Veintidós
—¡La gente ha muerto en este tipo de batallas por mucho menos! —exclamó Elisabeta, en cuanto Archer entró en la penumbra de la pequeña iglesia.
La única luz que había en la nave era la que provenía de las velas votivas. Su voz resonó en los muros de piedra, en un tono desesperado y furioso. No le importó. Lo mejor era que Archer percibiera su preocupación. La iglesia estaba vacía, y allí estaban en un santuario en el que Oca no podía hacer nada.
—¿Es que no sabes lo que has hecho?
Archer estaba tan lleno de vida que era imposible imaginar que algo pudiera hacerle daño. Sin embargo, ella sabía muy bien que era posible. La vitalidad era una ilusión. Lorenzo había muerto muy joven. La juventud no podía proteger a nadie de la muerte.
Archer le tomó ambas manos, y ella notó su calidez.
—Sé exactamente lo que he hecho. Lo he hecho para que tú y yo podamos estar juntos.
—Nuestras vidas dependen de esa carrera, Archer.
El cabeceó.
—Con tu permiso, no tengo intención de respetar los términos del acuerdo. No voy a actuar según el resultado de la carrera. Si Torre pierde, ¿vas a venir conmigo? —le preguntó. Elisabeta notó que la presión de sus manos aumentaba infinitesimalmente. Aquella fue la única señal de que, tal vez, él también compartía algo de su ansiedad—. No será una huida fácil, pero tendré a Amicus ensillado y preparado. Podemos escabullirnos durante las celebraciones posteriores a la carrera —dijo, e hizo una pausa—. Por supuesto, eso significaría que no podríamos volver. No creo que consientan que yo incumpla lo acordado.
Elisabeta sonrió. Había entendido el motivo de su ansiedad. No era por la carrera; él ya había decidido que la carrera, en último término, no tenía importancia. Su ansiedad tenía que ver con el hecho de si ella iba a aceptar marcharse de Siena o no. Habían hablado una vez de ello, pero no habían llegado a ninguna conclusión definitiva.
Su respuesta era más importante de lo que él pensaba.
—Archer, no importa lo que ocurra con la carrera: gane o pierda Torre, no podemos quedarnos aquí. Si tú estás pensando en incumplir el acuerdo, Ridolfo Ranieri también. Si nos quedamos, Ridolfo no parará hasta verte muerto. Has hecho algo más que ofenderlo, y él utilizará la antigua enemistad entre Oca y Torre para encubrir sus verdaderos motivos.
—No estoy de acuerdo. Torre va a ganar, y tú dejarás a Ridolfo y te casarás conmigo. Sin embargo, si llega el caso de que tengamos que huir, ¿vendrás conmigo? —le preguntó de nuevo Archer, con una mirada solemne.
Elisabeta se soltó de sus manos y se dio la vuelta. El sentimiento de culpabilidad la abrumaba. Su tontería era la que los había puesto en aquella situación.
—He destruido tu sueño —dijo.
Inclinó la cabeza y cerró los ojos, intentando no pensar en lo que había hecho. El sueño de Archer de vivir con su familia italiana había quedado hecho añicos por su culpa. No podía quedarse, pasara lo que pasara en el Palio. Aunque ella lo rechazara e hiciera un juramento público de casarse con Ridolfo, él no podría quedarse. Se había declarado públicamente. Había sido un gesto conmovedor, pero inútil.
Elisabeta notó que se le acercaba. Él posó las manos cálidas y reconfortantes en sus brazos, y le habló al oído de un modo íntimo.
—Ahora, mi sueño eres tú. Creo que lo has sido desde el primer momento en que te vi en la plaza, desde el momento en que bailé contigo y me diste de comer risotto alle fragole. Desde esa primera noche, te he amado. Eres como ninguna otra mujer que haya conocido. Quiero quedarme contigo, Elisabeta. Quiero amarte para siempre, vengas conmigo o no. Inglaterra, Austria, Siena… no importa dónde, si vienes conmigo.
Entonces, la besó. Le dio un beso dulce y suave debajo de la oreja, y la subyugó por completo. Sin embargo, Archer no había terminado.
—La única culpa que puedes tener es la de haberme estropeado para otras mujeres. No estoy acostumbrado a suplicar, pero estoy dispuesto a hacerlo por ti. Por favor, Elisabeta, no me dejes vivir la vida sin ti.
