Tú, al esternón
Mientras la ayuda a sostenerse frente al escusado y un líquido amarillento emerge con brutalidad de su garganta, mientras Morgana se comprime y cierra los ojos en una mueca de dolor, Sophie le pregunta si está embarazada. Han debido correr al fondo de la sala de exposiciones, entre las jaulas y las cintas de poemas colgantes, para llegar hasta el baño.
Las piernas de Morgana ceden y Sophie la ayuda a ponerse de rodillas en el suelo frío de baldosas, frente al escusado. Una apertura en el techo forma un pequeño rectángulo de luz. Con un nuevo espasmo, un hilo ocre escurre de su boca hasta su cuello, despidiendo un olor ácido. El dibujo de un rostro alongado y febril las mira desde su marco.
—No. No estoy embarazada —se apresura a negar Morgana y se pasa el dorso de la mano por la boca.
Las lágrimas caen por sus mejillas, alcanzan las comisuras de sus labios y se mezclan con la materia que su gesto no ha logrado apartar.
—¿Quieres que vayamos a casa, mignonne? La inauguración me importa un bledo, en serio, le decimos a Carmen que no podemos quedarnos y punto.
—Estás loca. Déjame un momento, seguro que me pongo bien —Morgana se reincorpora, cierra la tapa del escusado y se sienta sobre ella—. ¿Ves? Ya estoy mejor.
—Tienes una cara que te cagas. Pareces un espectro. Un fantasma.
—Le fantasme de la liberté —intenta reír Morgana.
Sophie está convencida de que Morgana miente. La última vez que durmieron juntas notó sus pechos hinchados y sus pezones oscurecidos. Además, tiene la experiencia de su madre. Ese embarazo que ella nunca quiso confesarle, pero que Sophie, a sus trece años, reconoció de inmediato. Los mareos y los vómitos, los ojos empeñados en ocultar las lágrimas. Una mañana, su madre la dejó en el departamento de una amiga y volvió dos días después, más demacrada aún, a recogerla. Los vómitos y los vahídos desaparecieron. También algo se esfumó en su madre, quizás las últimas expectativas de un amor a ultranza. Ahora vive junto al padre de ese niño que no nació, en una relación que Sophie no entiende, llena de ritos inútiles a los cuales su madre se aferra como si se le fuera la vida en ello.
Un nuevo espasmo sacude a Morgana. Sentada sobre la tapa del escusado se comprime, pero ya nada emerge de su boca.
—Estoy vacía —dice.
—No lo estás —afirma Sophie, y tomando su barbilla la obliga a mirarla de frente—. No lo estás, mignonne.
—¿Y qué sabes tú? —El gesto de Sophie de cogerla por el mentón y mirarla dentro de sus ojos la ha tomado por sorpresa.
—Dime la verdad, Morgana, por favor. Quiero saber. Si me equivoco, mejor. Pero me tienes que decir, ¿somos amigas o no? —insiste Sophie con determinación.
—Sí. Es verdad.
—¿Cuántos meses?
—Tres —permanece sentada, con la cabeza gacha, los ojos fijos en el cuadriculado del piso y los residuos de alimentos despedazados que no alcanzaron a llegar a su destino.
—¿Quieres que te haga las preguntas de rigor?
—Quién es el padre y qué voy a hacer. Pues no sé y no sé —se frota los ojos vigorosamente.
—Diego nos puede ayudar, ma petite mignonne —balbucea Sophie.
Morgana se reincorpora con violencia. Fuera del cono de luz se lava las manos y la cara.
—Te prohíbo que le digas a Diego. A él esto no le incumbe. ¿Oíste? —le clava una mirada severa a través del espejo—. Ahora anda, yo te alcanzo —respira con fuerza y trata de sonreír; aun así, su expresión es implacable—. Prométeme que no le dirás nada —Sophie hace un gesto de asentimiento—. Estás muy linda. Anda, que ya deben haber llegado los primeros invitados.
El torso siempre erguido de Morgana parece doblegado. Sophie no quiere dejarla, pero sabe que no es capaz de contradecir la voluntad férrea de su amiga.
