Dieciocho

 

¡Maldición! Ella estaba mirándolo a él, a aquel maldito inglés. Ridolfo no entendía cómo había podido encontrarlo entre aquel mar de gente, pero lo había conseguido, y tenía la cara iluminada con una sonrisa suave, y los ojos brillantes. Él la había visto revivir, y lo detestaba. A él nunca lo miraba así, y debería hacerlo. Él era Ridolfo Ranieri, el hombre más rico de Siena. Cualquier mujer entendería el honor que suponía ser su esposa.

Sin embargo, Elisabeta di Nofri, no. Ella coqueteaba abiertamente con el inglés y se había escapado en mitad de la noche, disfrazada de hombre, a verlo. ¿Cómo se atrevía a estar allí sentada con cara de inocente?

—Tu mirada es demasiado atrevida —le espetó—. Una mujer discreta mantendría la mirada baja.

Solo faltaban dos semanas para la boda. Después, él le enseñaría modales. Ninguna mujer iba a dejarlo en ridículo mirando sin disimulos a un extranjero. Al ver que ella se apagaba y bajaba la mirada al regazo, sintió satisfacción. En su opinión, un hombre que no podía dominar a su mujer no era un hombre.

La satisfacción no duró mucho. Torre había conseguido a Morello. ¿Eran imaginaciones suyas, o su prometida irguió ligeramente los hombros, como si le estuviera desafiando, como si quisiera decir «Te está bien empleado, por haberme obligado a apartar la mirada»?

Rio al inglés en la plaza, celebrando la asignación del caballo a su contrada. El destino se había mostrado favorable con aquel inglés desde su llegada. Ridolfo se puso en pie y entró en la casa, mientras se le ocurría una idea para separar a su prometida del inglés para siempre. Tenía que hacer planes. Iba a vengarse, y Elisabeta formaría parte de aquella venganza sin saberlo.

Cuando hubiera terminado, el inglés iba a lamentar haberse cruzado con Elisabeta di Nofri, y Elisabeta agradecería contar con la protección de su novio. Ya estaba imaginándose las formas en que ella podría demostrarle su gratitud. Iba a hablar con su tío aquella misma noche. Había llegado el momento de ejecutar su plan. Iba a haber fiestas en las contradas que habían conseguido buenos caballos, como Torre y Pantera. Pero, al día siguiente, Elisabeta iba a ser la causante de su propia desgracia.

 

 

Elisabeta intentó no quedarse mirando. Intentó participar en las conversaciones que tenían lugar a su alrededor, mientras sus vecinos cenaban en las largas mesas que se habían dispuesto en la calle. Sin embargo, no podía dejar de mirar hacia la mesa en la que estaban sentados Ridolfo y su tío, hablando animadamente. Giuliano ya estaba cumpliendo con sus deberes de mangini y, con su primo ausente, ella no tenía forma de saber lo que estaba hablando Ridolfo con su tío.

Se le formó un nudo de nerviosismo en el estómago. Ridolfo se había comportado de un modo muy posesivo aquel día, durante la tratta. Sus palabras y sus gestos estaban destinados a recordarle que debía ser obediente y permanecer sumisa su lado, como esposa. Pero también le recordaron otra proposición a la que todavía no había respondido.

Archer había hablado en serio. Por ella, estaba dispuesto a enfrentarse a las consecuencias de su proposición. ¿Podría hacerlo ella también? Lo quería, pero ¿era justo aceptar la felicidad que él le ofrecía, o tal vez fuera más justo liberarlo de su compromiso con ella? ¿Debería dejarlo libre, o aceptar el amor con todas sus consecuencias?

Sin embargo, el amor que sentía por Archer no era lo único que debía considerar. También estaba su familia. Si se decidía por Archer, les haría daño. Tal vez fuera mejor no verlo aquella noche, después de todo. Él iba a estar muy ocupado con el caballo, y ella no había avanzado en la resolución de su dilema.

