«La santísima trinidad»
Diego dormía con la puerta abierta de su cuarto, vestido sobre la cama, cuando ella salió del departamento. La luz apenas empezaba a despuntar en el cielo y la ciudad seguía sumida en sueños. Desde esa hora, Sophie vaga por un Santiago desierto. Ahora espera a Camilo en las puertas aún cerradas de la papelería, y mientras aguarda mira la calle para no pensar. La basura rezagada en el borde de la cuneta despide un olor nauseabundo. Huele también a orines y tabaco. Piensa que la soledad es un refugio, pero que tampoco allí se está a salvo. En la terraza del segundo piso, una mujer riega unas macetas de geranios rojos. Las gotas caen sobre el pavimento como lágrimas. Ella no ha derramado ninguna.
Cuando ayer por la tarde Diego le habló del hijo de Morgana, sus palabras llegaron lentamente a su conciencia, y cuando la alcanzaron tardó en entenderlas. Buscó una superficie brillante y la encontró en un dibujo suyo que Diego había enmarcado. Por eso se le ocurrió la idea de arrancarlo del muro, golpearlo contra el canto de la mesa hasta quebrar el marco, rasgar el papel en decenas de pedazos y arrojarlos por la ventana. Los trozos volaron desiguales, algunos se alejaron en el aire y cayeron, en cambio otros se quedaron suspendidos, como si no quisieran dejarla, y terminaron aterrizando a sus pies. En tanto, escuchaba a Diego que intentaba apaciguarla. Lo que ocurrió después no lo recuerda bien. Sabe que en algún momento apareció Morgana. Llegó cargada de bolsas de comida. Se disponía a cocinar para los tres. Para «la santísima trinidad». El padre, la hija y el espíritu santo. Solo que el espíritu resultó estar hecho de vagina, de útero, de olores ocultos que propician la traición, y el padre, el santísimo padre, no dudó en arremeter con todo su poder contra la hija.
Se sienta en la acera y saca de su bolso un cuaderno de tapas negras y un grafito. Pero es incapaz de dibujar una línea. La realidad se ha vuelto demasiado nítida y la encandila, la enceguece. En la noche, mientras Diego y Morgana insistían en que la adoraban, que ella era el centro de todo, que sin ella estaban perdidos, que la querían, que la querían, que la querían; mientras ellos le suplicaban que los escuchara, ella contaba sus inhalaciones y hacía listas mentales de latidos, de crujidos, de segundos. Cuando Morgana y Diego la dejaron por fin llegar hasta su cuarto, cerró la puerta con llave y pasó la noche en vela, sentada en el borde de la cama, sabiendo que Diego, al otro lado del muro, hacía lo mismo. Durante la noche, de tanto en tanto él le hablaba, pero sus palabras se hicieron más y más escasas, hasta desaparecer. Sophie esperó tramo a tramo la llegada del primer rayo de luz. Añoró el abrazo protector de Morgana, añoró todo lo que supo perdido para siempre.
No sabe cuánto rato lleva frente a la papelería. La sombra de un árbol duerme junto a ella sobre la acera. De pronto, una mujer abre el candado y empuja la cortina de metal hacia arriba.
—Camilo ya no trabaja aquí —responde la mujer cuando Sophie le pregunta por él—. Usted es la artista, ¿verdad? —la interroga mientras saca un pañuelo del bolsillo de su abrigo con el cual se limpia las manos.
—Supongo que sí —responde Sophie y levanta los hombros con indiferencia.
—Él nos contó de usted. Dijo que su arte era… —titubea un segundo y luego añade—: Sublime, eso dijo. Pero no tengo idea dónde trabaja ahora. Parece que encontró un trabajo donde le pagaban mejor —concluye la mujer.
De vuelta a la calle. Es una mañana desapacible. Nubes, palomas y un azul intenso caen sobre ella. Los dientes del sol la mordisquean. No quiere recordar lo ocurrido, pero su obsesión por las palabras hizo que estas quedaran incrustadas en la materia mórbida de sus sesos. Escucha a su padre. «Ese hijo es mío. Esto es verdadero. Tú la quieres. Yo la quiero. Nada tiene por qué cambiar. Todo seguirá igual. Somos una familia. Tú eres mi familia. Eres mi niña. Lo serás siempre». Se pregunta cómo un hombre tan brillante pudo decir tantas necedades y lugares comunes en tan poco tiempo. Toma aire y sigue caminando.
Al llegar a Plaza Italia se encuentra con un grupo de manifestantes que llevan los rostros cubiertos, cascos y banderas rojas. «Pueblo, conciencia, fusil, MIR, MIR, MIR», gritan con sílabas golpeadas, mientras avanzan al ritmo seco de su consigna. Sophie se aleja de ellos a paso rápido. Las calles por donde transita todos los días le parecen desconocidas. La extrañeza está por todas partes cuando se camina sin rumbo.
En un quiosco pide cigarrillos. Los sones de una ranchera la alcanzan desde su interior. El hombre, asomado en la minúscula ventanilla, le dice que no hay.
—¿Está seguro? —le pregunta Sophie en un tono implorante.
—Oiga, ¿usted en qué mundo vive? —le pregunta el hombre—. ¿No sabe acaso que en este país no hay nada de nada?
Sophie permanece de pie frente al quiosco. No entiende muy bien por qué. Solo sabe que necesita sentir el humo raspando su garganta. El hombre abre una revista y comienza a leerla, pero ante la presencia terca de Sophie, después de unos minutos la deja a un lado y la mira impaciente.
