Siete
¡Archer estaba allí! Elisabeta notó su mirada antes de atreverse a buscarlo. No quería llevarse una decepción. No quería alzar la vista y darse cuenta de que estaba equivocada, de que su imaginación había respondido a un deseo casi infantil. Nadie podía sentir la mirada de otro y, si la notaba, probablemente no era la del hombre de sus sueños. Literalmente, del hombre de sus sueños durante las dos últimas noches. Era improbable que el hombre en quien no podía dejar de pensar apareciera de repente en una granja de la Toscana. La vida no era así. Ella no tenía tanta suerte. Y, sin embargo, la ilusión de que era tan afortunada resultaba muy agradable; podía mantenerla si no subía la mirada. No debería mirar, y no iba a mirar. Si miraba, la ilusión se haría pedazos. No cometería el mismo delito de Orfeo, el de mirar.
Miró.
Él la estaba mirando a ella.
Elisabeta pestañeó, temiendo que la imagen desapareciera. Tal vez solo lo hubiera visto porque deseaba verlo allí. No, no; era él, claramente. Incluso a aquella distancia, ella reconocía su pelo castaño claro y largo, la forma de su mandíbula y su boca.
El dueño de la granja los había dejado a solas para entrevistarse con otros clientes, y Elisabeta se dio cuenta de que, casi con toda seguridad, Giuliano también la estaba observando. Entonces, volvió la cara con buen cuidado de disimular sus emociones.
De repente, tuvo una sospecha.
—¿Sabías que él iba a estar aquí? —le preguntó a su primo, recordando que él le había pedido que lo acompañara a la granja.
—Me lo imaginaba, nada más —admitió Giuliano—. Deberíamos entrar a comer —dijo, sonriendo, y la tomó del brazo—. Tengo hambre, ¿tú no?
No podía negar que sí tenía hambre; ojalá la fruta prohibida estuviera en el menú. Si lo estaba, ¿comería de ella? Estaba a punto de poner a prueba todas sus hipótesis. Tenía la oportunidad de verlo de nuevo. ¿La aprovecharía? ¿Y por qué le importaba tanto?
La comida se sirvió en una larga mesa, a la sombra de unos árboles. La esposa de Michele di Stefano había preparado un delicioso banquete. Había pasta fresca, bandejas de mozzarella y tomate, aceitunas y pan con aceite de oliva. Y, por supuesto, había vino de la región.
Tal vez fuera un esfuerzo por impresionar a Pantera, pensó Elisabeta. Pantera había ganado el Palio. Sería bueno contar con su favor. O, tal vez, se tratara de impresionar al influyente capitano de Torre y a su sobrino.
Elisabeta miró a Archer cuando ocupaban sus sillas. Él no había conseguido sentarse a su lado, puesto que Giuliano se había ocupado de que no fuera posible.
—Es mejor para tu reputación —le susurró a Elisabeta al oído; sin embargo, percibió el tono irónico de su primo; él entendía que era paradójico brindarle aquella oportunidad y mantenerla alejada de Archer durante la comida—. Que te mire, que sienta impaciencia y espere su momento —le recomendó Giuliano en voz baja.
—No sé si te quiero o te odio —respondió Elisabeta.
Giuliano le guiñó un ojo.
—Me quieres, prima.
Elisabeta bajó aún más la voz.
—Ya te lo diré después de la comida.
Miró a Archer disimuladamente por encima del borde de su copa de vino. La comida iba a ser… interesante.
—¿Le gustaría ir a dar un paseo a caballo?
Aquella pregunta tomó por sorpresa a Elisabeta al terminar de comer. Se atragantó y estuvo a punto de escupir el vino que acababa de tomar.
—¿Un paseo a caballo? —preguntó, después de limpiarse la boca con la servilleta. ¿En qué estaba pensando Archer, para hacerle tal invitación delante de los demás? El almuerzo había sido muy decoroso y la conversación había versado solo sobre los caballos y los sucesos de la ciudad. Ambos grupos se habían cuidado de no revelar demasiado sin perder la cordialidad.
Archer la miró con los ojos muy brillantes.
—Sabe montar, ¿no?
—Sí —respondió Elisabeta, y tomó otro sorbo de vino para tranquilizarse—. ¿El caballo castaño que está en el patio es suyo?