Su tío le hizo un gesto para que se acercara a ellos, y Elisabeta se levantó con miedo. ¿Qué querría Ridolfo de ella? ¿Acaso pretendía castigarla por haber mirado a Archer aquella tarde? ¿Se lo habría dicho a su tío?

—Sobrina —dijo su tío, con despreocupación—. Quiero saber más cosas sobre el zaino que nos han asignado. Creo que Torre estaría dispuesto a hablar contigo. Quiero que vayas mañana a sus establos y que le preguntes al inglés por sus caballos.

—Claro, tío. Iré encantada.

Estaba verdaderamente encantada de ir, puesto que así tendría una excusa para ver a Archer.

 

 

De hecho, Elisabeta estaba tan contenta que, hasta el día siguiente, no se le ocurrió pensar que era muy sospechoso que la enviaran a ella a hablar con el inglés. ¿Por qué no Giuliano? ¿Y por qué se lo había pedido a ella, cuando su tío conocía a la perfección a los caballos? Aquel caballo zaino no podía tener nada que su tío no supiera ya. Había algo extraño en todo. Se alegraba de poder ver a Archer; al menos, tendría la oportunidad de advertirle para que pudiera tomar medidas y protegerse de cualquier cosa que pudiera suceder.

 

 

Proteger a Morello no era una cuestión insignificante. Archer bostezó. Llevaba despierto toda la noche y todo el día. Solo había podido descansar cuando los mozos habían ido a buscar a Morello para participar en el primer ensayo general nocturno y, de nuevo, durante el ensayo general de la mañana. En total, había seis de aquellas pruebas oficiales. Él había ido con uno de los mozos a ver correr a Morello aquella mañana, en el segundo ensayo. En aquel momento, estaban cepillando al caballo para que descansara por la tarde y, después, prepararlo para la prueba de la noche.

Ojalá él pudiera hacer lo mismo. Estaba agotado, en parte por no haber dormido durante días y, en parte, porque no había mucho que hacer en el establo de la contrada, salvo jugar a las cartas y mantener a raya los trucos de jugador de cartas de Nolan. No podía permitir que su amigo desplumara a todos sus parientes.

Tal vez vigilar al caballo fuera una tarea muy prestigiosa, sobre todo cuando ese caballo era el favorito para ganar la carrera, pero no era demasiado emocionante. Hasta el momento, no había habido ningún problema en la cuadra. Le habían advertido que, a menudo, las contradas descontentas no vacilaban a la hora de empezar una pelea callejera si pensaban que su caballo o su jinete habían recibido un trato injusto durante alguna de las pruebas.

Lo máximo de lo que había tenido que proteger el establo había sido de la cantidad de vecinos que se habían acercado a acariciarlo, y de la cantidad de chicas en edad casadera que se habían acercado a sonreírle a él, seguramente, animadas por su tío. Aunque había hecho falta un poco de diplomacia para alejar a los vecinos y a las chicas sin herir sus sentimientos, no era exactamente un trabajo emocionante.

Además, seguía obsesionado con Elisabeta. No podía verla, así que tampoco podía enterarse de cuál era su respuesta. Estaba inquieto, ansioso por hacer algo y frustrado porque no podía hacer nada, con el Palio tan cercano.

Se pasó una mano por el pelo y entornó los ojos para mirar al otro lado del establo. Había alguien allí, apoyado contra la pared. Pestañeó. Era una mujer.

No podía ser Elisabeta. Eso sería demasiado bueno como para ser cierto. Sin embargo, sí, lo era. A Archer se le aceleró el pulso. Elisabeta estaba allí, como si él mismo la hubiera conjurado con su pensamiento.

Caminó hacia ella y, a cada paso, su cansancio fue desapareciendo.

—Signora di Nofri, ¡qué sorpresa más agradable!

Le tomó ambas manos, y sonrió para decirle todo lo que no podía decir con palabras delante de todos los demás.

