El invierno llega siempre desde el mar

Al momento de subirse al automóvil de Antonia, Sophie, avergonzada, le confiesa que no quiere registrarse en su hotel. Antonia ríe, está encantada de que se quede el resto de los días en su casa, le dice, y luego le cuenta que a ella tampoco le gusta la soledad de los cuartos anónimos. La única vez que estuvo sola en un hotel fue tal su angustia, que se vistió en mitad de la noche, salió a la calle y no volvió hasta la madrugada.

Tras la aparente solidez de Antonia, Sophie percibe su misma fragilidad, una cierta ineptitud para la vida, una incompetencia que las hermana. Entiende que no puede presentarse de pronto en su vida y destruir sus cimientos. Hablarle con la verdad sería eso precisamente.

Antonia detiene el automóvil frente a la biblioteca, el inmueble más grande de la isla.

—Dicen que tiene un millón de libros y la llamamos Babel —señala.

Mientras Antonia devuelve un par de libros a la bibliotecaria, Sophie mira a su alrededor. Imagina a Morgana sentada frente a una de las mesas, leyendo acaso a Lorca, el libro que ella debería haberle traído a Antonia, pero que en el último instante dejó sobre el velador, por miedo a tener que explicarle la forma en que este había llegado a sus manos.

Ahora transitan por calles bañadas de luz, circundadas por palmeras y casas blancas que brillan como láminas de latón. Y en el fondo, siempre el mar que parece sorber todo el azul del cielo.

—No he visto fotografías de tu padre en tu casa —se aventura a decir con sigilo.

—Es que no tengo.

—¿Nunca le has visto?

Antonia hace un gesto negativo con la cabeza.

—¿Qué sabes de él? —le pregunta.

—Lo que tú vayas a decirme —replica Antonia, encogiéndose de hombros.

Mientras conduce, Antonia le muestra la plaza y sus gigantescos baobabs, la fachada colorida y tropical del correo, los edificios con reminiscencias orientales.

—Pero vamos, tienes que saber algo más.

—Claro, sé que se llamaba Diego, Diego Menéndez, que era mayor que mi madre y que nunca se casó con ella.

—¿Nada más? —pregunta Sophie.

—Mis abuelos nunca me lo dijeron con todas sus palabras, pero sí me dieron a entender que de averiguar más me encontraría con un hombre del cual me avergonzaría. Que era mejor no saber —sonríe valerosamente.

Antonia ha nombrado a Diego. «Diego», la forma en que ella se refería a su padre desde niña, y que a Morgana siempre le llamó la atención. También le ocultaron su verdadero apellido, para que nunca lo pudiera encontrar. Sophie siente un acceso de rabia y de tristeza. Quisiera decirle que sus abuelos cometieron una injusticia, que Diego fue noble e íntegro, un hombre que quiso cambiar el mundo. Sin embargo, tendría que decirle también que si hubiera vivido, hace tiempo habría renunciado a sus ideales —como lo hicieron tantos otros de su generación— y que tal vez incluso las hubiese abandonado a ella y a su madre. Tendría que decirle que cada una de esas deserciones habría dejado sus marcas, el ceño más profundo, las hendiduras en su frente más marcadas, el rictus de su boca más severo, y que en lugar del brillo dorado, en sus ojos estarían instalados el cinismo, la decepción o la complacencia.

—Nunca te habrías avergonzado de él, Antonia —afirma Sophie con la voz alterada, sin poder ocultar la emoción que le provoca decirle estas palabras a la mujer que tiene a su lado y cuyo lazo aún no logra hacer real en su conciencia.

Hasta este instante ha experimentado por Antonia una curiosidad casi fría. Pero de pronto siente por ella una inmensa ternura. Vuelve a sentir la contradicción —recurrente desde su llegada— entre el deseo de escapar y la imperiosa necesidad de seguir hasta el final; aun cuando ese final sea difuso, y quizás resulte ser apenas el intercambio de unas cuantas vivencias, para después cada una retomar su camino.

—¿Por qué estás tan segura de eso? —pregunta Antonia, y se queda mirándola con una expresión llena de viveza.

—Porque lo conocí lo suficiente —responde Sophie, y luego se detiene en seco bajo la presión de la mirada atenta de Antonia.