Se había fijado en el animal antes de comer. Era magnífico.
—Sí —dijo Archer, mientras tomaba otra rebanada de pan.
Entonces, su tío intervino en la conversación.
—La historia de ese caballo es increíble.
—Cuéntemela —le dijo Elisabeta a Archer, con una sonrisa—. Me encantan las historias sobre caballos.
Era una buena historia, cierto, y peligrosa. Al final de su narración, Archer ya no era un extraño, sino un hombre al que ella estaba empezando a conocer y a respetar, un hombre que compartía su amor por los caballos. Sin embargo, ella no quería conocerlo, porque entonces empezaría a haber lazos entre ellos; aunque, para ser sincera, tenía que reconocer que tal vez la idea de «sin ataduras» se había desvanecido en cuanto lo había visto al otro lado del corral. O, tal vez, nunca había existido. Tal vez solo hubiera sido una regla muy conveniente para justificar lo que quería hacer.
En aquel momento, ya lo conocía. Era un hombre que amaba a los animales, que se ocupaba de su bienestar, como ella. Habría sido más fácil resistir la tentación si él tan solo tolerara a los caballos, o los viera como un animal al servicio del hombre.
Archer terminó de contar su historia y se levantó de la mesa. Le tendió una mano.
—Entonces, ¿damos un paseo a caballo mientras los demás terminan sus asuntos?
Para respetar el protocolo, ella esperó a que Giuliano asintiera. Su primo hacía las veces de acompañante, aunque ella solo lo necesitaba nominalmente, puesto que era viuda y la presencia de un protector masculino comunicaba a los demás que la familia la valoraba. Sin embargo, su tío se quedaría horrorizado si supiera en qué consistían de veras la protección y vigilancia de Giuliano, que, en ese sentido, era un verdadero desastre. Los dos se reirían durante el camino de vuelta a casa.
Tomó la mano de Archer y dejó que la guiara hacia los caballos. Él había hecho las cosas de manera inteligente, porque su oferta de acompañarla a dar un paseo parecería algo generoso: los otros hombres de la mesa agradecerían que no estuviera para poder hablar de sus asuntos sin la presencia femenina, a pesar de que ella supiera de caballos mucho más que la mayoría de la gente. Por otra parte, Archer, el extranjero, tampoco era necesario en su conversación. Era lógico que se la llevara y actuara de escolta.
Salieron en sus propios caballos. El caballo zaino de Archer era magnífico, y su yegua relinchó de deleite.
—¿Qué yegua es esta? —preguntó Archer, mientras tomaban un camino que partía desde el corral.
—Es una calabresa. La raza se originó al sur de esta zona, en Calabria, como su propio nombre indica.
Archer observó a la yegua mientras paseaban.
—¿Es un cruce con un árabe? La cabeza es inconfundible. Y tal vez hayan usado otra raza más, porque no veo otros rasgos del caballo árabe. Los caballos árabes son más pequeños y tienen un cuerpo más apretado. Esta yegua es más grande.
Estaba pensando en voz alta, y Elisabeta reconoció aquel rasgo. Ella también pensaba en voz alta cuando miraba a los caballos y se preguntaba cuáles eran sus antecedentes.
—Seguramente haya algún caballo andaluz en su árbol genealógico —dijo, y le dio una palmadita en el hombro a su yegua—. Tiene doce años, y yo la tengo desde que tenía diecisiete.
La yegua había sido un regalo de bodas de su tío por cumplir su deber para con la familia. Había ido con ella a Florencia, y había vuelto a Siena. Las dos habían capeado juntas los últimos cinco años. Se quitó de la cabeza los recuerdos. Hablar de caballos era mejor que recordar cosas tristes del pasado. Con eso solo conseguiría pensar en un futuro que no tenía fuerzas para analizar, y menos con aquel hombre tan guapo a su lado. Se hizo el silencio entre ellos. No podían hablar de caballos para siempre.
—No creía que fuera a verte de nuevo —dijo Archer.
—¿Y querías volver a verme? —preguntó ella. No sabía cómo interpretar el comentario. ¿Era aquella tarde una buena sorpresa, o una mala?
