Doce

 

Si había algo que Archer conociera bien, eran los caballos. Sentía el calor de sus patas si estaban agarrotados, y con solo apretarles cincha ya sabía cuáles de ellos tenían dolor al flexionar la columna vertebral. Sabía tratar sus enfermedades, y lo hacía. Pasaba horas masajeándoles los músculos de los hombros y la espalda con linimento a los caballos que tenía su tío en su villa campestre de la zona de Chianti. Los caballos se convirtieron en su única ocupación, además de esperar a Elisabeta.

Concentrar toda su atención en los caballos era la parte fácil. Esperar a Elisabeta, no. Archer se tendió en la hierba y miró el cielo mientras salían las primeras estrellas. Aquello se había convertido en un ritual nocturno: tenderse en la hierba delante de la villa. Solo habían pasado tres días desde la última vez que la había visto, y sabía que ella no podría aparecer muy pronto, porque tendría que preparar el viaje; y eso, suponiendo que pudiera hacerlo. ¿Decidiría ir a verlo? Y, aunque decidiera que sí, ¿podría? Lo que más molestaba a Archer era pensar en qué cosas podían retenerla en la ciudad en contra de su voluntad: el hecho de no encontrar transporte, el no poder liberarse de los compromisos sociales que hubiera adquirido anteriormente, o lo más dañino de todo: que estuviera encerrada en su habitación y tuviera prohibido salir de casa, viéndose obligada a sufrir la odiosa compañía de Ridolfo para complacer a su familia.

Archer se sentía inquieto, y las estrellas no bastaban para captar toda su atención aquella noche. Se sentó y comenzó a afilar su cuchillo. Algunas veces, hacía algunas tallas con trozos de madera que había por el establo. No había tenido mucho tiempo de dedicarse a aquella pequeña afición desde que habían zarpado en Dover, pero aquellos días sí tenía tiempo libre. Y el hecho de mantener ocupadas las manos también le ocupaba la cabeza, mantenía su mente alejada de Elisabeta.

Se echó a reír. Debería tener cuidado con lo que deseaba. Durante los últimos cuatro meses, había deseado la soledad. Ahora que podía disfrutar del hecho de estar solo, echaba de menos la compañía que había tenido desde que había comenzado aquel viaje. En París había compartido alojamiento con sus amigos. En Siena había estado rodeado de la familia de su tío, primos y más primos, que habían llenado el vacío de sus amigos. Llevaba una buena temporada sin estar a solas.

En aquel momento sí estaba a solas, y podía pensar, un privilegio del que estaba haciendo uso sin piedad. Archer cortó un borde de la madera con una ferocidad excesiva. Solo podía pensar en una cosa: ¿qué hacer con respecto a Elisabeta? Cuando le había dicho que podía acudir a él, lo había dicho en serio, pero ¿qué significaba eso? En el calor del momento, no había pensado en lo que estaba dispuesto a ofrecerle, solo en que quería protegerla. Ciertamente, ella podía pedirle protección física; eso era fácil, puesto que solo requería su habilidad con los puños. No era necesario contraer matrimonio. Sin embargo, para otorgarle la protección de su nombre, sí.

Archer alzó la pequeña talla hasta la luz del farol. Estaba empezando a darle forma a un caballo. Aquello le resultaba muy familiar, porque llevaba tallando caballos desde que era niño. Para desagrado de su padre, un mozo de las caballerizas de su padre le había enseñado a hacerlo. Aquello no era un pasatiempo adecuado para un caballero. Se había convertido en la silenciosa rebelión de un niño contra su padre, contra unas normas que no tenían sentido salvo para separar a una gente de otra.

Incluso allí, en Italia, su padre lo obsesionaba e interfería en sus pensamientos sobre Elisabeta. Si se casaba con ella para protegerla, tendría que volver a casa, cosa que no quería hacer. Volver a casa significaba volver con su padre, hacer las paces, enfrentarse al pasado y aceptarlo. Elisabeta había hablado del precio que ella tendría que pagar por estar con él y dejar a Ridolfo. Él entendía que su elección era muy costosa, pero no sería la única que tendría que pagar. Él tendría que pagar por haber hecho su oferta, porque no podría estar con ella y permanecer en Italia. Seguramente, ni siquiera tendría que casarse con ella para que lo echaran de Siena. Cualquier relación con ella sería condenada, ya que su propio tío, el tío de Elisabeta y Ridolfo habían prohibido cualquier contacto entre ellos. ¿Merecía la pena renunciar a sus sueños por proteger a una mujer?