Aquellas palabras, pronunciadas en voz baja, provenían del corazón de un hombre. No podía haber una proposición más bella, y era suya, igual que aquel hombre era suyo. Elisabeta se giró hacia él y le rodeó el cuello con los brazos. Lo besó, y susurró contra sus labios:
—Esto significa que sí.
Entonces, Archer terminó de besarla y retrocedió. Se puso de rodillas, tomándola de la mano, y dijo:
—Entonces, permíteme que lo haga oficial. ¿Quieres casarte conmigo ahora mismo? No quiero esperar a que termine el Palio.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, y Archer se puso en pie.
—Siento que no sea una boda fastuosa. Si quieres, podemos esperar.
Ella negó con la cabeza y se enjugó las lágrimas.
—No, no se trata de eso. Es que nunca había tomado una decisión tan importante en mi vida. Cuando me casé con Lorenzo, todo estaba arreglado. Yo ni siquiera lo conocí hasta el día de la boda. Nunca me había pedido nadie que me casara con él.
—Pues entonces, me alegro doblemente de haberlo hecho —dijo Archer, acariciándole los nudillos con el dedo pulgar—. Y te equivocas, ¿sabes? Ya has tomado una decisión tan importante como esta. Fue la primera noche, cuando atravesaste la plaza. Me elegiste ese día, y hoy te elijo yo a ti. ¿Vamos? Tengo un cura y unos testigos. Será legal y tendrá validez ante un juez.
Archer había pensado en todo. Elisabeta vio entrar una figura con una túnica negra, seguida por dos figuras masculinas: Giuliano y el amigo de Archer, Haviland. A ella se le aceleró el pulso. ¡Aquello iba a ocurrir de verdad! Archer lo había planeado para los dos.
Archer sonrió, y a ella volvieron a llenársele los ojos de lágrimas, pero se las arregló para contenerlas.
—Quiero casarme contigo aquí mismo, Archer.
Al pronunciar aquellas palabras, Elisabeta vio su pragmatismo y la tristeza que encerraban. Un matrimonio legal la protegería de Ridolfo, pasara lo que pasara. Sin embargo, durante aquellos dos días podía quedarse viuda de nuevo. Se apartó aquel pensamiento morboso de la cabeza. No quería pensar en que aquel hombre joven y guapo pudiera morir.
Archer la agarró de la mano, como si le hubiera leído el pensamiento.
—No creo que a Ridolfo le resulte fácil matarme. Además, existe la posibilidad de que Torre gane el Palio.
—¿Están listos? —preguntó el cura, con gentileza.
Después, les pidió que se colocaran frente al altar, con Haviland y Giuliano a cada lado. Elisabeta asintió. Estaba lista. Con Archer a su lado, podía enfrentarse a cualquier cosa: a una nueva vida en un nuevo lugar, a una vida lejos de todo lo que había conocido, si se veía obligada a hacerlo.
La ceremonia había sido improvisada, y no había velo para la novia, ni flores, ni música, ni invitados. Sin embargo, Elisabeta ya había tenido todo eso en su boda anterior, y la ocasión no había sido más especial que aquella. Su boda con Archer era de ensueño, y siempre iba a recordar los detalles: el vestido que llevaba, la luz de las velas, que iluminaba suavemente los planos del rostro de Archer, y de su expresión de novio orgulloso al repetir sus votos.
—Yo, Archer Michael Wolfe Crawford…
Aquella era la primera vez que ella oía su nombre, y era un nombre bello y fuerte. Cuando le llegó el turno de hacer sus votos matrimoniales, Elisabeta estaba llorando. Ninguna boda podría ser más bonita. Él le puso una sencilla alianza en el dedo anular, la besó con ternura, y todo terminó. Era suya. Y, lo más importante, él era suyo.
Giuliano le dio un beso en la mejilla y la abrazó con fuerza.
—Sé feliz, Elisabeta. Yo esperaré hasta después del Palio para decírselo a papá —dijo, y le guiñó un ojo—. Aunque puede que no tenga que hacerlo.
Haviland le besó la otra mejilla, y le dio su enhorabuena.
—Haz feliz a mi amigo —le dijo.
Elisabeta no tuvo duda de que tendría que vérselas con Haviland si no lo hacía. Sin embargo, aquella era una preocupación irrelevante. Tenía la intención de hacer feliz a Archer, muy feliz, y parecía que podía empezar inmediatamente. No iban a tomar ningún desayuno de celebración, y ella pensó que la luna de miel tendría que esperar también, pero se equivocaba. Tenían reservada una pequeña habitación en una calle tranquila, alejada de toda la excitación del Palio.
