Nueve
Hasta el momento, todo iba bien, pero tenía muchas posibilidades de que algo saliera mal. Archer se ajustó la máscara y miró el patio bien iluminado de la casa de la familia Di Bruno. Como todas las residencias lujosas de Italia, la de la familia de Elisabeta tenía un enorme patio central, cuadrado, en el centro, que servía de zona de estar al aire libre y que estaba rodeada por arcos que conducían a las habitaciones privadas. Aquella noche, ese patio estaba lleno de invitados enmascarados que bailaban y paseaban bajo los arcos.
Su trabajo era fácil. Solo tenía que mezclarse entre la gente. Ni siquiera entre tantos otros invitados era probable que hubiera alguien conocido suyo. Se preguntó cuántos otros habrían acudido sin invitación; seguro que él no era el único. Sin embargo, eso también era uno de los puntos flacos de su plan. Si nadie se percataba de que era él, tal vez Elisabeta tampoco se diera cuenta. ¿Cómo iba ella a distinguirlo entre tanta gente? ¿Y cómo iba a distinguirla él a ella?
Lo que había empezado como algo fácil se había convertido en una misión de reconocimiento. Su tío lo estaba utilizando para espiar al capitano de Pantera. Sin embargo, él también tenía sus propios planes: encontrar a Elisabeta. ¿Y cómo iba a conseguirlo, entre toda aquella gente con máscaras? Solo tenía hasta la medianoche, cuando todo el mundo se quitaría la suya. Para entonces, él tenía que haberse ido ya. Archer miró a su alrededor, pensando en qué tipo de máscara llevaría Elisabeta. Había soles brillantes, lunas plateadas, máscaras de gato, algunos pájaros con el pico largo, medias máscaras y máscaras completas de todo tipo. Él había querido enviarle una nota para que ambos supieran qué máscara iba a llevar cada uno, pero Giacomo le había dicho: «Si es una trampa, sabrán quién eres inmediatamente».
Archer no estaba acostumbrado a tantas maquinaciones. En comparación, los bailes de Londres le parecían algo muy sencillo.
Entonces, la vio. Una mujer con un vestido rojo oscuro y una máscara roja y azul con la forma de la cabeza de una pantera. Todo empezó a cobrar sentido: el rojo y el azul eran los colores de la Contrada della Pantera, y la pantera, su animal. Aquella fiesta era una celebración de la victoria de Pantera, así que, seguramente, toda la familia del capitano rendía homenaje a su barrio con aquel tipo de simbolismo, con máscaras de pantera y alguna combinación de los colores de la contrada. Archer se echó a reír: estaba empezando a pensar como su tío Giacomo.
Archer se acercó a la mujer. Si se había equivocado, lo peor que podría ocurrirle era que tendría que bailar con una desconocida. Sin embargo, no se había equivocado. Reconocería a Elisabeta en cualquier sitio por su forma de moverse. Tenía una gracia y una seguridad en sí misma que comunicaban, a cada paso, que era una mujer que sabía lo que quería. Archer se puso frente a ella e hizo una reverencia.
—Buona sera, signora.
¿Sabría que era él? No habían acordado ningún saludo, ni una contraseña, ni ningún detalle que pudiera identificarlos. Estaba haciendo aquello a ciegas. No era su forma de proceder en sus citas. Por supuesto, a Brennan le habría gustado mucho, pero él prefería la planificación; de ese modo salían mal muchas menos cosas, y se herían menos sentimientos. Le pareció muy importante que ella lo reconociera y pudiera elegirlo de entre la multitud, como si eso hablara de la naturaleza de su relación, de algún modo.
Ella lo miró con sus ojos grises a través de los agujeros de la máscara, y sonrió al reconocerlo. Aquella boca sensual y aquella sonrisa segura le confirmaron a Archer que era Elisabeta.
—Buona sera, signor.
Archer la tomó de la mano y la condujo hacia la zona de baile.
