el rostro alegre de Antonia en el aeropuerto, pensó que no sería capaz de sobrellevar la situación. Su parecido con Morgana le resultó, y le sigue resultando, doloroso. Además, advirtió de inmediato que los mundos que las envuelven son diametralmente diferentes y que le será difícil establecer algún contacto con ella.
Mientras avanzan por calles arboladas y serenas, Sophie quisiera diluir su angustia en palabras, pero no puede. En el asiento trasero los niños comienzan a pelear. Al mirarlos, le parece que la rabia en sus rostros es tozuda y adulta.
—Basta —dice Antonia sin levantar la voz. Los vigila a través del espejo retrovisor, al tiempo que se echa a sí misma una mirada fugaz, y en un gesto rápido se pasa la mano por el pelo, dejando su amplia frente al descubierto.
A Sophie le impresiona su indulgencia, o tal vez —piensa— es así como se hace crecer a los niños.
Después de atravesar la isla hasta el extremo norte, Antonia estaciona el automóvil en una calle tranquila, montada sobre una loma a cierta distancia del mar, frente a una casa alargada y estrecha, que pareciera no crecer en línea recta. Un pino de la calzada atraviesa la terraza del segundo piso, como si esta hubiera sido construida entre sus ramas. Cuando entran, Eloísa se larga a llorar. Ha olvidado en el colegio su dragón con cabeza de hormiga.
Mientras Antonia ordena las bolsas del supermercado en la cocina, los niños revolotean alrededor de Sophie y le enseñan unos dinosaurios de goma que ella apenas mira. A pesar de su calidez, la casa de Antonia la intimida. Nunca imaginó que un lugar pudiera tener tantas cosas. No hay rincón donde la mirada no se encuentre con muebles, juguetes, libros, papeles, revistas, cuadros, dibujos pegados en las paredes con tachuelas, además de colecciones, como cerillas en un jarrón de vidrio y aeroplanos en miniatura alineados en las repisas. Todo ocupa un lugar incierto. Da la impresión de que las cosas han llegado ahí por casualidad y que cualquier día podrían cambiar de sitio. Los muebles tienen dimensiones desproporcionadas para el espacio y parecen ser despojos de un mundo más grande. En medio de este torbellino, Sophie distingue en un rincón una fotografía de Morgana. Su mirada impetuosa, el cabello abundante recogido en una trenza, la Morgana que ella conoció. Sobre una mesa de rincón se topa con otras fotografías en sus marcos de plata. Los padres de Morgana, Antonia en el día de su matrimonio, el pequeño Sebastián de bañador y un trofeo en sus manos con la forma de un pez. Busca alguna imagen de Diego y no la encuentra. Los chillidos de los niños se hacen más agudos. Un peso oprime su pecho. Abre una puerta con la esperanza de hallar un baño.
Extiende las manos con las palmas hacia abajo frente al grifo abierto. Al cabo de unos minutos las voltea y deja caer el agua sobre ellas, repitiendo el mismo rito varias veces. Luego toma el jabón, hace una abundante espuma y se refriega las manos. Otra vez las palmas hacia abajo y hacia arriba, dejando escurrir las burbujas. Poco a poco va recobrando la calma perdida. Cuando sale, Antonia la está esperando. Eloísa, pegada a sus piernas, mira hacia el interior del baño con expresión seria.
—Vamos, pensé que te ibas a quedar allí para siempre —bromea Antonia—. Ven, te he preparado una limonada —dice, mientras la conduce a la terraza que Sophie vio desde la acera—. Aquí podrás reposar mientras yo baño a los niños. Ramón, mi marido, será quien cocine esta noche, ya debe estar por llegar.
A pesar de su parecido con Morgana, Antonia da la impresión de estar arraigada a la tierra de una forma que ni Morgana ni ella lo estuvieron nunca. Su solidez la conmueve. Pareciera provenir de la determinación y el esfuerzo por evitar que el mundo de lo intangible la embelese. Lo ve en sus gestos contenidos, justos, que doblegan el ansia de sus ojos.
Sentada en una tumbona, Sophie observa el pino, que al emerger del centro de la terraza produce la sensación de estar al interior de un jardín. Una brisa marina sacude las buganvillas que se asoman por las barandas. Se saca los zapatos de tacón bajo y siente la tibieza que aún guarda la madera del piso en la planta de sus pies. A su alrededor todo empieza a posarse, tranquilo, en su lugar voluble: la mesa, las macetas de hortensias azules y malvas, el triciclo del rincón. A lo lejos, entre las nubes, las estrellas tempranas sueltan sus destellos sobre la palidez del cielo. Cierra los ojos y escucha las voces de Antonia y sus hijos que la alcanzan desde el tercer piso. No sabe cuánto tiempo ha transcurrido cuando la oye a sus espaldas.
—Sophie, mira, te quiero preguntar algo —asomada a la terraza la observa con expectación. Eloísa está en sus brazos—. ¿Cuál fue el primer poema que mi madre te regaló?
—Tiene un nombre muy peculiar. «Yo sé que ver y oír a un triste enfada» —responde Sophie sin vacilaciones.
—«Me voy, me voy, pero me quedo, pero me voy, desierto y sin arena» —recita Antonia, y ambas sonríen. Eloísa alega que tiene hambre y Antonia vuelve a sus labores.
Sophie recoge los pies desnudos sobre la tumbona. Una emoción remota la sacude violentamente y luego desaparece. Piensa que si tuviera más coraje habría intentado tocar esa emoción antes de que se esfumara.