—Tenemos que hacerlo legal en todos los sentidos, por supuesto —dijo Archer, con un guiño, mientras Giuliano y Haviland los dejaban en la puerta.
Era la pequeña habitación en la que se habían encontrado una vez, hacía una eternidad, cuando solo eran dos personas que mantenían una tórrida aventura. Las cosas habían cambiado mucho. La habitación solo contenía una cama, una cómoda y una pequeña mesa. Sin embargo, sobre la mesa había una cesta de comida, y agua para lavarse sobre la cómoda.
—Me parece que ya tenías idea de lo que ibas a hacer cuando te levantaste esta mañana —dijo Elisabeta, con ironía, mientras pasaba las palmas de las manos por la pechera de su camisa.
Él la agarró de la cintura y permitió que le desabotonara el cuello y empezara a desnudarlo, mientras le daba besos juguetones.
—¿Cómo te sientes siendo la honorable señora de Archer Crawford?
Elisabeta arrugó la nariz.
—Eso suena horrible. No me van a llamar así, ¿no?
Archer se echó a reír.
—Solo en las invitaciones, y solo en Inglaterra —dijo. Después de una pausa, se puso serio, y continuó—: Voy a ver ganar a Torre en esta carrera, Elisabeta. No es inevitable que tengamos que marcharnos. Voy a luchar por ti y por nuestra vida aquí.
Ella no quería discutir, ni decirle que Ridolfo seguramente deseaba lo mismo, salvo que por motivos diferentes. Lo miró de reojo cuando terminó de quitarle la camisa, y bajó las manos hasta que pudo acariciarlo apreciativamente.
—Creo que es mejor que te pregunte cómo te sientes tú siendo el marido de la honorable señora de Archer Crawford.
Él le dio un suave mordisco en la oreja.
—Me siento bastante bien.
Archer fue desatándole los lazos del vestido y se lo deslizó por los hombros, mientras ella le quitaba los pantalones y, después, las botas. Fue divertido. En mitad de la risa y de los choques de manos, podían olvidar el peligro que podían correr en la calle. Podían olvidar que, tal vez, Oca estuviera acechando para cobrarse su venganza. En aquella diminuta habitación, aquella tarde, era suficiente con estar juntos.
Una vez desnudos, Archer la tomó en brazos y la llevó a la cama. La miró con calidez, con una excitación completa y tensa. En su desnudez, era glorioso, y Elisabeta se sintió azorada de repente. Intentó taparse con la sábana, pero Archer fue más rápido.
—No se te ocurra. Eres maravillosa.
—Estamos en pleno día —objetó ella.
—Es para verte mejor, querida —replicó él—. Hay algún que otro motivo para que mi segundo nombre sea Wolfe, es decir, lobo. ¿Me permites que te devore? —preguntó, con un brillo de picardía en los ojos de color ámbar—. Hay algo que llevo tiempo queriendo hacer, pero estaba esperando el momento más adecuado. Y creo que ese momento ha llegado.
Ya habían hecho muchas cosas, muchas más de las que ella hubiera experimentado nunca. Habían disfrutado de múltiples orgasmos en lugares y momentos muy diversos. —No sé qué más puede haber —dijo ella. Sin embargo, le dedicó una sonrisa desafiante, como si quisiera retarlo a que se lo enseñara.
—Oh, hay muchas más cosas, te lo prometo.
Entonces, él se puso manos a la obra, y comenzó a besarla dulcemente en los labios y a descender por su cuello, hasta el pecho, donde cubrió y acarició sus senos con las manos y la lengua. La relajación que había sentido Elisabeta al principio fue transformándose en fuego.
Ella se estremeció de gozo y él continuó descendiendo. Al llegar a su ombligo, se lo sopló y agarró sus caderas con ambas manos. Ella le revolvió el pelo con las manos, disfrutando del peso de su cabeza en el estómago. Sin embargo, Archer no había terminado. Siguió descendiendo, rozándole la piel con los labios: las caderas, la parte interior de sus muslos ¡y la unión de sus muslos! Elisabeta estaba demasiado excitada como para sentir vergüenza, como para desear otra cosa que no fuera su boca sobre el cuerpo.
Fue algo más que un beso. Él le acarició los rizos con la respiración, y ella notó su propia humedad. El beso no terminó allí. Él movió la lengua sobre su sexo, y separó los pliegues de su cuerpo con los dedos para poder lamer su longitud más íntima.
—¡Archer!
