Un viento negro y duro
Se ha levantado el viento. Mientras conduce de vuelta a Santiago, Diego mira de tanto en tanto el espejo retrovisor. Sobre los montes redondeados, las nubes se expanden y sus contornos desaparecen con rapidez. De pronto, en una explanada recta, oprime el acelerador hasta el fondo y sobrepasa a un par de automóviles. Los cilindros de su Fiat 600 rugen, desacostumbrados a la velocidad.
—Nos siguen, ¿verdad? —pregunta Sophie con una voz que sale tímida de su garganta, al tiempo que mira hacia atrás a un Peugeot celeste que no se ha despegado de ellos. Hay más de un pasajero en su interior.
—Sí —replica Diego, escueto.
Unos kilómetros más adelante disminuye la velocidad. El Peugeot aún los sigue a corta distancia. Diego no ha logrado desembarazarse de él. Al llegar a una zona de curvas vuelve a apretar el acelerador, esta vez sin cejar. Afuera, el viento parece echar su peso contra ellos. Al cabo de unos minutos los han perdido de vista. Las nubes oscuras y alertas se han reunido en el centro del cielo. Diego respira hondo.
—¿Eran los de las llamadas por teléfono? —pregunta Sophie.
—No lo sé, amor. Pero ya están atrás. Quédate tranquila —dice, mientras busca una sintonía en la radio. Se detiene en un fox-trot cuyos sones vetustos inundan el reducido espacio.
Sophie sigue el ritmo en su rodilla con gestos nerviosos. Diego enciende un cigarrillo.
Entran a la ciudad al atardecer. Es una tarde ventosa de domingo y las calles están desiertas. Las ramas de los árboles chocan unas contra otras. Un remolino de hojas y desperdicios atraviesa la calle en una danza salvaje. En un semáforo, Diego vuelve a mirar por el espejo retrovisor. El Peugeot celeste está otra vez a sus espaldas. Apenas dan la luz verde acelera con fuerza. Producto del impulso repentino, sus cuerpos se van hacia atrás. Sophie estira los brazos y se afirma en la guantera.
—Esto no me gusta —musita.
Morgana, desde el asiento trasero, aprieta su hombro. A la siguiente cuadra, Diego dobla precipitadamente y el Peugeot hace lo mismo. El programa de fox-trot continúa su ritmo festivo, pero ya nadie lo escucha. Un pájaro se golpea contra el parabrisas y luego desaparece. Una pequeña mancha parduzca queda estampada en el vidrio. La distancia entre los dos automóviles se acrecienta y luego disminuye. De pronto, Diego tuerce la dirección del manubrio con brusquedad y se detiene a un costado de la calle. El Peugeot, a unos veinte metros, hace lo mismo. Un hedor a goma quemada penetra por la ventanilla. Diego abre la puerta y echa a andar hacia el automóvil que los ha seguido.
—¡No, no puedes hacer eso, papá! —grita Sophie. Es la primera vez que Morgana la escucha llamarlo así—. Te van a matar.
Sus palabras permanecen resonando en el súbito silencio. La puerta ha quedado abierta y el viento entra con sus curvas en la cabina. Un viento negro y duro. Ambas miran hacia atrás la figura alargada de Diego que se desliza en la oscuridad incipiente de la calle. Sophie llora. Aprieta la mano de Morgana hasta hacerla doler. Un perro ladra a pocos metros. También escuchan una sierra a lo lejos. El Peugeot permanece quieto. Parece deshabitado. Cuando Diego está a punto de alcanzarlo, este arranca a toda velocidad. A través de la ventanilla, Morgana y Sophie ven cuatro cabezas oscuras, que al pasar hunden sus ojos fríos e irascibles sobre ellas.
—Solo quieren amedrentarnos —susurra Morgana.
—¿Pero por qué, qué hemos hecho?
—Eso no lo sé, Sophie.
Una avioneta —apremiada por llegar antes del ocaso a su destino— resuena a lo lejos.