—Deberíamos haber planeado mejor esto —le dijo sonriente. Una vez que la había encontrado, se sentía muy animado.
—¿Y qué tiene eso de divertido? Me has encontrado, ¿no?
Elisabeta le lanzó una mirada llena de picardía mientras empezaban a bailar animadamente. Archer se echó a reír. Aquello lo confirmaba: Elisabeta era peligrosa, pero, por el momento, él no tenía que hacer nada salvo disfrutar con ella.
Las máscaras tenían sus ventajas, o quizá solo fuera el hecho de estar en Italia, donde las reglas eran distintas. No parecía que a nadie le importara cuántas veces bailara con Elisabeta; tal vez, porque era demasiado difícil seguirle la pista a todo el mundo cuando estaba enmascarado, y mucho más aún vigilar con quién se emparejaba cada cual. Al tercer baile, Archer ya no pensaba en cuál podía ser la razón. Estaba embriagado con ella, con su risa, con sus miradas, con su sonrisa sensual, con el contacto de su cuerpo, que se movía al ritmo del suyo y de la música, y que le evocaba con fuerza la manera en que se habían movido juntos con otro ritmo más íntimo.
¿Buscarían aquel ritmo esa noche? ¿Era eso todo lo que ella quería de él? Aquellas eran las preguntas que surgían en la mente de Archer mientras salían de la pista de baile, con la respiración entrecortada por el esfuerzo y se dirigían a la parte más oscura que había detrás de las columnas. Por aquella galería paseaban otros invitados, ajenos a quienes estaban a su alrededor. Sería fácil alejarse de la multitud y refugiarse en las sombras.
Elisabeta lo llevó a un corredor oscuro donde no había nadie más, y en el que se presentaban muchas oportunidades. ¿Qué era lo que quería? ¿Que la tomara contra una pared? Archer sintió el deseo de poseerla en una cama, de tener una noche para recrearse con ella, de no tener que limitar su placer a un encuentro apresurado.
La detuvo de un tirón.
—Elisabeta, espera. ¿Adónde vamos? ¿Qué vamos a hacer?
Seguro que Brennan nunca le había hecho ninguna de aquellas dos preguntas a una mujer, pero Archer tenía que saberlo. Podía justificar lo ocurrido en el callejón como una aventura de una noche, con el calor del momento. El hecho de que ella lo hubiera acariciado aquella otra tarde solo había sido una diversión algo indecente, pero sin consecuencias. Sin embargo, no encontraría justificación para una tercera vez; tendría que considerarlo como una relación.
Elisabeta le rodeó el cuello con los brazos y estrechó su cuerpo contra el de Archer. Entonces, le dijo, en tono seductor:
—Podemos ir donde tú quieras, y hacer lo que tú quieras.
Una mujer quería mantener relaciones con él, y él estaba a punto de decir que no. ¿Acaso el mundo se había vuelto del revés? Nolan y Bren se estarían muriendo de risa. El Libertino más deseado estaba a punto de rechazar un ofrecimiento emocionante para él.
—Tal vez debiéramos hablar antes. No podemos seguir haciendo esto. Una vez, quizá, dos, bueno, pero…
No consiguió terminar.
Ella le puso un dedo sobre los labios.
—No puedes negar que ambos tenemos talento para darnos placer.
Él intentó hablar para decir que el hecho de que tuvieran talento no significaba que aquello estuviera bien, pero ella no aceptó sus protestas.
—Shh, Archer —susurró.
Entonces, interrumpió sus palabras con un beso, que fue una medida mucho más efectiva que un dedo, porque el beso interrumpió su discurso y su pensamiento. Era imposible pensar con lógica teniéndola entre los brazos, encendiéndole la sangre y el cuerpo. En aquel momento, a Archer le importaba muy poco que ella no encajara en sus planes, en sus sueños, y que él no estuviera buscando a la mujer de su vida.