Aquel sueño se había hecho realidad desde que había llegado a la campiña de Chianti. Había visto en persona cuáles eran las posibilidades de los caballos de su tío y de la villa. Aquella era la vida que él deseaba. Adoraba los quehaceres cotidianos y ya estaba ganándose el respeto de los mozos de su tío. Se levantaba temprano, antes de que empezara el calor, y supervisaba la primera comida del día de los animales. Inspeccionaba a los caballos uno por uno y, después, durante el desayuno, asignaba a cada uno de los mozos un grupo de caballos para entrenar. Pasaba la mañana vigilando los entrenamientos e incluso montando él mismo. Durante la tarde hacía demasiado calor, así que pasaba las horas dentro de casa, escribiendo sus observaciones en un libro de anotaciones donde registraba los progresos de cada caballo. Por la noche, descansaba bajo el cielo toscano.

Archer miró hacia arriba y vio que las estrellas ya brillaban con fuerza. Distinguió las Pléyades y la Osa Mayor. Se imaginó noches como aquella con uno o dos niños, o tres, incluso con una multitud de hijos buscando constelaciones con él y con la madre de todos ellos, que tendría a un recién nacido en brazos. Siempre había querido tener una familia, pero era un objetivo que se había fijado para más tarde. Sin embargo, desde que había llegado a Siena, le parecía que «más tarde» se estaba convirtiendo en «ahora».

Tal vez fuera Italia lo que le suscitaba aquellos pensamientos. A menudo, su madre le había dicho riéndose que en Italia lo más importante era la familia, y eso era algo contagioso. Uno no podía estar en Italia y no sentir ese anhelo. Él no la había creído nunca del todo. O, tal vez, era Elisabeta la que había despertado aquel deseo. En aquel momento, echaba de menos a Haviland. Haviland sabría qué decirle con respecto a aquello. Por el momento, no había nada más que pudiera hacer. Ya había dado un paso, y tenía que esperar a que Elisabeta diera el suyo. Esperaba no tener que esperar mucho más. Tal vez por la mañana tuviera alguna noticia…

 

 

Elisabeta sabía que no se le daba bien esperar. Tenía el pulso acelerado. Su caballo se encabritó bajo ella, respondiendo a su nerviosismo. Observó un amplio espacio de terreno abierto en busca de Archer. Él recibiría su nota aquella misma mañana, durante el desayuno, si acaso estaba allí; cabía la posibilidad de que hubiera salido. Podía haber muchos motivos por los que llegaba tarde o por los que quizá no apareciera. ¿Se habría sentido él así también, al esperarla aquel día en Siena?

¿Habría cambiado de opinión? ¿Se habría dado cuenta de lo absurdo que había sido el ofrecimiento que le había hecho en aquella habitación? ¿Habría vuelto a casa y habría sopesado con calma el precio que tenía que pagar por su oferta? ¿Habría pensado de verdad lo que significaría que ella la aceptara y habría llegado a la conclusión de que no estaba dispuesto a pagar ese precio?

Un caballo y su jinete aparecieron en el horizonte, y ella sintió un gran alivio. ¡Era él! Lo conoció por su postura sobre el animal y por la forma de moverse de ambos, como si fueran uno. También lo reconoció por algo que no tenía nada que ver con la visión de su físico; porque se sintió segura y protegida mientras él cabalgaba hacia ella. Porque notó un calor en las entrañas. Aquel era un hombre en quien podía confiar, guapo, bueno y fuerte, con la capacidad de cumplir sus promesas.

Su conciencia le recordó algo por última vez antes de que ella se permitiera sentir euforia:

«Solo has venido a hablar de tus opciones, nada más. Ya sabes que una de esas opciones es inaceptable, aunque él te la proponga. No puedes huir con él. Recuerda lo que te costaría. No puede ser para siempre. Solo puede ser para el presente».

Sin embargo, Archer podía saber cómo hacer las cosas sin deshonrar a su familia.

Archer tenía una mirada de alegría. Se puso junto a su yegua y se inclinó hacia ella para darle un beso.

—Creía que no ibas a llegar nunca.

—¿Yo? —preguntó ella, riéndose, liberándose de la tensión—. Yo era la que te estaba esperando.

—Pero yo he sido el que ha esperado tres días —replicó Archer. A ella le gustó cómo le miraba la cara, cómo sonreía. Archer ladeó la cabeza y la observó atentamente, y vio demasiado. La sonrisa se le borró de los labios—. ¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?

