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EL HOSTELERO

El ruidoso caos que reinaba en la ciudad aterrorizó a Ángel nada más bajar del tren. Mientras cruzaba la estación, se asombró de que la gente corriera en todas direcciones como si hubiera estallado la guerra. Un hombre trajeado que escribía un mensaje en su Blackberry chocó contra otro. Tras intercambiar con él un par de insultos, siguió su camino aporreando los botones.

Un vecino de la aldea le había dicho que junto al restaurante de la estación había una cartelera de anuncios. Allí podría encontrar habitaciones de alquiler e incluso tal vez un trabajo.

Esperanzado, buscó el lugar y se plantó ante aquel mosaico lleno de teléfonos e informaciones confusas. Leyó muchos avisos de personas que buscaban trabajo —algunos mensajes estaban llenos de faltas de ortografía—, pero no había ninguna oferta laboral.

Mientras se preguntaba de qué viviría cuando se le terminara el poco dinero con el que contaba, anotó el teléfono de la habitación más asequible. Luego buscó una cabina telefónica.

Tras perder dos monedas en teléfonos que estaban averiados, al tercer intento logró hablar con el casero. Era un hombre de malos modales que parecía haber sido arrancado del sueño en aquel mismo momento.

—Son ciento ochenta euros por la habitación y derecho a baño y cocina. Dos meses por adelantado más la primera mensualidad.

Ángel hizo un cálculo rápido. Si desembolsaba aquella cantidad, apenas le quedaría para comprar comida y pagar los transportes públicos cuando empezara a buscar trabajo.

—El depósito, ¿no puede ser de un mes? Tal vez me quede poco tiempo en la ciudad.

Tras unos segundos de duda, el casero rugió:

—De acuerdo, pero quiero los trescientos sesenta euros en mano en cuanto llegues. Sin demoras. Ah, y tendrás que abonar veinte euros extras como depósito por las llaves.

Dicho esto, colgó el teléfono.

El piso de aquel hombre huraño se encontraba en un barrio humilde de la ciudad. Mientras buscaba el número del portal, Ángel pasó por muchos comercios cerrados que parecían llevar mucho tiempo con el cartel de traspaso.

Su mismo casero tenía un restaurante a punto de cerrar, tal como le explicó para justificar que le exigiera el dinero antes incluso de mostrarle su habitación.

—Esto se hunde, Ángel —dijo—. La gente no tiene dinero para gastar y si a alguien le queda algo, lo esconde a la espera de tiempos mejores. El ejemplo más claro lo tienes con mi restaurante: cada mediodía hacemos uno o dos menús menos que el día anterior. Es para pegarse un tiro.

El recién llegado se preguntó si aquel hostelero se dirigiría a sus clientes con aquellas mismas deprimentes palabras. Se dijo que a él mismo, de haber tenido dinero, no le habría gustado ir a un restaurante regentado por una persona con tanta amargura.

Sin embargo, había aprendido de su abuelo a no entrometerse en la vida de los demás, a no ser que reclamaran su ayuda. Por eso mismo, tras escuchar con atención a aquel hombre, se retiró discretamente a su habitación.

Allí tomó un cuaderno sin estrenar que su abuelo había dejado para él. Antes de emprender su último viaje, había escrito en la cubierta con un grueso rotulador el título: EL TRIUNFADOR HUMILDE.

Para no olvidar lo que iba aprendiendo, Ángel decidió escribir la primera conclusión a la que había llegado nada más poner los pies en la ciudad.