Sin embargo, él tenía sus preferencias, y el deseo de acostarse con ella en una cama, adecuadamente, le recorría las venas.
Elisabeta intentó acariciarle por el interior del pantalón, pero él le detuvo la mano y dijo, con la voz enronquecida:
—Si vamos a ser amantes, Elisabeta, me gustaría tomarte en una cama. Al menos, podría honrarte de ese modo. Deja que venga a verte esta noche, cuando termine la fiesta.
Ella se detuvo y apoyó la frente en la de él, con la mirada baja, con el cuerpo lánguido.
—Dejaré una vela en la ventana.
—Ven conmigo a la fiesta y bailemos hasta entonces —dijo Archer, suavemente.
La tomó de la mano, y juntos volvieron a la parte iluminada del patio y a la música. Habían aclarado muchas cosas entre ellos. Iban a ser amantes, y el hecho de saberlo los liberaba del estrés de la ambigüedad, de preguntarse si volverían a verse el uno al otro.
Si no hubiera estado tan contento, tal vez se habría fijado en un hombre enmascarado que se dirigía hacia él con furia. Archer se percató del peligro demasiado tarde. El hombre le arrebató la máscara y, al ver de quién se trataba, soltó una maldición.
—¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Y qué está haciendo con ella?
Era un hombre mayor y grueso, y Archer supuso que se trataba del prometido de Elisabeta.
—Ridolfo, déjalo en paz —dijo ella, que también se había quitado la máscara.
El hombre miró a Elisabeta.
—¿Qué estás haciendo con él? —inquirió.
Trató de agarrarla para llevársela, pero Archer fue más rápido y se colocó delante de ella instintivamente, para actuar como escudo.
—Déjela en paz —advirtió a su rival—. Yo he venido aquí por decisión propia —dijo, y era cierto. Tal vez Elisabeta le hubiera hecho una invitación, pero nadie le había obligado a asistir a aquella fiesta.
Ridolfo escupió en el suelo.
—¡Basura de Torre!
—¡Ya basta! —protestó Elisabeta.
Estaba intentando rodear a Archer y colocarse entre su prometido y él, pero Archer la estaba sujetando. No se fiaba de Ridolfo, que parecía furioso con ellos dos, y no iba a permitir que ninguna mujer tuviera que protegerlo.
—¿En qué estás pensando, para juguetear con este hombre delante de mis narices? ¿Es que crees que puedes hacer la fulana delante de mí? Oca no va a tolerar una falta de virtud tan descarada —rugió Ridolfo y, de repente, sacó una daga brillante.
Archer también sacó la suya. Le había parecido que su tío exageraba al recomendarle que la llevara, pero, en aquel momento, se alegraba mucho de haberle hecho caso.
—Cuidado con lo que dice si habla de ella —le advirtió a Ridolfo.
Si aquel hombre quería pelea, la tendría. Se estaba formando un corro a su alrededor. La gente debía de pensar que el enfrentamiento era inevitable.
Incluso él, que era totalmente novicio con relación a las maquinaciones entre contradas, reconoció el peligro al que se enfrentaba. Iba a haber una lucha, sí, pero no sería justa. Allí, Torre estaba en territorio enemigo. Y él estaba en desventaja. A su alrededor, los invitados formaron un círculo, distinguiéndose entre amigos y enemigos. Ojalá supiera quiénes eran los aliados de Torre. Aquello iba a ser horrible; iba a ser una pelea violenta y él iba a ser el protagonista.
Por una mujer.
Bueno, siempre había una primera vez para todo.
—Elisabeta, márchate —le advirtió Archer. Quería que estuviera segura.