—Qué pregunta tan directa e importante —bromeó Archer, y la miró con un brillo de alegría en los ojos—. No estoy seguro de cómo contestar a eso para no parecer demasiado desesperado. Digamos que no estoy acostumbrado a que las mujeres salgan corriendo.
Era demasiado guapo como para que las mujeres salieran corriendo. Seguramente, se arrojaban a sus brazos.
—Bueno, siempre hay una primera vez para todo —respondió Elisabeta, con una carcajada. Era más fácil flirtear y bromear con él que mantener una conversación más seria, pero la pregunta continuaba sin respuesta: ¿Qué iba a ocurrir? ¿Había algo entre ellos que mereciera la pena explorar? ¿Se atrevería ella?
Su yegua giró el cuello hacia el zaino y le dio un mordisco. El zaino hizo lo mismo, y ambos animales se hicieron a un lado.
—Está en celo —dijo Archer, y tiró de las riendas para que su caballo volviera al camino.
—Sí, es lo más probable —respondió Elisabeta.
«Y no es la única», pensó. Ella se sentía excitada desde que se había sentado a comer. Archer tenía una mirada seductora y los labios más deliciosos que ella había visto en un hombre. Parecía que cada palabra que pronunciaba conjuraba imágenes eróticas en su mente, le recordaba sus cuerpos entrelazados en el callejón y le transmitía la posibilidad de que hubiera algo más.
—¿Hay algún sitio donde podamos correr? —preguntó él, preocupándose primero de la seguridad de su caballo, como cualquier buen jinete.
Ella asintió.
—Hay un prado un poco más adelante. Podemos galopar allí.
Elisabeta taloneó a la yegua y comenzó a trotar rápidamente, adelantando a Archer por el camino. Aquella carrerita era exactamente lo que necesitaban tanto ella como su yegua.
Al borde del prado, Elisabeta dejó correr a la yegua, y el viento le arrebató el sombrero de la cabeza y le soltó el pelo de las horquillas. Se le borraron todos los pensamientos de la cabeza, hasta que no quedó nada más que el cielo y su yegua. Aquello era casi como volar; aquellos momentos de euforia eran lo más cercano a la libertad que iba a poder experimentar en la vida.
El sonido de unos cascos la avisó de que Archer se acercaba. El zaino se puso a su lado y estiró el cuerpo al galope, adelantándola ligeramente, lo suficiente como para que ella pudiera apreciar la silueta agachada de Archer sobre el cuello del animal. Ambos ofrecían una imagen perfecta de sincronía.
Su yegua no iba a permitir que la adelantara ningún semental; se pusieron junto al zaino y Archer le lanzó una sonrisa de deleite, conformándose con que los caballos resolvieran la carrera por sí mismos. O la pradera. Al terminar el terreno, la carrera tuvo que terminar también, y lo hizo en tablas. Los caballos no podían seguir corriendo con seguridad y ambos se detuvieron con la respiración muy rápida. Archer bajó de su caballo de un salto y se acercó a ella.
—Vamos a llevarlos a dar un paseo —dijo.
Entonces la tomó por la cintura para ayudarla a bajar también, y ella sintió un escalofrío de emoción por todo el cuerpo.
Los caballos fueron más obedientes después de la carrera, y caminaron pacientemente detrás de ellos por un sendero que discurría a la sombra de los árboles.
—Hablando de primeras veces, ¿fue tu primera vez en un callejón? —preguntó Archer, con atrevimiento, retomando la conversación que mantenían antes de correr. Elisabeta tenía la esperanza de que la hubiera olvidado, pero no fue así.
—Vaya, ¿quién está haciendo preguntas directas e importantes ahora? —respondió ella.
Sin embargo, las bromas y la diversión habían desaparecido. Era el momento de ser serios. ¿Qué sabían el uno del otro? ¿Qué querían saber?—. De igual forma que tú no estás acostumbrado a que las mujeres salgan huyendo de ti, yo no tengo la costumbre de… de… —Elisabeta buscó una palabra delicada, porque no quería ser ordinaria.
—¿Pasearte por los callejones? —le dijo Archer—. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué esa noche? ¿Y por qué yo?
