20

EL CUESTIONARIO PROUST

El viernes por la mañana, Laura acudió a la oficina con más entusiasmo aún del habitual. Debía reconocer que le había gustado recibir un correo fuera de horas de su jefe. Ángel era muy respetuoso con el tiempo libre de su equipo, así que ella había interpretado aquel mensaje como un interés que iba más allá de lo profesional.

Esta ilusión la acompañó los primeros compases de la mañana —le gustaba llegar siempre un poco antes que Ángel—, hasta que vio entrar a su jefe leyendo un folio impreso con el ceño fruncido.

Laura hizo un intento de conectar con la intimidad que transpiraba aquel correo, en el que le decía que la «echaba de menos» y esperaba obtener de ella una sonrisa. Por este motivo fue directa a aquel relato oriental tan sorprendente.

—¿Cuál es la enseñanza de Nasrudín? —le preguntó.

Ángel le dedicó una sonrisa triste —definitivamente, algo le pasaba— antes de responder:

—¿Te refieres a la sopa de pato y al hecho de que al final sirva a los gorrones un bol de agua caliente?

—Sí, supongo que la lección que les da es que la generosidad tiene un límite. Por eso no les da nada.

—En eso no estoy de acuerdo. Les regala algo más importante que una espesa sopa de pato: les hace darse cuenta de que están viviendo de la generosidad de otro, el primero que regaló el pato al sabio. Decir las cosas que cuesta decir, si son por el bien ajeno, es el regalo más grande que podemos hacer a alguien.

Dicho esto, Ángel calló y desvió la mirada hacia la ventana, como solía hacer su predecesor cuando le asaltaba la melancolía. Luego volvió los ojos al papel que llevaba en la mano y explicó a Laura:

—Tengo aquí el cuestionario. Me lo acaba de pasar el vigilante del parquin. Dice que el tal Proust no lo escribió, sino que solo fue uno de los entrevistados. ¿Quieres que hagamos la prueba? ¿Te apetece hacer de conejillo de Indias?

—Adelante, dispara —repuso ella muy alegre—. Pero te advierto que pienso decir lo primero que se me pase por la cabeza.

—De eso se trata. Vamos con la primera pregunta: ¿cuál es para ti el colmo de la desdicha?

—Envejecer sin llegar a ser amada.

—¿Y tu idea de la felicidad completa?

—Vivir cerca de mis seres queridos con la convicción de ser útil en el mundo.

—¿Cuál es tu personaje histórico favorito?

—No me gustan los personajes históricos. ¿Puede ser alguien de ahora, que esté aquí mismo?

Esa respuesta-pregunta tan directa puso nervioso a Ángel. Su secretaria se arrepintió inmediatamente de haberse tomado aquellas confianzas, aunque le resultaba difícil andarse con rodeos ante preguntas así.

—¿Qué cualidad prefieres en un hombre?

—La sensibilidad.

—¿Y en una mujer?

—La fortaleza.

Ángel la observó admirado. Se notaba que le gustaban aquellas respuestas. Luego volvió a la carga:

—¿Quién te habría gustado ser?

—No lo sé. Supongo que aquella persona que en algún momento de mi vida me prometí ser y que aún no he logrado cumplir.

—Muy bien… Ya solo faltan tres preguntas, he descartado alguna para que el cuestionario no sea tan largo. ¿Cuál es el rasgo principal de tu carácter?

—Acepto la derrota con demasiada facilidad.

—¿Y tu ocupación favorita? —añadió Ángel mirándola con preocupación.

—Cualquiera en la que se requiera la capacidad de amar.

—¿Cómo te gustaría morir?

—En medio de un ataque de risa.

Para asombro de Laura, aquella respuesta estúpida provocó en su jefe una gran carcajada. Y estaba segura de que no era por la brillantez de sus respuestas.

De repente, se sintió ridícula por haberse mostrado tan transparente con la persona con la que menos debía, así que recondujo la situación diciendo:

—Yo que tú no pasaría este cuestionario a los empleados. No tiene mucho que ver con la felicidad, o como mínimo no sirve para medirla.

—En eso te doy la razón.