El sonido de su nombre no fue más que un gemido cuando él la recorrió de una sola vez, lentamente.
Él también estaba disfrutando de aquello, y Elisabeta se dio cuenta al notar la presión de sus manos en las caderas a medida que su deseo aumentaba, estimulado por el de ella. Entonces, él encontró con la lengua su pequeña perla, y ella pensó que iba a volverse loca. Sus manos habían hecho un trabajo admirable otras veces en aquel punto, pero no había sido nada comparado con las exquisitas pasadas de su lengua por aquella superficie diminuta y resbaladiza. Sus gemidos aumentaron de volumen hasta que Elisabeta perdió el control.
Él siguió lamiendo hasta que ella emitió un grito desvergonzado y, entonces, él ascendió de un solo movimiento y se hundió en su cuerpo, uniéndose a su locura. Ella lo ciñó contra su cuerpo y lo abrazó con los brazos y las piernas, y lo besó. Aquello fue una locura de sensaciones placenteras. Llegaron rápidamente al éxtasis, y sus gemidos se entremezclaron con palabras de amor incoherentes. Cuando cayeron sobre el colchón, cayeron juntos.
Archer se quedó tendido a su lado, recuperando el aliento, con el pelo revuelto y unas gotas de sudor en la frente. Dios Santo, se había casado con un loco del sexo. Al pensarlo, una sonrisa se dibujó en sus labios. Su vida iba a estar llena de aventuras, en la cama y fuera de la cama. Él movió la cabeza hacia un lado y captó su mirada. Entonces, sonrió.
—¿Qué estás pensando?
—Estaba pensando en que pareces muy bien usado… algo parecido a un semental en un criadero.
—Ummm —suspiró él, y se tendió de costado—. Me gusta esa imagen. Tal vez debamos mejorarla durante esta tarde —dijo, y se echó a reír sensualmente mientras pasaba un dedo por su pecho. En voz baja, con una mirada llena de picardía, le dijo—: Todos los sementales necesitan cubrir a una yegua. Date la vuelta, querida.
En opinión de Elisabeta, sí mejoraron aquella imagen. Averiguó que le gustaba bastante ser la yegua del semental Archer. Se deleitó con el poder amatorio de su marido, con su fuerza, y con la sensación de recibir su simiente cálida en el útero. Ya no había necesidad de retiradas apresuradas. Aquel día era un comienzo para muchas cosas.
Cuando llegó el anochecer, sentía un delicioso cansancio. Aunque la calle en la que estaban era muy tranquila, se oían los ruidos de la gente que se preparaba para la quinta prueba y para la más importante, la sexta. Las horas de su luna de miel estaban acabando rápidamente.
—Todavía nos queda algo de tiempo —murmuró Archer, tirando de ella, que se había incorporado, hasta el colchón—. Nos queda tiempo hasta la prueba. Nadie nos espera hasta la hora de cenar. Vamos, durmamos un poco y ya veremos si tengo fuerzas para satisfacerte una vez más antes de que nos separemos.
Elisabeta se acurrucó a su lado y posó una mano en su estómago. Aquella noche iban a celebrarse fiestas en todas las contradas. Habría cenas y discursos sobre sus oportunidades para ganar la carrera. Era una gran noche, pero las celebraciones de aquella noche no tenían atractivo para ella al pensar en que tendría que pasarlas sin Archer. Además, tenía que hacer su equipaje y escribir notas de despedida por si acaso se veían obligados a huir. Aquella noche sería una noche de fiesta, pero también de tristeza.
Debía de haberse quedado dormida. Cuando se despertó, tuvo la sensación de que algo iba mal. Se incorporó rápidamente, y vio que Archer estaba medio vestido, asomado al pequeño balcón de la habitación. Había ruido.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Archer al gentío.
Alguien respondió desde la calle.
—Ha empezado la pelea entre Torre y Oca. El fantino de Torre está herido. ¡El jinete de Onda empujó al caballo de Torre contra la pared en la curva de San Martino! El jinete cayó y se quedó aplastado entre el muro y el caballo. Pero Torre se vengó después, se la jugó a Oca en la Bocca del Casato. Torre salió victorioso, pero eso no le va a devolver al fantino.
—¿Y el caballo? —preguntó Archer, pero el hombre había continuado su camino, y nadie respondió.
Al volver de la ventana, estaba pálido.
—No tenemos jinete. Torre no tiene jinete. Oca ha utilizado a Onda para vengarse.
