Al paredón

Al salir a la calle, Morgana, con el pelo húmedo cogido en una trenza, se echa el bolso al hombro y Sophie la toma del brazo.

—Lo hiciste muy bien —le dice Diego, y le da un beso en la mejilla, templado como un murmullo.

—Ya sé, ya sé, lo importante es competir, ¡pero yo quería ganar! —exclama ella riendo. De sus bocas brota el aliento que se une al aire frío de la tarde.

Hace seis meses que Diego sube a su departamento todas las madrugadas y se desliza entre sus sábanas. Hacen el amor y toman desayuno en la cama, mientras Sophie, sin enterarse de nada, duerme dos pisos más abajo.

A pesar de que ahora Sophie los lleva a ambos tomados del brazo y su andar es despreocupado, Morgana advierte en el rostro de Diego una expresión apenada. Ella también siente tristeza ante el entusiasmo de Sophie, sabiéndola ignorante de la verdadera naturaleza de esa unión que la hace tan feliz y de la cual se cree ingeniera.

A lo lejos se escucha un ruido continuo y amorfo que de tanto en tanto se vuelve más intenso.

—Es la marcha de las cacerolas —declara Diego—. Creo que lo mejor es que nos volvamos por calles aledañas para no toparnos con ellos.

Los esfuerzos de Diego son infructuosos. Al cabo de unos minutos se dan de bruces con los cordones policiales. Sus escudos les imposibilitan la pasada. Deben continuar por calles principales, donde se encuentran con un desfile de mujeres vociferantes. Diego las toma a ambas con firmeza. Morgana siente su mano grande y tibia en la suya. Entre los tres crean un bloque que avanza en dirección contraria a la masa de mujeres. Morgana distingue un halo de ferocidad en sus rostros. Sus ojos están inyectados, abren la boca y vocean, y sus gargantas tirantes vibran con sus consignas. Llevan cacerolas, sartenes, usleros colgados del cuello, ollas en la cabeza a modo de cascos, bolsas de malla y canastos vacíos. Las consignas, cada vez más ásperas y estridentes, los cercan. «¡No hay carne, huevón; no hay leche, huevón; qué chucha es lo que pasa, huevón!». Sophie camina con la vista puesta en el pavimento, con la expresión de quien se adentra en una tormenta de lluvia.

—Quiero salir de aquí —musita con la voz estremecida. Su rostro ha adquirido una súbita palidez.

—Lo haremos —señala Diego.

Caminar zigzagueando resulta más fácil que en línea recta. Algunas mujeres se abrazan y levantan sus pancartas. Las más jóvenes se toman de las manos. Banderas chilenas, banderas blancas con una araña negra en su centro, banderas multicolores en las manos de los niños, banderas de largos mástiles que lideran un conjunto de hombres y mujeres vestidos de blanco, banderas de Estados Unidos, todas flameando acompasadas, como si respondieran a un sistema nervioso central.

En un momento deben detenerse. La masa es compacta. Sophie se sube a una banqueta de la calle para respirar. Morgana y Diego se miran, sonríen, ella entrecierra los ojos, los abre, y vuelve a sonreír. Un entramado de señales que han tejido a lo largo de estos meses juntos, a través del cual se comunican en presencia de Sophie. Expuesto al mundo, Diego le parece sólido; en la intimidad de su alcoba, en cambio, percibe su aire frágil y vulnerable.

Una tropa de mujeres entradas en años canta el himno nacional en laborioso avance; sus semblantes son graves y a la vez iluminados. Si no hubiera escuchado sus violentos gritos de guerra, pensaría que sus almas están cargadas de intenciones de bondad y beatitud. Diego, Sophie y Morgana reanudan la marcha, circulan sin cejar contra la corriente de la muchedumbre. Algunos reaccionan con hostilidad y los insultan. Los cruza una comparsa de jóvenes provistos de camisas azules, cascos y cadenas. Se abren paso con decisión y sin muchos miramientos. Algunas mujeres los vitorean y aplauden, pero ellos siguen su camino sin alzar la vista.

De tanto en tanto, Morgana percibe la mano de Diego en su cintura. Siente sus dedos que hurgan por una décima de segundo bajo su blusa y luego se retractan. Su cuerpo se crispa ante el recuerdo de la noche anterior. Hacían el amor cuando él de pronto se quedó quieto, y con la mirada ambarina clavada en ella le preguntó por su primera vez. Quiso también saber su nombre. Cuando ella se lo dijo, él puso su mano abierta en su boca y sosteniéndola así, suave pero firmemente, volvió a hacerle el amor con más brío. Tuvo la impresión de que el nombre del chico había entrado en el cuarto como una fusta y había azuzado su deseo. Al acabar, él recorrió con las yemas de los dedos sus rasgos por largo rato y la envolvió en un abrazo. Se quedó dormida antes de que saliera el sol, y al despertar, Diego estaba sentado en la cama, con un tazón de café entre sus manos, mirándola con fijeza. Sintió que mientras ella dormía, él había entrado en su conciencia a desvalijar sus secretos.