Sabe que camina por la delgada línea que divide lo verdadero de lo falso, y que ambas instancias son pantanos de los cuales no saldrá indemne. Pasan frente al municipio, un rectángulo de vidrio en cuyos espejos se reflejan las siluetas coloridas de los transeúntes. Lo que necesita es tiempo. Tiempo para conocer y sopesar los sentimientos de Antonia, su fortaleza, su deseo real de saber, tiempo para cristalizar sus propias emociones. Descubre que una forma de avanzar —hacia un sitio que aún no conoce— es contándole, sin sentimentalismos, hechos concretos que hablen de él. Le cuenta entonces de la estrecha relación que su padre tenía con el presidente Allende, de sus convicciones y la forma siempre fresca de defenderlas y plantearlas, de sus conocimientos sobre los temas más versados, le habla de su amor por Brassens y de la atracción instantánea que ejercía sobre las mujeres, expresando todo esto con una soltura que, encerrada en años de silencio, había casi olvidado. Teme, sin embargo, que su espontaneidad genere en Antonia un brote de afecto, una situación que ella no sabría cómo manejar.

A medida que se acercan a la costa, la isla va haciéndose más solitaria. Al mirar el mar, Sophie advierte que la nervadura del horizonte es particularmente oscura.

—En el verano esto es un hervidero de gente —señala Antonia—. Estos quioscos que ahora ves abandonados, no cierran ni por la noche. Pero los isleños no venimos a esta playa. Las nuestras están al otro lado de la isla. Mañana te llevaré. Allí el mar no tiene misericordia con las almas débiles —dice riendo.

Estaciona el automóvil en un aparcamiento solitario y se largan a caminar. La playa es tan extensa, blanca y desierta, que produce la impresión de ser un lugar sin límites. Caminan una junto a la otra por la orilla del mar. Unos pocos metros hacia dentro, el agua es serena, como la de un lago.

—¿Y cómo se conocieron? —pregunta de pronto Antonia en un susurro apenas audible.

—¿Cómo dices?

Antonia repite la pregunta en un tono más alto.

—¿Ellos? —inquiere Sophie.

—Todos, tú, mis padres —la observa atenta con sus ojos de pestañas largas que le dan un aire nostálgico.

Un esquiador acuático remolcado por una lancha cruza su campo visual y deja una estela blanca tras de sí. Resulta tan inesperado en esa soledad, que ambas lo miran hasta que desaparece.

—Nos conocimos en Chile. Vivíamos en el mismo edificio. Eran unas torres muy modernas para ese entonces en Santiago. Primero nos conocimos Morgana y yo, luego ella conoció a Diego.

Le impresiona cómo, sin mentir, puede continuar sorteando la esencia de la historia. Le cuenta que inventaban palabras y que con ellas creaban un mundo que les pertenecía. Antonia responde tomándose de su brazo, como suelen hacerlo las antiguas amigas. Es un gesto que la perturba. Apura un poco el paso, hasta lograr desembarazarse de su contacto y luego continúa hablando. Le cuenta del desconcierto de Diego, cuando en ocasiones ellas unían frases de diversos poemas que en su conjunto solo hacían sentido para ambas; le menciona la eterna inquietud de Diego, su curiosidad por todo aquello que no conocía; le describe sus ojos ambarinos que miraban con fijeza, alertas a los más sutiles vaivenes de su interlocutor. Antonia la sigue con atención y sus cejas espesas adoptan expresiones emocionadas y reflexivas.

—Sebastián sacó sus ojos —dice Sophie, y al pronunciar estas palabras es incapaz de seguir. Se muerde los labios y vuelve la vista hacia el mar.

En el fondo, los reflejos plateados empiezan a desvanecerse. Afloja la marcha y busca con nerviosismo en su morral un cigarrillo. Deben detenerse para encenderlo. Con ambas manos, Antonia la ayuda a proteger su labor del viento. Después de encenderlo sigue caminando con la vista clavada en la arena.

—¿Ves esa raya oscura en el horizonte? —pregunta Antonia después de un rato—. Es la primera señal del invierno. Aquí el invierno llega siempre desde el mar.

El esquiador vuelve a cruzar su campo de visión, esta vez hacia el lado opuesto y más cerca. Alcanzan a ver que lleva un traje de goma.

—Ya es hora de recoger a los niños. Tenemos que regresar —señala Antonia.

Cuando entran al auto, un viento tibio, de esos que preceden a las lluvias, levanta con fuerza la arena de la playa. El cielo cambia de color, la orilla de textura y el mar de resonancia.

—Llegó el invierno —murmura Antonia.