11

UNA CENA DE CARIDAD

La noticia corrió por Aquasprit como la pólvora. Al escándalo de que se convocaba una cena para reconciliar a las facciones enemigas se sumaba un auténtico bombazo. Aquella iniciativa no había partido de la dirección. Ni siquiera de la jefa de recursos humanos.

La idea de bombero había sido de un chico de veintidós años que acababa de entrar a trabajar en el almacén. Que el gerente le hubiera escuchado y hubiera aceptado su propuesta era la prueba de que la empresa había perdido el rumbo definitivamente.

Para más inri, la cena tendría lugar en La Forja del Gato, un restaurante de menús donde había trabajado aquel mismo chico.

En las horas previas al evento, que era de asistencia obligatoria, nadie se acercó a Ángel. De repente, lo veían como un liante o como un espía al servicio de unos u otros, que había organizado aquel pollo con oscuras intenciones.

El chico prosiguió su jornada en el almacén sin inmutarse.

Aquella noche, La Forja del Gato presentó un llenazo como cualquier mediodía. Manuel había tenido que pedir sillas en el bar de un conocido para que pudiera sentarse toda la plantilla más tres invitadas que nadie, excepto el joven organizador, sabía qué pintaban allí.

Una era la animosa estudiante de periodismo, que, al enterarse en el restaurante de aquel evento, había acudido para documentar el reportaje que estaba preparando. Las otras eran dos mujeres mayores de una ONG que se dedicaba a llevar comida a ancianos y ancianas sin recursos.

Los empleados de arriba y abajo llegaron a la conclusión de que aquellas mujeres habían ido a la cena para llevarse las sobras, ya que aquella reunión de enemigos iba a quitar el apetito a más de uno.

En un extremo de la mesa, el gerente contemplaba preocupado aquella cena, en la que reinaba un tenso silencio pese a que Manuel había puesto una botella de buen vino para cada tres.

En el otro extremo se sentaba Ángel, que, ante la atenta mirada de Laura, se puso de pie y tomó la palabra:

—He oído por aquí y allá que todo este lío es por una subida de sueldo que solo afectó a una parte de la plantilla.

—Cincuenta y tres euros con veinte céntimos, para ser exactos —dijo el más veterano de los mozos de almacén.

—¿Y por esa cantidad andamos todos peleados? —saltó un comercial que pensaba que la distancia salarial era mayor—. No llega ni para pagar la factura de mi móvil.

—Pues coge tarifa plana —dijo una voz en tono de burla.

Unas cuantas risas dieron a la sala algo de la calidez que debería tener una cena de compañeros. Justo entonces, Ángel guiñó un ojo a una de las señoras de la ONG, que se levantó con autoridad y declaró:

—Tal vez cincuenta y pico euros no les lleguen a algunos para pagar la factura del móvil, pero en nuestras manos pueden servir para llenar la nevera durante casi dos semanas a una persona mayor sin recursos.

En la mesa se hizo un silencio sepulcral. Unos y otros se sentían incómodos, incluso avergonzados por haber alargado aquel conflicto tanto tiempo cuando otras personas carecían de lo más básico para vivir.

La segunda mujer de la ONG aprovechó el momento para levantarse y añadir:

—Puesto que el problema parece estar en esta cantidad que separa a unos y a otros, los que quieran equipararse a los de abajo pueden donar mensualmente esa cantidad a nuestra institución. Entre todos podéis sacar de la miseria a quince vecinos necesitados. ¿Qué me decís?