Once
A Archer le gustaba tener elección. Mientras crecía, había aprendido que, aunque uno siempre tiene que tomar en consideración a los demás al tomar una decisión, en última instancia las decisiones de un hombre son suyas. En Siena, no. El individuo tenía que respetar los deseos de la familia en la teoría y en la práctica. Esa era una regla que Archer no podía acatar con facilidad. Iría a la villa de su tío a entrenar a los caballos, pero a su debido tiempo. Antes tenía que hacer algo: vería a Elisabeta, pese a que su tío le hubiera ordenado lo contrario. Era un hombre adulto de veintinueve años, no un niño a quien pudieran decirle lo que tenía que hacer.
Su conciencia no le permitía hacer menos: no podía marcharse de la ciudad sin saber que Elisabeta estaba a salvo. Si la noche anterior él fuera el único que había corrido un riesgo, habría vuelto a Pantera. Sin embargo, sabía que también la habría puesto en peligro a ella. Aquella mañana iba a intentarlo, con la esperanza de que ella hubiera recibido su nota. El camino que había tenido que seguir aquella nota era muy tortuoso, y tenía que pasar por Giuliano, el primo de Elisabeta. Era él quien debía entregársela.
Archer se paseó por la pequeña habitación que había alquilado en una calle cercana al concurrido campo y miró de nuevo su reloj. Obviamente, acercarse a ella en público estaba fuera de toda cuestión, y menos con los rumores que corrían sobre la noche anterior. Su tío se enteraría, y Archer no creía que ella agradeciera aquel gesto, tampoco. Sin embargo, los confines de aquella habitación le estaban ahogando, y la espera hacía que se sintiera impotente.
Llevaba una hora allí. Era día de mercado, y las calles estaban a rebosar de puestos, vendedores y compradores. Seguramente, en caso de que hubiera recibido su nota, Elisabeta podría perderse entre la multitud, si quería acudir a la cita, claro. Cabía la posibilidad de que hubiera pensado que él era una apuesta demasiado peligrosa, o de que no pudiera ir. Archer no estaba seguro de cuál de aquellas dos posibilidades le preocupaba más. Si Ridolfo, o cualquier otro, le había hecho daño, él iba a vengarse, dijera lo que dijera su tío.
Llamaron suavemente a la puerta, y se oyó un susurro femenino.
—¿Archer?
Él cerró el reloj con una sonrisa, y su ansiedad desapareció. Elisabeta había ido.
Ella entró en la habitación ruborizada y sin aliento. Al verla vibrante, llena de vida y sana y salva, Archer sintió un enorme alivio. Él sabía que iba a sentirlo, pero no estaba preparado para que fuera tan intenso. No se había dado cuenta de lo preocupado que estaba.
—¿Estás bien? —le preguntó, mientras atravesaba la pequeña habitación y la tomaba de las manos para asegurarse de que no estaba herida—. Anoche temí que Ridolfo descargara su furia contra ti después de que yo me marchara. No quería irme.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y apretó su cuerpo contra el de él. Quería sentir algo más que el contacto de sus manos.
—Te habrían herido, o algo peor, si te hubieran atrapado —dijo, y lo besó—. Deberías verle la mandíbula a Ridolfo. Tenía un moretón magnífico —murmuró.
—Si alguna vez intenta hacerte daño, se ganará mucho más que un moretón por mi parte —gruñó Archer, con ferocidad. Se inclinó a besarla, pero vio una duda en sus ojos, y se detuvo—. ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
Ella se apartó.
—No vas a poder protegerme siempre.
—Deja que yo decida eso —dijo él, y volvió a tomarla de las manos—. Soy uno de los mejores boxeadores de nuestro club de Londres. He dejado a unos cuantos contrincantes en el suelo, cuando ha sido necesario.
Elisabeta negó con la cabeza, y él percibió toda la tristeza que había reflejada en sus ojos.
—No puedes luchar con un marido por su mujer —dijo ella—. Voy a casarme con él a finales de agosto, después del Palio. Se decidió ayer por la noche.
Lo decidieron otros, no ella, eso estaba claro, pero él sintió una punzada de miedo en el estómago.
Notó que a Elisabeta empezaban a temblarle las manos, y que el miedo permanecía en sus ojos. Aquella mujer bella y fuerte, que amaba sin inhibiciones, estaba empezando a romperse.