—Signor Crawford, me alegro de verlo —dijo ella, formal y amablemente. Sin embargo, tenía los ojos brillantes, y le acarició las manos con los dedos pulgares, casi imperceptiblemente, en secreto—. He venido a darle la enhorabuena por haber conseguido a Morello. Mi tío dice que ese caballo no le va a decepcionar.

—Y el caballo de Pantera tampoco causará una decepción —dijo Archer, confirmando que no estaban hablando tan solo de caballos.

Ella se ruborizó y apartó la vista con recato al oír aquel cumplido.

—Gracias —dijo.

Archer se dio cuenta de que tenía algo en la cabeza. Una vez que habían cumplido con las cortesías de rigor, ella se había quedado distraída. Archer esperó a que se aproximara.

—Tengo que preguntarle algo sobre el zaino. Mi tío pensó que tal vez usted lo supiera —dijo Elisabeta. A él le pareció extraño. Las contradas no se pedían consejo unas a otras sobre los caballos. Archer la tomó del brazo.

—Acompáñeme a un lugar donde podamos hablar en privado —dijo.

Tal vez Elisabeta quisiera alejarse de la multitud, aunque, en realidad, solo quedaban dos mozos. O, tal vez, aquello no fuera más que una excusa para hablar con él, porque no había ido a preguntarle nada, sino a darle una respuesta. A Archer se le aceleró el pulso.

La llevó a un rincón tranquilo del establo, a un compartimiento vacío donde no pudieran molestarlos.

—Bueno, dime lo que estás pensando. ¿Has venido a darme la respuesta a mi proposición?

Ella lo miró fijamente. Estaba claro que quería decirle algo más allá de las palabras, pero él no lo entendía.

—Ridolfo y mi tío querían saber tu opinión sobre el peso del caballo. Les preocupa que esté demasiado delgado.

Archer se quedó decepcionado. Elisabeta no había ido allí por voluntad propia, pero eso también era revelador. Era una mensajera enviada por Ridolfo y por su tío. El hecho de que la hubieran dejado ir allí, o que la hubieran obligado a ir, la había puesto nerviosa. Ella también sospechaba algo.

Archer se inclinó y le dio un beso suave para reconfortarla.

—¿Te han enviado para espiar a Torre?

—No lo sé —dijo ella, y le rodeó el cuello con los brazos. Él la estrechó contra sí para sentirla.

—Te vi en la tratta —le dijo Archer—. Estabas preciosa, toda vestida de blanco.

—Yo también te vi a ti.

—¿Por eso apartaste la mirada? ¿Te pilló Ridolfo?

Sus miradas, aunque privadas y discretas, habían sido detectadas incluso entre la multitud. ¿Acaso la habían enviado a modo de advertencia? ¿La habían obligado a servir de títere en una venganza ideada por la contrada? Archer experimentó un intenso sentimiento de protección. Ella era suya, a pesar de los planes que hubieran hecho otros hombres, y no permitiría que se viera subyugada por nadie.

—He venido para poder advertirte, pero no sé de qué, solo de que están tramando algo.

Estaba muy bella, a pesar de su preocupación. Todos los sentimientos que no se atrevía a admitir con palabras brillaban en sus ojos. Archer notó un latido de vida y de excitación en el cuerpo. La había apoyado en la pared y estaban a solas, y su cuerpo femenino también estaba receptivo; podría tomarla allí mismo, y todo terminaría en pocos momentos, dado el deseo que ambos sentían. Solo necesitaba una señal de Elisabeta.

—Archer —dijo ella—. Te deseo… Por favor, Archer… —gimió, y recorrió a través del pantalón su miembro erecto con la cadera.