—Lógico. Onda es vuestro enemigo, y el único de vuestros dos enemigos que va a participar en el Palio. Ahora que Oca ya no puede confiar en Pantera, tienen que usar sus otras alianzas.
Elisabeta tomó su ropa mientras Archer se ponía las botas.
—Tengo que irme —dijo Archer, con la preocupación reflejada en el rostro.
Ella podía leerle el pensamiento. Si Torre no ganaba la carrera, sus planes se torcerían. ¿Cómo iban a fugarse? ¿Y si Ridolfo intentaba ir por ella? Se tapó la alianza que llevaba en el dedo. No podía. No podía quedársela, porque ella se había casado con Archer, y eso era irrevocable. La Iglesia tendría que reconocer el derecho de Archer.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
—Torre necesita un jinete. Yo voy a ser ese jinete.
—¡No, Archer! Es demasiado peligroso. Sería la oportunidad perfecta para hacerte daño. No sabes cómo es esa carrera, ni lo que puede llegar a hacer la gente.
—Sí conozco la carrera, Elisabeta —dijo él, acercándose a la cama para tomarle las manos—. ¿Quién mejor que yo para correr en ella? Tengo más posibilidades que nadie de ganar. Mañana voy a participar en el Palio, por nosotros dos.
—Tu tío no lo aprobará…
—Claro que sí. Soy muy persuasivo —respondió Archer, con seguridad—. Voy a acompañarte a casa.
Sin embargo, ella vio la urgencia que sentía, y no quiso retrasarlo. El tiempo era primordial. El tío de Archer querría tomar cuanto antes una decisión sobre el jinete.
—No te preocupes por mí. Conozco las calles, y voy a esperar a que la gente se disperse —le aseguró. Sabía cómo estaban los ánimos de la multitud después de una de las pruebas. No era raro que las contradas pelearan, como había ocurrido con Torre y Onda aquella tarde, por una agresión real o imaginada a un caballo o jinete durante una de las carreras.
Él la besó una vez más y se marchó rápidamente. Ella se tapó con la sábana hasta la barbilla. Su luna de miel había terminado. ¿Qué había hecho? Su miedo, su temeridad y su egoísmo habían provocado todo aquello. ¿En qué estaba pensando para acceder a aquella boda secreta?
Su matrimonio le daba protección, pero no proporcionaba ninguna solución para Archer. Tuvo ganas de llorar, pero, si empezaba, tal vez no terminase. Se había casado con un hombre inocente, lo había arrastrado al torbellino de su vida, porque necesitaba protección. Pero no solo por eso; simplemente, deseaba a Archer. Y, ahora, iba a pagar por sus actos.
No debería haber actuado de ese modo, no debería haber puesto a Archer en el camino de Ridolfo. Sin embargo, todas las cosas que había hecho los habían conducido hasta una boda secreta y clandestina, a una luna de miel en una habitación alquilada.
Sin embargo, ella quería a aquel hombre, y eso lo cambiaba todo. No se arrepentía de amarlo. Aquella preocupación, aquel dolor, eran el precio del amor. Archer no era tonto. Él sabía lo que podía costarles a los dos. Tendrían que luchar por aquel matrimonio, y él estaba dispuesto a hacerlo. Ella debería estar a la altura.
«Tal vez Torre gane mañana», pensó esperanzadamente. Tal vez estuviera preocupándose por nada. Elisabeta sonrió mientras observaba las sombras del anochecer, alargándose por la habitación. Era imposible predecir el resultado del Palio. Había tantas variables, que nadie podía controlarlo, aunque tuviera un buen caballo y un buen jinete.
Y, realmente, ¿tenía importancia que Torre ganara? Eso resolvería varios problemas, pero ya no parecía un asunto esencial. Su matrimonio no tenía nada que ver con la carrera. Era mucho más. Era un matrimonio por amor, y estaba basado en la libertad de elección de dos personas que se habían encontrado en el mundo. Archer no la había elegido solo porque pudiera protegerla, sino porque la quería.
Elisabeta se levantó y se vistió con calma. Los días de boda no eran para llorar, sino para celebrar y sentir esperanza. Tenía a Archer, y eso era suficiente. Solo con pensar en él, sonrió. La carrera del día siguiente podía decidir cómo iban a vivir el futuro, pero no podía decidir el futuro. El Palio llevaba semanas siendo el límite de un plazo que ella temía, pero, en aquel momento, estaba impaciente por que llegara. El Palio significaba su esperanza. El futuro estaba comenzando, y Archer estaba en ese futuro.