—No sé qué me da más miedo, si casarme con Ridolfo o no poder decidir nada. Pero, de todos modos, estoy atrapada. No tengo ningún sitio al que huir.
—Puedes huir conmigo —dijo Archer, en un tono letal, aunque contenido.
Había visto a Ridolfo la noche anterior. Era un hombre corpulento y maloliente como un ogro, cuyos únicos puntos positivos eran la riqueza y las buenas relaciones sociales. La gordura no era lo que convertía a Ridolfo en un ser repelente, sino su falta de educación, su falta de consideración hacia Elisabeta y, seguramente, hacia cualquier mujer. Archer se había alegrado de poder darle un puñetazo.
—No quiero tu lástima —dijo ella, con solemnidad—. Casi no me conoces. No estás obligado a hacer nada, ni a sentir nada…
Archer se enfadó.
—¿Lástima? ¿Eso es lo que crees que hay entre nosotros? ¿Esa noche en el callejón fue lástima? ¿El paseo a caballo fue lástima? ¿Y el hecho de sacar una daga en medio de una multitud de enemigos fue por lástima? No, yo elegí hacer todo eso. No tengo por qué hacer nada de eso, pero lo hice por ti.
Y haría más cosas por ella, si Elisabeta se lo permitía.
Aquella admisión le dejó asombrado. ¿Cuántas cosas más estaba dispuesto a hacer? En aquel momento, al verla temblar, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, a otorgarle la protección de su nombre y de su cuerpo. Aquel era el poder de la ira que sentía contra ella, por no entender lo que había pasado entre los dos, contra Ridolfo, que solo la veía como una posesión, contra su familia, que no veía lo que ella necesitaba, ni la condena que le estaban imponiendo con sus planes. Se giró hacia la ventana y le dio la espalda, intentando dominar sus emociones. No había contado con que su reacción fuera tan intensa. Claro que tampoco había contado con una mujer así.
—Yo no soy un caballo a quien tengas que rescatar, como Amicus.
—Por supuesto que no —respondió Archer con sequedad.
—Pero tu premisa es la misma, ¿no? Es lo que sueles hacer: rescatar animales y personas —replicó Elisabeta.
Ella también se estaba enfadando, y eso empeoró el genio de Archer. ¿Cómo se atrevía a enfadarse, cuando él le había ofrecido generosamente su protección? Se lo estaba arrojando a la cara, rechazándolo de plano. Iba a perderla antes, incluso, de haberla encontrado.
Archer se apartó de la ventana.
—Entonces, si no has venido a que te ayude, ¿a qué has venido? ¿Solo querías decirme adiós?
Quería oírselo decir, pero, en parte, esperaba que no lo hiciera. Ir hasta allí era arriesgado, así que, ¿para qué iba ella a correr ese riesgo solo para dejarlo de nuevo? No le parecía que mereciera la pena.
—He venido porque tú me lo has pedido. He venido porque quería. No he venido a discutir.
—¿Y qué has venido a hacer? ¿Querías darte un último revolcón entre las sábanas? —preguntó él, señalando la cama de hierro, y comenzó a tirarse de la camisa para sacársela de la cintura del pantalón.
—¡Archer, para! —gritó Elisabeta, cuando él tiró la camisa sobre la colcha y se quedó medio desnudo ante ella.
—Ah, entonces, ¿no me vas a utilizar para el sexo? Me he equivocado. Creía que sí.
—¡Eso no es justo! —exclamó Elisabeta.
Se acercó a la cama, agarró su camisa y se la arrojó. Bien; estaba dispuesta a pelearse. Estaba consiguiendo afectarle de modo que superara la parálisis del miedo. Eso era lo que él quería. Ella no era ninguna cobarde, pero, en aquel momento, se sentía acorralada. No sabía qué hacer, ni lo que era capaz de hacer, y no iba a saberlo hasta que lo intentara. Él sí sabía demasiado bien, por el trato con su padre, cómo era sentirse acorralado, sentir que no había opciones. No había conocido su propio poder hasta el día en que había decidido salir del rincón. Sin embargo, eso también había tenido consecuencias. ¿Estaría ella dispuesta a arriesgarse?
—Lo que no es justo es lo que estás permitiendo que te hagan —replicó Archer—. Es muy sencillo. O te casas con Ridolfo, o no.
—Se te olvida lo que pasaría si no me caso. Mi familia sufriría un escándalo, yo me convertiría en una apestada social, o mi tío se vería obligado a enviarme lejos. Tendría que alejarme de todo lo que conozco. Ya lo he hecho una vez, y tú no puedes saber lo que es estar completamente solo en un mundo nuevo.