Ya habían hecho aquello antes. Se les daba muy bien junto a una pared. Él la levantó, y ella lo rodeó con las piernas, y sus cuerpos se unieron sin esfuerzo. Él hundió su miembro profundamente, con fuerza, golpeando su centro femenino por primera vez. Escuchó con deleite el gemido de satisfacción de Elisabeta, sin preocuparse de si era muy alto ni de quién podía oírlo. Tal vez, una parte egoísta de sí mismo quería que la oyeran, que los descubrieran. Así, podría romperse el compromiso con Ridolfo, y a ella no le quedaría más remedio que aceptarlo a él. Sin embargo, su conciencia no se lo permitiría. No podía atraparla arrebatándole la capacidad de elegir.

Ella apoyó la cabeza contra la pared y arqueó el cuerpo, y él volvió a embestir. Archer notó que se agarraba a sus hombros. Oh, aquello que podían hacer los dos juntos era el cielo; saber que podía hacer que perdiera el control, llevarla hasta un punto en el que pensara que todo era posible, en el que podría alejarse de sus obligaciones e irse con él. Elisabeta gimió. Él sintió que su cuerpo se contraía a su alrededor y notó que él mismo llegaba al clímax. Ojalá estuvieran desnudos y pudiera sentir su piel. Sin embargo, era suficiente poder moverse contra ella, con los labios pegados a su hombro para poder enmudecer sus gritos de placer, era suficiente llegar al éxtasis con ella y respirar con fuerza el uno contra el otro.

—Ojalá se nos terminara el deseo —dijo ella, con un suspiro.

Archer se rio suavemente.

—¿Por qué quieres que se acabe algo tan maravilloso?

Ella abrió los ojos y lo miró fijamente.

—Porque entonces sería más fácil separarme de ti.

—No digas eso. ¿Por qué ibas a dejarme, si no tienes por qué hacerlo? —le preguntó él y, cuando ella iba a responder con una protesta evidente, la de que estaba comprometida con otro, él la besó para silenciarla—. La solución es muy sencilla. Cásate conmigo en vez de con él.

Le dijo aquellas palabras tan suavemente, que ella pensó que tal vez se las había imaginado, que las había oído porque quería oírlas, que sus sueños se habían convertido en realidad. Sin embargo, no podía aceptar aquella proposición.

—No sacrifiques tus esperanzas por mí. Puedes tenerlo todo. Yo solo te costaría un escándalo si te quedas y, si te vas, dolor —le susurró ella, besándolo también, y notando que él se movía, todavía dentro de su cuerpo—. No viniste a Siena por mí.

Si permitía que sus esperanzas siguieran vivas, él terminaría por odiarla. ¿Acaso todavía no se había dado cuenta de que casarse con ella tenía un precio muy alto?

—Yo no soy tu sueño, Archer.

—Es verdad, Elisabeta —replicó él—. No eras mi sueño, el matrimonio no formaba parte de mi sueño cuando vine, pero ahora sí, y tú tienes algo que ver.

—No. Tú quieres rescatarme, Archer. Está en tu naturaleza.

—Yo desearía esto, te desearía a ti, aunque tú no estuvieras en esta situación —dijo Archer. Los argumentos de Elisabeta estaban desgastados. Habían perdido su poder. Ya no tenía nada nuevo con lo que contradecirle. Él se dio cuenta de que la tenía cerca de la claudicación. Eso significaba que estaba abierta a su proposición, que deseaba aceptarla.

—Archer, esto no solo nos afecta a nosotros.

—Pues tal vez debería ser así —respondió él, con ferocidad—. Tal vez eso es lo que ha estado complicándolo todo desde el principio. Dejemos que esto sea solo cosa nuestra.

En aquel momento, se oyeron unas pisadas apresuradas en el pasillo que había junto al compartimiento, y alguien gritó:

—¡Signor Crawford! ¡Morello lo necesita!

Archer se separó rápidamente de Elisabeta y se colocó delante de ella, para ocultarla.

—¿Qué ocurre, chico? —preguntó, con un ladrido, y salió del compartimiento. Se hizo cargo de la situación mientras ella utilizaba el tiempo para arreglarse el vestido.