Al entrar en la sala se encuentra con decenas de rostros que no conoce. Debió permanecer más tiempo de lo que creía dentro del baño. Pero también siente alivio. Carmen Waugh temía que la asistencia a la inauguración fuera exigua. Esa misma tarde, en el centro de la ciudad, una marcha de trabajadores cercó las vías principales de acceso. Diego charla con una pareja de jóvenes, Paula está con él. Aún lleva muletas y en su rostro no han desaparecido los hematomas ni la cicatriz del corte en su mejilla. Intenta acercárseles, pero en el camino Carmen Waugh la detiene. La insta a saludar a mengano y luego a zutano, a los críticos, a la señora A y a la señora B, al mecenas que vive recluido en un cerro y que ha abandonado su aislamiento tan solo para conocerla, al fotógrafo de las barriadas con una barba de tres días que la mira con expresión insinuante; también conoce a R, una artista entrada en años que dice haber comenzado recogiendo materiales de desecho, como ella. Al ver su semblante mustio, por donde se asoma la envidia, Sophie piensa que mejor hubiera empezado por otra parte, porque como R no quiere terminar. Entonces la arremete otra vez el miedo. Las voces se imponen sobre las voces, y dentro de su cuerpo el silencio sobre el silencio. Observa la jaula de Altazor y lee su larga banderola de seda que se agita con la corriente humana. Para sus adentros dice: «¿Qué son tus náuseas de infinito y tu ambición de eternidad?». Su mirada se detiene en una ventana por donde entran las luces de la calle, un orificio por el cual ansía alejarse volando. «Cae en infancia, cae en vejez, cae en lágrimas, cae en risas». Las palabras que le ha regalado Morgana se entremezclan con las que escucha en la sala, se asoman a su silencio, bocas variopintas que intentan engullirla. Quiere volver al baño junto a su amiga. Imagina el grupo de células que se ponen de acuerdo dentro de Morgana para volverse humanas, las mitosis, las meiosis; tú te vas al hígado; tú, al esternón; tú, al iris; tú, a la espina dorsal. Nunca debió dejar que sus jaulas colgaran entre bandejas de canapés. Nunca debió exponerlas a esos ojos que pasan rasantes por los mil detalles de los mundos que encierran, esos ojos que miran sin mirar los entramados y los materiales que buscó con ahínco, hasta encontrar un sitio único e irreemplazable para ellos en las estructuras de las jaulas y en su corazón.
Diego se aproxima a ella y al grupo que la circunda. Sophie piensa que tal vez sin darse cuenta ha hablado todo este tiempo, porque las lenguas, las orejas y los ojos siguen a su lado, observándola, conversándole, preguntándose acaso de dónde apareció esta artista tan joven de quien nadie había oído antes, y que de un brinco ha llegado a exponer en la galería más prestigiosa de Santiago.
—Y Morgana, ¿dónde se ha metido? —pregunta Diego.
—Está en el baño. Le dolía un poco el estómago, parece que comió algo que le cayó mal. Pero seguro aparece en cualquier momento, ya está mucho mejor.
Le da lástima tener que mentirle a su padre y que Morgana no confíe en él. Últimamente ha notado distancia entre ellos dos; una distancia que está segura es pasajera y circunstancial. De pronto divisa a Camilo, quien, ajeno a la concurrencia y con un morral al hombro, observa absorto una de sus jaulas. Se aleja unos tres o cuatro pasos y luego se detiene para volver a contemplar la obra. Se diría que intenta desentrañar el misterio de un acertijo. Sophie piensa que Camilo es el único que mira sus jaulas.
—Permiso —se disculpa y se abre paso hasta a él. Lo sorprende por la espalda y Camilo da un brinco.
—Qué bueno que viniste.
—No me iba a perder un evento tan importante —replica él con su acostumbrada tartamudez. La besa en la mejilla y con un gesto nervioso se acomoda el morral.
—¿Te gustan? —le pregunta Sophie.
—Son muy buenas, Sophie. ¿Conoces a Caldas? —y sin esperar a que ella le responda continúa con un aire doctoral—: Él dice que aspira a producir un arte con máxima presencia y a la vez máxima ausencia. Eso es lo que me producen tus jaulas. Es extraño, están llenas de materiales y texturas, pero a la vez destilan soledad —concluye sin tartamudear ni una sola vez.
—¿Y de dónde sacaste todo eso?
Camilo lanza una risita enigmática y luego, con expresión satisfecha, replica:
—Ah, ¿y tú crees que eres la única que sabe?
—¡Sophie! —la llama Carmen Waugh. Está junto a un hombre cuyos ojos la miran a través de una selva de cabellera y barba.
—Nos vemos pronto, ¿ya? —dice Sophie.
—Definitivamente —replica Camilo con su convicción recién adquirida. Cuando Sophie vuelve la vista atrás, lo ve de pie, mirándola, y reconoce en él su misma naturaleza.