—Ya, chiquilla, aquí tenís —dice, sacando de algún sitio debajo de su asiento una cajetilla a medio abrir—. Anda, llévatela rápido antes de que me arrepienta.
Sophie enciende un cigarrillo con ademanes nerviosos y lo aspira con fuerza. Hacia las doce del día ha fumado más de la mitad de la cajetilla. Odia el ruido de la ciudad y el calor la debilita. El polvo se levanta de un montículo de tierra —rezagos de la construcción del metro— y hiere sus ojos. Entra en una fuente de soda y pide un café. En el baño se lava la cara y también las manos, dedo por dedo, y luego las palmas. Deja correr el agua sobre ellas. Su contacto frío y ligero la apacigua. Al cabo de un rato vuelve a la calle. En la fachada de la Universidad Católica un largo lienzo reza: CHILE ES Y SERÁ UN PAÍS EN LIBERTAD. A sus espaldas escucha la voz de un joven:
—Momios conchas de su madre —dice, arrojando sus palabras al suelo como escupitajos.
A las tres de la tarde está sentada en el borde de la cuneta frente a la casa de Camilo. Tocó su timbre varias veces sin respuesta. Sintió que llamaba a las puertas de otra ciudad, vedada para ella. Mientras lo espera dibuja árboles, hojas, que pronto borra y deshace con violencia. Enciende otro cigarrillo. El humo le devuelve el sentido del espacio, del lugar y de sí misma. Su boca sabe a cenicero.
A las nueve de la noche ve aparecer a Camilo. Bajo la luz de un farol, una pareja se ha besado durante la última hora. Sus cuerpos se ligan de las formas más particulares, sin nunca abandonar sus posiciones erguidas. Camilo se muestra encantado y sorprendido de verla. Lleva un traje negro, de corte incierto y demasiado grande, bajo el cual sus miembros parecen moverse como los de una marioneta. No hace preguntas. Sophie lo sigue escaleras arriba. Vuelven a encontrarse con la chica abundante en brazos, piernas y todo lo demás. Él no la saluda ni Sophie tampoco. Sophie ha estado allí tan solo dos veces, cuando durmió con él y luego una tarde, en que no se tocaron. Mientras Camilo sacaba acordes de su guitarra, ella, apoyados los brazos en el alféizar de la única ventana, miraba los pájaros carroñeros. Aquel segundo encuentro podría haber sido el comienzo de una rutina, pero no lo fue.
En el cuarto de Camilo, el afiche de Yellow Submarine ha desaparecido. Él la besa y luego la mira desconcertado por el sabor agrio que encuentra en su boca. Intenta acariciarla, pero Sophie no quiere su ternura. Le pide que se saque los pantalones. Su voz surge con una dureza inédita para ella misma. Camilo obedece. Hacen el amor rápida y furiosamente.
Cuando él acaba, ella se levanta de la cama cubriendo su cuerpo desnudo con una frazada y enciende un cigarrillo. No quiere ver el rostro de Camilo ni la turbación que sabe encontrará en sus ojos. A través de la ventana divisa los techados de tejas y zinc, las casas iluminadas. A pesar de que ya se ha hecho de noche, una paloma solitaria da saltos pequeños sobre una cornisa y picotea la superficie con fiereza, emitiendo un gorjeo de hojalata. Nunca ha entendido por qué las palomas se convirtieron en el símbolo de la paz. Su presencia obstinada y su voracidad siempre le han producido temor. Vuelve a la cama y se ovilla en un rincón, sin moverse. Camilo, en el otro extremo, hace lo mismo. En el fondo de la casa se oyen algunas voces y risas que poco a poco van atenuándose hasta convertirse en un silencio cansado.
* * *
El sol del mediodía entra agresivo por la ventana. Camilo ha partido a la imprenta donde ahora trabaja. Cuando Sophie le preguntó si podía quedarse en su cuarto y le pidió que no hiciera preguntas, él le dio un beso y salió. Al rato regresó con una taza de café negro y un pedazo de marraqueta. Desde entonces, Sophie apenas se ha movido, el pan y el café, ya frío, quedaron sobre la mesa. Si intenta pensar, el veneno que ya conoce mordisquea sus entrañas y se agita en el fondo de su pecho.
Por la tarde escucha un alboroto en el cuarto contiguo. Alguien grita:
—¡Cállense, cállense, déjenme escuchar!
A través del delgado muro de la habitación, oye una voz metálica que proviene de una radio. Pierde algunas frases, pero alcanza a oír que dos meses después de que Estados Unidos firmara el acuerdo de paz, las últimas tropas norteamericanas se retiran de Vietnam del Sur. «El presidente Nixon ha logrado su tan deseada paz con honor», remata el locutor. Pronto se reanudan los gritos: «¡Hijo de puta, asesino, de qué honor está hablando!», mientras oye al grupo correr escaleras abajo como un enjambre de abejorros.
Un siglo atrás, antes de la traición y del derrumbe, habría estado con Diego y Morgana celebrando.
A lo lejos escucha un llanto casi imperceptible, de tono bajo y lúgubre. Tarda un momento en darse cuenta de que es ella misma quien llora. Las lágrimas afloran con la fuerza de un recluso que golpea los barrotes de su celda, los dientes apretados y la convicción férrea de que tarde o temprano los romperá todos, aunque pierda la vida en ello. Se cubre con las sábanas y cierra los ojos.