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LAS TRES CANDIDATAS
Cuatro meses después de haber sido ascendido a jefe de personal, el «triunfador humilde», como se le empezaba a conocer en la empresa, recibió una noticia que hubiera inquietado a cualquier otro trabajador de veintidós años. El gerente había sido designado por los principales accionistas para dirigir la expansión de la marca en Sudamérica.
Durante el tiempo en el que su jefe estuviera fuera, recaería sobre Ángel la responsabilidad de todo lo que sucediera en aquella planta embotelladora.
Nada más empezar tendría que tomar una decisión de orden práctico. El gerente se había llevado a su secretaria para «hacer las Américas», con lo cual la plaza había quedado vacante. Pese a que Ángel había insistido en que no necesitaba a nadie, la jefa de personal —que había vuelto de su baja por maternidad— ya había seleccionado a tres candidatas para el puesto.
La primera era una muchacha de madre inglesa que hablaba fluidamente cinco idiomas y había estudiado en la mejor escuela de secretariado de Bruselas. El nuevo gerente ocasional de Aquasprit la desestimó al considerar su perfil demasiado técnico.
—Busco seres humanos, no robots programados para hacer un número determinado de funciones —informó a la jefa de recursos humanos.
La segunda candidata era una mujer de porte autoritario con experiencia en tres multinacionales de primer nivel. En la entrevista le hizo saber que estaba acostumbrada a ejecutar órdenes de su jefe, por duras que fueran, y que no había cogido jamás una baja en veintidós años de profesión.
Después de la entrevista, Ángel volvió a reunirse con la jefa de recursos humanos y le dijo que tampoco era aquel el perfil que buscaba.
—Quiero alguien que inspire confianza, no miedo.
—Pues habrá que esperar a una nueva criba —dijo la jefa de personal—, porque no creo que la tercera candidata reúna los requisitos para el puesto. ¿La mando a su casa?
—Ni hablar. Hazla pasar. Solo por el hecho de haber esperado merece ser recibida.
—Como quiera.
Un minuto después llamaron a la puerta del despacho. Tras el «adelante» de rigor, entró con pasos inseguros una joven de veintiún años con los ojos muy abiertos y una sonrisa tímida.
—Ah…, eres tú —sonrió Ángel al ver a la periodista a la que había atendido en La Forja del Gato—. Siéntate, por favor. ¿Me puedes decir cuál es tu experiencia como secretaria de dirección en una gran empresa que empieza a traspasar fronteras?
—Ninguna. Si fuera un chico, diría que estoy acojonada… Aparte de eso, soy una esponja. Vengo dispuesta a aprender rápido. Lo que haga falta y más.
Ángel estudió con simpatía a aquella joven de mirada intensa y decidida. No necesitó ni cinco segundos para responder:
—El puesto es tuyo.