Después, le dio un puñetazo a Ridolfo en la mandíbula. Aquello fue el detonante del caos. Empezaron a volar puñetazos, sillas y copas, cuando los integrantes de las distintas contradas se enzarzaron. Archer oyó insultos y golpes a su alrededor, pero, en el centro de la lucha estaban solo Ridolfo y él. Y sus dagas. Ridolfo no tuvo escrúpulos a la hora de usar la suya. Su primera cuchillada dejó bien claro que quería sangre, y estaba claro que no iba a conformarse con un poco, sino que solo se detendría si quedaba inconsciente e incapacitado para seguir luchando. Archer se olvidó de sus intenciones de luchar a la defensiva, puesto que no tenía ganas de sentir el corte de la hoja de una daga. Retrocedió ágilmente mientras Ridolfo daba una furiosa cuchilla al aire y, antes de que su atacante pudiera recuperarse, aprovechó su mayor lentitud y le dio un puñetazo en la barbilla. Ridolfo cayó al suelo.
Era hora de marcharse. No porque fuera un cobarde, ni porque no fuera capaz de seguir luchando, sino porque era lo lógico. Una vez que él ya no estuviera allí, la pelea cesaría. Dio un paso atrás, hacia la oscuridad de la galería, y salió corriendo hacia la salida.
Casi había llegado a la puerta cuando se oyó un grito.
—¡Allá va!
El grueso de la pelea se volvió hacia la puerta como si fuera un solo hombre, y todos se dirigieron hacia él. Archer salió corriendo en medio de la oscuridad nocturna, escalando muros y saltando vallas, perseguido por la multitud. Como llevaba los zapatos de baile, se resbaló en el empedrado y tuvo que apoyarse en una mano; se incorporó de nuevo y siguió corriendo. Aunque casi no tenía aliento, no se detuvo, porque no quería saber lo que podían hacerle si lo atrapaban. Aceleró en el campo que había en el centro de la ciudad, y se arriesgó a mirar hacia atrás. Sus perseguidores estaban cada vez más cerca, pero casi había llegado a su destino: la seguridad de Via Salicotto, que era la frontera con la Contrada della Torre. Una cosa era perseguir a un intruso por las calles de Pantera, pero invadir una contrada enemiga era otra muy distinta.
Atravesó la frontera entre los dos barrios y entró en un callejón serpenteante mientras oía un coro de gritos de decepción, por los que supo que sus perseguidores habían desistido. Sin embargo, eso no significaba que Pantera no fuera a buscar la venganza, sino que esa venganza adoptaría otra forma.
Archer se inclinó hacia delante para tomar aire. El hecho de ser perseguido por una multitud por la calle era el colmo de la idiotez. Era algo que le sucedería a Brennan, no a él. Y, a pesar de todo, se sentía vivo. La emoción de los besos, la lucha, la huida… Todo era impredecible y excitante. Lo contrario a él, que siempre tenía que planearlo todo. Recordó lo que le había dicho Elisabeta entre risas: «¿Y qué tendría eso de divertido?». Esperaba que ella tuviera razón, que Ridolfo no desahogara su frustración con ella.
Aquella noche no podía volver a Pantera. Las calles de la contrada estarían llenas de juerguistas en busca de pelea, y todo el barrio estaría en guardia. Casi ni se atrevía a ir a casa de su tío. ¿Se enfadaría Giacomo? Él había dado comienzo a una pelea y había estropeado una prestigiosa fiesta. Su padre se quedaría espantado si lo supiera. Una cosa era que su hijo fuera famoso por sus hazañas en el dormitorio, pero que se viera involucrado en un escándalo vulgar era otra muy diferente. Y su tío, ¿pensaría lo mismo? ¿Le pediría que se marchara?
Empezaba a ver con claridad las consecuencias de lo que había hecho aquella noche. Cabía la posibilidad de que hubiera echado a perder todas sus oportunidades. Sin embargo, no era ningún cobarde; se dirigió a casa, porque lo mejor sería enfrentarse con su tío y aclarar la situación. Esperar no iba a resolver nada. Las esperas, normalmente, solo servían para empeorar las cosas.