* * *
Tanto Antonia como Ramón están de acuerdo en que la brisa tibia que llega a la terraza desde el mar pronto traerá lluvia. Antonia fuma, también ella. Tiene una manta de lana que le ha dado Ramón sobre las piernas. Toman el champán que trajo de París para celebrar su encuentro. También les ha traído regalos a los niños. Un camión eléctrico a Sebastián y una caja de cuentas para hacer collares a Eloísa. Está segura de que a Eloísa no le ha gustado su regalo. Desde el interior de la casa se escucha la guitarra de un flamenco con tintes modernos. Ramón y Antonia se balancean en una mecedora desvencijada. Sin soltar la mano de Antonia, los ojos negros de Ramón miran a Sophie con fijeza cuando le habla. La amabilidad y la simpatía se desprenden de cada uno de sus comentarios. Es delgado, al punto que los huesos parecen prevalecer sobre la carne. Se mueve con lentitud pero sin pereza, como si cada cosa tuviera un lugar importante en su escala de prioridades, por muy pequeña o banal que pudiera parecerle a un hombre más pragmático. Cocinó sin premura una cena que comieron bajo el resplandor de un par de velas.
A lo lejos, las primeras luces de los barcos titilan heladas en la penumbra. Sophie suelta el humo formando anillos que combaten con el aire por un instante, y luego se desintegran. Hablan de los abuelos de Antonia y de la familia de Ramón. Antonia bebe de su copa a pequeños sorbos y sostiene sin mucha habilidad su cigarrillo. Él le cuenta que su tatarabuelo llegó a la isla escapando, no está claro si de una peste o de la ley. Antonia, en cambio, pertenece a una familia que arribó ahí en tiempos inmemoriales. Una familia letrada, de alcaldes, jueces y ministros. De allí la carrera diplomática de su abuelo. Es una lástima que le hubiese tocado ser diplomático de Franco, declara Antonia, pero lo que siempre lo salvó de la inhumanidad fue su devoción por la poesía. El amor que heredaron su hija y su nieta, piensa Sophie.
—Señoras, lamento tener que dejarlas —anuncia Ramón con una sonrisa llana, mientras se levanta y besa a Antonia en los labios—. Mañana tengo que levantarme al alba a corregir exámenes.
—Creo que voy a terminar esto antes de subir —dice Antonia, alzando su copa.
—Y yo —indica Sophie.
Acordaron más temprano que esta noche Sophie dormirá en el escritorio de Antonia, en la cama donde ella suele recostarse a leer. Cuando Ramón desaparece tras los cristales de la sala, una membrana de silencio las envuelve. Antonia no hace preguntas y Sophie no quiere avasallarla con sus propias interrogantes. Recuerda la última posdata de su primer correo. No sabe, sin embargo, cuán profunda es su ignorancia.
Antonia se frota la cara con las manos. Parece detenida en un pensamiento, luego recapitula en voz alta:
—Ustedes fueron muy amigas, ¿verdad?
—Mucho.
—Como Anne Sexton y Maxine Kumin.
—Sí —afirma Sophie, sonriendo—. Como ellas.
—¿Y a mi padre, le conociste?
—También —señala Sophie con cautela. Escruta su rostro. Antonia juguetea con un mechón de su cabello ondulado, tira de él y lo mira con fijeza. Percibe la tensión de sus ademanes.
—Debió de ser muy duro entonces para ti cuando ocurrió el accidente —señala Antonia.
—Fue devastador. Yo estaba lejos, en París, y nunca supe los detalles —declara, esforzándose por no abandonar la prudencia. Pero no puede evitar un vuelco en su interior, un movimiento oscuro y lento.
—¿Sabes lo que a mí me ha dado vueltas en la cabeza por años y años? —pregunta Antonia. El ceño que aparece en su frente transforma su expresión casi infantil en la de una mujer madura—. Que una omisión tan insignificante, como olvidar encender las luces, quiero decir, tan solo un segundo de negligencia, lleve a otro segundo tan definitivo y fatal —esto último lo dice en un susurro casi inaudible, pero luego vuelve a alzar la voz—: Ya ves, dicen que el chófer del camión nunca se recuperó, y que perdió la razón.
Antonia, sin saberlo, le ha dado la respuesta a una de sus interrogantes. Su vida, con todos sus detalles, está construida sobre la realidad falsa e incompleta que sus abuelos compusieron para ella. ¿Pero tiene acaso derecho a remover sus brasas, a quitarle una historia y entregarle otra, un pasado que tal vez estalle en sus manos?
—¿Sabes a lo que más le temía tu madre en el mundo? —le pregunta—. A desaparecer.
—¿Qué dices?, ¿a morir?
—No, no a morir, sino a evaporarse, a desvanecerse de repente —dice Sophie, y abre los dedos de las manos como si explotaran—, que no quedara nada de ella, y nadie, nunca más, la recordara.
No le dice, sin embargo, que también era el temor de su padre.
Los primeros años, cuando cerraba los ojos veía su rostro, el de Morgana, sus pómulos pronunciados, su pelo de rizos. Olía su perfume de lavanda. A Diego no podía verlo, por lo doloroso que le resultaba. A Diego ni siquiera puede nombrarlo en su memoria, tal es la dimensión del dolor que aún ahora, después de tantos años, le provoca su muerte.
Las nubes cargadas de agua avanzan con rapidez desde el fondo del mar. Por un momento quedan atrapadas en un fogonazo de silencio.
Sophie piensa que las dos los hicieron desaparecer. A ambos. Antonia, con la ignorancia que le impusieron sus abuelos, y ella, con su prolijo trabajo de desmemoria.