Archer enarcó una ceja.
—¿Que no? Y aquí estoy, con una familia a la que no conocía, en un país donde no se habla inglés, a miles de kilómetros de mi casa —dijo él. Después, suavizó el tono de voz. No le quedaba mucho tiempo—. No estarías sola, Elisabeta. Yo estaría ahí para apoyarte.
Archer o Ridolfo. La elección era fácil: aquel hombre valiente, guapo y bueno se estaba ofreciendo a ella. No como marido, claro; ella no era tan ingenua como para pensar eso. No habían hablado de matrimonio.
Serían amantes… Ella sería su amante. Archer estaba allí, delante de la ventana, sin camisa, y parecía un Adonis con el sol a la espalda. Representaba todo lo que ella quería: libertad, respecto, elección. Sin embargo, para conseguirlo, necesitaría renunciar a todo lo que había conocido.
Se acercó a él y se atrevió a tocarlo. Posó la palma de la mano en su pecho y sintió los latidos de su corazón.
—Supongo que entiendes, Archer, que tú representas todo lo que quiero, además de todo lo que temo.
Él le cubrió la mano con la suya y la miró fijamente a los ojos.
—No, todo lo que temes no —le dijo, con una sonrisa—. Quería decirte que me voy a marchar a la villa que mi tío tiene en el campo, y estaré allí un par de semanas para trabajar con los caballos antes de la selección para el Palio. La villa está cerca de San Gimignano, y tengo entendido que eso no está lejos de la villa de los Di Bruno.
A ella se le aceleró el pulso de esperanza, por la perspectiva del placer.
Había entendido la invitación que estaba implícita en sus palabras. En San Gimignano serían anónimos. En el campo de Chianti serían libres y tendrían algo de tiempo. Ella tendría tiempo para pensar en lo que iba a arriesgar, en lo que significaba su propia libertad.
En aquellos momentos, mientras se despedían, Elisabeta apenas podía hablar debido a la gratitud tan enorme que sentía. Archer le había devuelto lo que más le importaba en aquel momento: su capacidad de elegir. Eso le proporcionaba fuerza, una fuerza que iba a necesitar antes de lo que hubiera creído.
Ridolfo la estaba esperando cuando volvía del mercado junto a sus primos. Lo había planeado muy bien, y los había interceptado en la calle, antes de que llegaran a casa. Empezó a caminar junto a ella, obligando a Giuliano a adelantarse junto a Contessina en la concurrida calle. La agarró del brazo y la separó de su primo.
—Ellos pueden continuar sin ti —respondió él, cuando ella protestó—. Tú y yo tenemos que resolver un asunto de anoche.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella, que sintió desconfianza inmediatamente. La estaba alejando de Pantera, de toda la gente a la que conocía.
Él sonrió, mostrándole sus dientes amarillentos.
—Vamos a Oca, a mi hogar. Se me ha ocurrido que vas a ser la señora de mi casa, y no la has visto. Es una residencia muy grande, pero va a necesitar el toque de una mujer. Seguro que querrás hacer cambios.
—¿Y no debería venir mi tía con nosotros? Seguro que sus consejos serán muy útiles —sugirió Elisabeta, intentando disimular el temor que sentía. Nadie sabía dónde estaba. Saldría huyendo si tuviera la oportunidad, aunque después no supiera cómo explicarle aquella actitud a su tío, pero esa era la última de sus preocupaciones en aquel momento. Intentó mantener la calma. Ridolfo no había hecho ademán de agredirla, aunque la noche anterior hubiera hablado de castigarla. Tal vez solo quisiera ganársela exhibiendo su riqueza. Después de todo, la suya era la casa más bonita de Siena.
Sin embargo, ni los tapices ni el precioso mobiliario sirvió para hacer que Elisabeta olvidara la sensación que le producía su mano pesada en la espalda. Ridolfo la guio por su casa y fue contándole la historia de cada obra de arte y cómo la había adquirido, y ella tuvo que padecer el mal olor de su aliento junto a la oreja. Tan cerca de él, se dio cuenta de que era verdaderamente repulsivo. No podía relajarse; tenía el vello de punta.
Él dejó el dormitorio para el final. Era una estancia grande y lujosa, amueblada con pesadas piezas de madera maciza que habían pasado de generación en generación de la familia Ranieri.