Ella podría decirle que no lo sabía, pero sería una mentira, y él iba a darse cuenta. Archer había sido un desahogo distinto, seguro y conveniente para la ira que sentía por el compromiso, y para su discreta rebelión. Sin embargo, no había sido lo suficientemente distinto, seguro y conveniente. Tenía relación con una contrada enemiga, puesto que era el amado sobrino de su capitano. No iba a desaparecer como por arte de magia, tal y como ella había pensado en un principio. Optó por una respuesta sencilla:
—Te deseaba.
—¿A mí, o a lo que podía darte? ¿Un baile, compañía y placer? —preguntó Archer.
Él sostuvo su mirada, y ella no desvió los ojos para permitir que él viera la sinceridad. Que sus ojos confesaran lo que no se atrevía a decir con palabras.
—¿Y ahora, Elisabeta di Nofri? —preguntó él, añadiendo su apellido para dejar una cosa clara: sabían más uno sobre el otro, y ya no eran extraños, así que ella iba a tener que pensar por qué quería aquello. Una vez podría haber sido una rebelión y una temeridad, pero dos era algo más.
Cometió un atrevimiento. Ya pensaría en todos los motivos más tarde.
—Ahora, Archer Crawford, sigo deseándote.
Pero…
No era necesario que ella pronunciara la palabra «pero»; Archer la oía en medio del silencio que los rodeaba, entre los árboles. Las cosas iban a ser distintas a partir de aquel momento. Ya no los protegía el anonimato del callejón. La magia de la noche, de la unión de dos extraños, ya no podía prevalecer por sí sola, sino que había que tomar en cuenta otras consideraciones. No sería imposible tener una aventura, pero esa aventura acarrearía consecuencias. Elisabeta tenía familia. Durante la comida, él había entendido muy bien que Giuliano di Bruno era una presencia masculina y protectora que no iba a tolerar que nadie se relacionara de una forma inadecuada con una mujer de la familia.
—Solo has respondido la mitad de la pregunta —le dijo.
Archer tomó las riendas de la yegua de Elisabeta y se dirigió hacia un claro de hierba con los caballos. Ató ambas riendas a una valla de madera, con la esperanza de que el hecho de hacer algo, de alejarse de ella, la animara a hablar más, y animara menos a su propio cuerpo. Su mente entendía la necesidad de renegociar la situación, pero su cuerpo ardía de deseo y pedía a gritos una satisfacción.
Quisiera o no, Elisabeta le había estado tentando desde la comida, observándolo disimuladamente por encima del borde de la copa de vino, mientras su boca formaba contra el cristal una preciosa fresa roja, como las que habían tomado la otra noche en la plaza. Y, en aquel momento, acababa de confesarle que aún lo deseaba.
Podría poseerla de nuevo. Era viuda, y aquello no era ningún romanticismo. Él no le había mentido a su tío Giacomo al decirle que no buscaba esposa. No tenía tiempo para una relación amorosa ni para hacer todos los esfuerzos que requería un cortejo adecuado. Su prioridad era el Palio y comenzar su nueva vida. Al final, por supuesto, encontraría una esposa, pero no ahora. La preciosa Elisabeta di Nofri tampoco estaba buscando el romanticismo, solo buscaba compañía y placer. Y él podía darle ambas cosas.
—Todavía no me has dicho el motivo de aquella noche —le dijo a Elisabeta, mientras se acercaba a ella, que se había apoyado en el tronco de un árbol. Se le había soltado la melena a causa de la carrera, y tenía las mejillas sonrojadas. Tenía abierto el cuello de la blusa y la chaqueta, desabotonada hasta la cintura. Era una imagen tentadora, y Archer se dio cuenta de que había perdido la batalla contra sí mismo, y estaba completamente excitado.
—He contestado la parte más importante de la pregunta: ¿Por qué tú? El resto no tiene importancia —dijo ella, con una sonrisa que incrementó aún más su deseo.
Archer apoyó un brazo en el tronco del árbol y le miró la boca.
—Puede que no esté de acuerdo —dijo—. Puede que yo crea que la parte más importante de la pregunta es «¿Por qué esa noche?». Me pregunto por qué una mujer tan bella elegiría esa noche de repente para escapar con un extraño, por primera vez en su vida. Lo que hiciste fue muy temerario. Tienes que tener un motivo.
Ella se echó a reír.
—¿La temeridad tiene motivos? ¿No son precisamente cosas contrarias?
—No, yo creo que una cosa espolea a la otra.
