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LA PROMESA
Ángel contemplaba a su abuelo y trataba de ocultar la aflicción que le producía verle en ese estado. Aquella máquina de vivir parecía haberse averiado definitivamente. Y lo peor de todo era que, a juzgar por su mirada perdida, el piloto había decidido abandonar la nave.
Mientras el joven tomaba la mano del anciano sin saber qué decir, recordó que ya hacía dos años que había dejado su hogar para cuidar de él. Aquel viejo terco se había negado a pasar sus últimos días en una residencia. Como ya no se valía por sí mismo, su nieto se había trasladado a vivir con él a aquella aldea habitada por una docena de almas.
Aquel escenario que habría horrorizado a cualquier otro muchacho había sido una gran escuela para Ángel. A sus veintidós años recién cumplidos, había disfrutado con las labores de horticultura, escuchando los consejos de los veteranos del lugar para que cada fruto de la tierra diera lo mejor de sí mismo. Había aprendido a cuidar de los animales de la granja, detectando a tiempo cualquier enfermedad, antes de que fuera demasiado tarde.
Desde el primer día, se ocupó de la limpieza en casa de su abuelo, para quien había cocinado y hecho las veces de enfermero. El médico rural pasaba por la aldea solo una vez a la semana, así que el resto de los días Ángel había seguido a rajatabla sus indicaciones.
Fuera de aquellas tareas, el joven solo tenía la posibilidad de desconectar cuando, cada noche, llamaba a sus padres. Y se daba cuenta de que, pese a todos sus cuidados, no iba a poder retener a su abuelo mucho tiempo.
Le humedeció la frente con un paño tibio antes de decirle:
—El médico debe de estar al llegar, abuelo. Mientras tanto no debes preocuparte. Estoy a tu lado.
El anciano le devolvió una mirada limpia, pero cada vez más distante, como si el enfermo se estuviera alejando ya del mundo. Luego le habló con un hilo de voz:
—No llegará a tiempo, pero me trae sin cuidado. No necesito a nadie para marcharme, puesto que la fiesta ha terminado. Al menos para mí.
—Por favor, abuelo… —dijo Ángel con un nudo en la garganta.
—Déjame hablar. Necesito decirte algo antes de irme de aquí. También voy a pedirte un favor y espero que lo cumplas. Si atiendes a mi deseo, podré pasar tranquilo al otro lado. ¿Lo harás?
—Claro que sí. Haré lo que desees, pero…
—Escucha y calla, entonces —le volvió a interrumpir—. Tienes ya veintidós años y no has empezado a vivir. Aquí solo quedan viejos y ni siquiera vas a poder quedarte con esta casa. Volverá a manos de tu tío, con el que no me hablo desde hace años. Por eso quiero que vayas a la ciudad y apliques allí lo que has aprendido de estas gentes sencillas.
—No me gusta la ciudad, abuelo.
—Lo sé, pero puesto que vas a atender a mi deseo, quiero que vayas allí cuanto antes. En el cajón de mi mesita de noche encontrarás algo de dinero para las primeras semanas, hasta que encuentres un trabajo.
Ángel calló. Estaba demasiado ansioso por la llegada del médico para pensar en aquella idea descabellada. ¿Qué se le había perdido en la ciudad? No tenía estudios ni oficio alguno.
—Vivirás en la ciudad —repitió el anciano con un temblor en la voz—. Igual que has cuidado aquí del huerto, de los animales y de este lastre de abuelo, quiero que cuides de ti mismo y de los demás. Has de ser una luz en medio de las tinieblas, una esperanza para los desesperados, un eterno optimista.
Asustado, Ángel se dio cuenta de que su abuelo se estaba despidiendo. Nunca se había puesto tan trascendente con él. Los ojos del joven se cubrieron de lágrimas al escuchar la que sería su última frase:
—Sé grande, pero sé humilde.