—Está decorada al estilo turco —fanfarroneó Ridolfo—. Todo lo que hay aquí proviene de Constantinopla —añadió, y bajó la voz—: Incluso las sábanas de lino son del harén de un pachá.
Le pasó la mano por la espina dorsal, y ella se estremeció.
—Creo que disfrutarás en este lecho, si se puede juzgar tu pasión por tu comportamiento con el inglés. Anoche me di cuenta de que te había juzgado mal. Estaba esperando, intentando ser un caballero y mostrar delicadeza cuando, en realidad, tú ya estabas lista para un hombre. Tienes una pasión que hay que satisfacer.
Elisabeta no dijo nada. Él debió de tomarse su silencio como una afirmación.
—Te aseguro que hay formas en las que podemos ayudarte a disfrutar —dijo Ridolfo. Se acercó a una cómoda que había junto a la cama y abrió un cajón. Sacó unas cuerdas de seda.
—Son trucos de harén. Puede que prefieras que te ate y te vende los ojos mientras aprendes a recibir placer en mi cama. El hecho de estar privado de los sentidos puede agudizar eso —dijo, y sacó también un tarro—. Esto son lociones que puedo aplicarte antes de entrar, para relajar tu cuerpo. No puedes decir que no voy a ser un amante considerado. Tengo un médico a sueldo, que se ocupará de todas tus necesidades. Cuando se anuncie nuestro compromiso, te reunirás con él para que pueda evaluar todas tus necesidades especiales.
Cerró el cajón con firmeza y se acercó a ella, obligándola a apoyar la espalda en la pared. Elisabeta no se estremeció; sabía que a él le gustaría mucho. Ridolfo tendría su victoria. La había llevado allí para hacerle una advertencia, para castigarla con sus palabras, con visiones de lo que iba a ser su vida en aquella casa. La agarró con los dedos gordos por la barbilla, con brusquedad.
—No volverás a avergonzarme como hiciste anoche con el inglés. Yo voy a ser el único que reciba tus atenciones. Cuando seas mía, puedo hacer contigo lo que me plazca. Látigos, cuerdas, pociones. ¿Sabes cuántas noches he estado tendido en esta cama, imaginándome que estabas aquí? ¿Que estabas desnuda, atada, indefensa, excitada y pidiéndome que te satisficiera?
Elisabeta le escupió en la cara.
—Yo nunca me excitaré contigo.
—¡Zorra ingenua! —exclamó él, y se limpió la saliva—. No tienes ni idea de lo que puedo obligarte a hacer —dijo, mirándola con malevolencia—. La próxima vez que pienses en tu inglés, piensa en esto. Las pociones y las drogas funcionan. Puedo hacer que te excites conmigo, quieras o no.
Se acercó demasiado, y Elisabeta aprovechó la oportunidad. Le dio un fuerte rodillazo en la entrepierna. Ridolfo se dobló hacia delante, agarrándose las ingles con las manos y gritando insultos.
Ella no se detuvo a escuchar. Corrió por las calles, esquivando vendedores y transeúntes. Le dolía el costado mientras corría por los callejones y atajos de Pantera, sin preocuparse de quién la maldecía cuando se chocaba con ellos, ni de quién la llamaba. No estaría a salvo hasta que llegara a su habitación. Allí, cerró la puerta con el pestillo, e incluso en el interior de su dormitorio, en la casa de su tío, se preguntó si alguna vez volvería a sentirse segura.
Ridolfo se levantaría al final, e iría por ella. Tal vez no pudiera contarle a su tío lo que había sucedido sin delatarse a sí mismo, porque, después de todo, las mujeres no daban rodillazos en la entrepierna a los hombres sin una buena razón. Sin embargo, Ridolfo iría por ella, no dejaría pasar aquello sin vengarse. Cuanto más se calmara su mal genio, menos severa sería esa venganza. Tenía que marcharse, tenía que salir de la ciudad. Necesitaba tiempo para pensar y para descubrir cuáles eran sus opciones. Necesitaba un amigo.
«Puedes acudir a mí». Aquellas palabras reverberaron por su mente mientras apoyaba la cabeza contra la puerta de roble, jadeando. Archer la mantendría a salvo. Él le había dado todo el poder para decidir su destino. Tal vez tuviera alguna idea sobre lo que podía hacer con ese destino, o, mejor aún, cómo evitarlo. La esperanza era lo último que iba a perder.