Él la estaba presionando para que le diera una respuesta, y ella apartó la mirada. Claramente, se sentía incómoda con aquella conversación, pero él necesitaba aquella respuesta antes de dejar que las cosas siguieran progresando, antes de poder reclamar aquel beso que estaba a pocos centímetros de distancia, en los labios de Elisabeta.
Ella no tuvo reparos. Se acercó a él y lo besó mientras deslizaba una mano por debajo de su camisa. Él notó su caricia, y su cuerpo se rindió a la tentación. La agarró de la muñeca y separó sus labios de los de ella.
—No. Hasta que no tenga mi respuesta, no.
A ella se le endureció la mirada. Ah, así que había sabido interpretar sus actos a la perfección, pensó Archer. Aquel beso había sido una distracción, un intento de evitar sus preguntas, y se había disgustado al no conseguirlo. Elisabeta respondió en un tono seco; sabía mantenerse firme.
—Dudo que mi respuesta te haga cambiar de opinión si estás empeñado en ser un noble y heroico caballero.
Archer supo, en ese momento, que iba a ser complicado. Ella había estado usando su anonimato para protegerlo. Nadie podría culparlo de algo que no sabía. Sin embargo, no estaba habituado a esconderse detrás de las estratagemas de nadie. Le agarró la muñeca con un poco más de fuerza para que no tratara de escapar.
—No voy a permitir que me utilicen para ponerle los cuernos a nadie.
—Todavía no hay nada decidido oficialmente —replicó ella. No le había gustado que eligiera aquellas palabras, y alzó la barbilla con un gesto de desafío—. No he traicionado a nadie. Tu honor está intacto. No te he comprometido.
«Todavía no», pensó él.
Aunque ella había dicho aquello para defenderse, también había admitido que había alguien más. Así pues, Archer supo que su intuición había acertado, y que Elisabeta lo había usado como vía de escape. Elisabeta di Nofri era una femme fatale. Tal vez no tuviera la costumbre de frecuentar los callejones, pero él dudaba que fuera el primer hombre a quien había seducido.
—Dime, ¿quién es él?
A Elisabeta se le ensombreció el semblante al responder.
—Hay un hombre con quien quiere casarme mi tío. Es por el bien de la contrada.
—¿Y tú te opones al matrimonio? —preguntó Archer.
—A mí no me han preguntado —respondió Elisabeta, con los ojos grises llenos de rabia y de indignación. Tiró de la muñeca para zafarse, y Archer la soltó para que pudiera caminar por el claro y desahogar su ira.
—Me van a vender otra vez por el bien de la familia; en esta ocasión, a un hombre viejo y gotoso. Yo no he dado mi permiso. Mi tío es el cabeza de familia y el capitano de la contrada. Tiene derecho a hacerlo.
En sus ojos se habían formado llamas de furia, y Archer podía sentir su calor. Su cuerpo se encendió también.
Elisabeta no había terminado. Caminó hacia él con pasos fuertes, hasta que estuvieron uno frente al otro.
—Se supone que tengo que sentirme honrada por tener la oportunidad de acompañarle en el lecho y dejar que me frote con su cuerpo gordo y peludo para darse placer.
Archer se sintió afectado por la fea imagen que crearon sus palabras. Ella sería un desperdicio en manos de un hombre como aquel. Nunca echaría la cabeza hacia atrás y se abandonaría a la pasión como había hecho en el callejón, con él.
Elisabeta entrecerró los ojos.
—Tuve que casarme con un chico tan joven que casi no sabía cumplir con sus deberes conyugales y, ahora, tengo que casarme con un viejo. Así que, si tú quieres condenarme por buscar un poco de placer, pues hazlo —le dijo a Archer. Al final, se le entrecortó un poco la voz—: Lo único que quería en la vida era tener a un buen hombre a mi lado.
—Y lo tendrás —contestó él, rápidamente, con la voz enronquecida.
Entonces, la tomó por la cintura y la estrechó contra su cuerpo. La besó y probó su ira, su desesperación y, por debajo de aquello, percibió también su esperanza. Aquel fue el fuego que él atizó y alimentó. Al menos, durante un rato, ella iba a estar con un buen hombre; él mismo iba a encargarse de ello. No podía darle toda su vida, pero le daría placer, al menos, en aquel momento.