—Morello no quiere comerse su heno.

Archer miró hacia atrás brevemente. «¿Era esto lo que temías? ¿Lo sabías?».

—¿Se ha acercado alguien al caballo o a su comida? —le preguntó al mozo.

Él no podía estar en dos sitios a la vez. Se suponía que debía vigilar al caballo, y que los mozos del establo vigilarían su heno.

El chico palideció al responder.

—No, signor, al caballo, no.

Archer recorrió el pasillo hasta el compartimiento de Morello, siguiendo al mozo. Elisabeta iba a su lado, temblando, pensando rápidamente y encontrando al culpable.

—Esto es culpa mía, Archer. No debería haber venido. Es la venganza de Ridolfo. Ha ido por el caballo por mi culpa.

Si Ridolfo le había hecho algo al caballo, tendría que responderle personalmente a él. El animal era inocente en todo aquello. Ella luchaba por mantener el paso de las largas zancadas de Archer.

—Es culpa mía, por intentar alcanzar algo que no era mío, por no cumplir las normas y no ser una sobrina obediente.

Archer negó con la cabeza.

—Ya hablaremos después.

Él analizaría los motivos cuando se hubiera calmado su ira. En aquel momento, lo más importante era cuidar de Morello.

En el compartimiento del caballo, Archer se agachó y tomó un puñado de heno. Lo olfateó, lo abrió y lo examinó cuidadosamente ante los mozos del establo. Les pasó algo de heno a los demás, mientras explicaba:

—Morello no lo ha comido porque está adulterado. Tiene angélica. A los caballos no les gusta el sabor amargo. No tendría por qué haberle hecho daño al caballo —dijo. Después, se volvió hacia Elisabeta para tranquilizarla—. Pero sí lo habría dejado hambriento si esto hubiera seguido así uno o dos días —añadió. Lo justo para impedir que participara en el Palio.

No habría hecho daño al caballo en aquella ocasión. Sin embargo, Archer temió que aquello fuera un aviso para Torre, o incluso para provocar un estallido de violencia. Todo el mundo sabía que Torre y Oca podían pelearse por las calles.

Archer empezó a preguntar a los mozos. ¿Había habido algún momento en que la comida hubiera quedado sin supervisión? Fue paciente con ellos, porque no quería culpar a ningún inocente. Uno de los chicos señaló a Elisabeta con un dedo.

—El heno quedó sin vigilancia cuando llegó ella. Ella necesitaba saber dónde estaba usted, así que la acompañamos hasta dentro del establo. No se puede confiar en nadie, y menos en una mujer —dijo el chico, mirando a Elisabeta con una expresión acusatoria, y Archer sintió que su mundo se desmoronaba.

Antes de aquella noche, todo el mundo sabría lo que había hecho ella. Su tío sabría que Elisabeta había estado allí, y que había estado a punto de ocurrir un desastre. Los otros mozos ya le estaban lanzando puñales con la mirada.

—No es así, Archer. Yo he venido a avistarte.

Elisabeta no temía hablar, pero él temía escuchar, temía admitir que lo habían engañado. Todos sus argumentos a favor de la lealtad hacia la familia, y toda su reticencia a darle una respuesta a su proposición cobraron sentido en aquel momento. Desde el principio, ella había dejado bien claro que quería sexo, placer. Tal vez no quisiera casarse con Ridolfo, pero, al final, la familia y las tradiciones eran muy difíciles de abandonar. Y, quién sabía, tal vez hubiera logrado un trato más satisfactorio para ella si les prestaba aquel pequeño servicio.

Y, sin embargo, ella había huido y había acudido a él. En el campo, Elisabeta tenía miedo de Ridolfo, y esa clase de terror no podía fingirse.

—Creo que deberías irte —le dijo Archer.

Más tarde decidiría si aquellas palabras eran de protección o de despedida. La seguridad que él hubiera podido crear para los dos, en aquel momento, había desaparecido.