La columna humana avanza con lentitud. Diego vuelve a tocarla, en un contacto que va haciéndose a cada instante más intenso. Entre un conjunto de mujeres acicaladas —como si en lugar de una manifestación se hubieran dado cita en un café de moda—, Morgana reconoce a una de las amigas chilenas de su madre. Es una mujer vistosa, de labios carnosos y rojos. Lleva una chaqueta entallada color crema y una falda a juego hasta muy por encima de sus rodillas. «Allende, escucha, las mujeres somos muchas», corean ahora a sus espaldas, una consigna que resuena hasta llegar a ellos. Las voces a su alrededor se unen en un enorme «somos muchas», que se levanta como una ola, sin desplomarse, suspendida en sus oídos con estridencia, hasta ocuparlo todo.

—No puedo —dice Sophie. Su palidez ha aumentado y se encorva. Pareciera que fuera a vomitar. Sus ojos suplicantes relumbran de lágrimas.

—No pasa nada —Diego la toma por los hombros y la sacude con suavidad, como si la despercudiera de los tejidos de un hechizo en los cuales está atrapada—. Esto lo hemos hecho tú y yo otras veces. ¿Acaso no te acuerdas? Eran miles de personas y todos gritaban. ¿Recuerdas a ese vagabundo que insistió en ofrecernos su petaca y que al final resultó ser un profesor jubilado de La Sorbonne? Tú sentiste este mismo mareo, pero ya sabemos que no pasa nada —su voz es briosa pero plácida. Morgana piensa que por su tono jovial tiene la virtud de iluminar la realidad.

Desde un edificio alguien arroja papel picado. Desciende lentamente, posándose en las cabezas, en las pancartas, y se dispersa con la tenue brisa de la tarde que aún no ha vencido al calor de diciembre. Vuelven a hendir la riada humana. Diego apura el paso y las arrastra con él. Frente a la sede de una universidad, jóvenes atrincherados en las ventanas gritan consignas: «Las momias al colchón, los momios al paredón». Otras voces se unen a las suyas. Sophie murmura para sí la palabra «paredón». Se desprende de Diego y se tapa los oídos con ambas manos. Él la abraza. Los gritos continúan.

—Tranquila —vuelve a decirle. Solo su voz parece devolverles la luz a unos ojos cada vez más cubiertos de tinieblas.

Los hombres de camisas azules irrumpen de pronto, como si hubieran estado agazapados tras los árboles de la acera. Son muchos más que hace un rato, avanzan con decisión perruna y comienzan a arrojar piedras hacia donde se encuentran los estudiantes. Pronto, las piedras van y vienen.

—Tenemos que salir de aquí —señala Diego—. Podrás hacerlo, ¿verdad? —le pregunta a Sophie. Morgana percibe en su semblante un estado de alarma que nunca antes había visto en él.

El cuerpo de Sophie se estremece con tal intensidad, que pareciera estar convulsionando. Diego la estrecha y le susurra palabras. Ella no deja de temblar y de sus ojos se deslizan lágrimas silenciosas. Padre e hija están unidos en un abrazo, como en una isla, ausentes, mientras la gente a su alrededor corre, recoge piedras caídas y las vuelve a lanzar hacia cualquier lado. Morgana recuerda una mañana de hace un par de meses, cuando, armada de valor, le preguntó a Diego si algún día podrían hacerle saber a Sophie lo que ocurría entre ellos. Él le respondió que eso era imposible, y que no podía explicarle las razones en toda su cabalidad sin traicionar a su hija. ¿Le contará alguna vez Diego la verdad sobre Sophie?

Las pancartas y banderas quedan abandonadas sobre las aceras. De la frente de un chico de no más de doce años brota sangre profusamente. Un fuerte escozor embiste sus gargantas y ojos. Morgana siente que se ahoga.

—Son las bombas lacrimógenas —señala Diego.

Se escuchan gritos, insultos, advertencias, pitos y silbatos. Ahora todos corren. A los «camisas azules» se han sumado hombres que llevan la cara cubierta con pañuelos y pasamontañas, algunos huyen a gran velocidad sin dejar de arrojar sus proyectiles. Diego, Sophie y Morgana corren, corren y siguen corriendo, hasta que sin resuello se detienen unas cuadras más adelante, donde de pronto, se dan cuenta, reina la calma. Han logrado salir de la reyerta. A lo lejos se escucha el aullido de las sirenas. Es un barrio de casas de un piso de fachada continua. En las aceras crecen árboles veteranos y frondosos cuyas masas verdes descienden sobre las moradas. Un niño pasa silbando en bicicleta. Su andar es inseguro y serpentea en medio de la calle.

—¿Están bien? —pregunta Diego.

Se ven extenuados y sudorosos. Tienen los ojos escocidos y llenos de lágrimas. Una mujer, con un delantal en el que se refriega las manos, se asoma a través de una puerta entreabierta. Su pelo cano brilla con la luz.

—Necesitan sal —afirma con una voz que después de los estruendos tiene una sonoridad dulce, y luego desaparece tras la puerta para retornar al cabo de unos minutos con una bolsa con sal para contrarrestar el efecto de las bombas lacrimógenas.