—Cuando me ofreciste protección, ¿a qué te referías? —le preguntó, observándolo con suma atención, puesto que sabía que aquellas palabras lo cambiaban todo. Habían pasado de una aventura efímera a tener expectativas. Él iba a saber que entre sus razones para ir a verlo estaba su deseo de apelar a su promesa, una promesa que, tal vez, él no había querido hacer.

Sin embargo, Archer no titubeó. Bajó del caballo y la ayudó a desmontar a ella también. Tomó las riendas de ambos animales y dijo:

—Vamos a dar un paseo mientras me lo cuentas todo. No te calles nada, Elisabeta, no serviría de nada.

Ella se lo contó todo. Le habló del dormitorio con el mobiliario de un harén, de las cuerdas y las pociones, de las drogas y de todo lo que estaba destinado a anular la voluntad de uno de los participantes y procurar solo placer a un hombre, cuya satisfacción provenía de la sumisión de otro.

—Quería castigarme por la pelea del baile. Y, por mucho que lo deteste, tengo que admitir que lo consiguió. No he podido olvidarme de esa habitación ni de las imágenes de lo que pretende.

Todo aquello la había obsesionado hasta en sueños. Ridolfo había conseguido su venganza.

—A ese bastardo habría que castrarlo —dijo Archer, cuando ella terminó—. Me alegro de que hayas acudido a mí —añadió. La estaba mirando con intensidad, como si su mente trabajara a toda velocidad.

—Tengo que encontrar una forma de escapar. Necesito que me ayudes a pensar en las opciones —le explicó Elisabeta.

Archer sonrió.

—Ah, entonces, ¿tu visita se debe más a huir de Ridolfo que a venir a verme? Vaya un golpe para mi ego.

—No, no por completo —dijo ella, rápidamente, al darse cuenta de su error.

Archer paró en seco, y los caballos se detuvieron tras él.

—Te ayudaría de todos modos. No pienses que me he ofrecido a ayudarte para poder acostarme contigo. No soy esa clase de hombre. Se nos ocurrirá algo. Tal vez haya información que podamos utilizar contra él, información que él prefiera proteger a cambio de renunciar a este matrimonio. Y, si eso no da resultado, siempre puedo retarlo a duelo. Y, si eso no da resultado, siempre puedo hacerte desaparecer como por arte de magia.

Elisabeta no dudaba que él estaría dispuesto a hacerlo, pero eso era algo que debía evitar.

—No quiero que salgas perjudicado en todo esto, Archer —dijo. Tenía que marcar el límite en algún lugar. Aquel era su problema, no el de Archer—. Es pedirle demasiado a alguien que apenas me conoce.

Archer sonrió.

—Nos conocemos mejor de lo que piensas. Sin embargo, hay más cosas que aprender —le dijo, apretándole la mano para darle ánimos—. No pienses más en él ni en sus sórdidas promesas. ¿Cuánto tiempo tenemos?

«Para siempre», pensó Elisabeta. No, no podía pensar así. Distraídamente, comenzó a juguetear con las riendas.

—Solo esta semana. Tengo que volver a la ciudad antes de la tratta, el sorteo de los caballos. Mi tío tiene negocios, y espera que Giuliano vigile las pruebas de los caballos. Y Giuliano querrá saber mi opinión, por supuesto, en privado.

—Por supuesto —dijo Archer, y sonrió—. No te preocupes, el secreto de Giuliano está a salvo conmigo. ¿Cómo has conseguido que te dejaran venir?

—Le dije a mi tío que necesitaba aceptar los cambios de mi vida, y que pensaba que la tranquilidad del campo me vendría bien, me ayudaría a aclararme la mente.

—¿Y qué vas a hacer cuando termine nuestra semana? ¿Vas a aceptar el matrimonio, incluso después de todo lo que te ha revelado Ridolfo?

Ella bajó la mirada.

—Supongo que eso depende de las opciones que encontremos. No me pidas respuestas. He venido, ¿no? Lo único que sé es que puedo darte esta semana.

—Elisabeta… —dijo él, pero ella lo interrumpió, mirándolo a los ojos una vez más. Su tono de voz fue estricto. No quería oír hablar más de una huida. Era la única opción en la que no quería pensar.

—Archer, no sigas. No me presiones para que te dé respuestas que no puedo ni quiero dar. Sabes que cualquier decisión que tomemos tendrá un alto precio. Tenemos una semana, eso es lo único seguro.

¿Quién sabía? Tal vez, en una semana hubieran dejado de sentirse atraídos el uno por el otro. Tal vez ella se diera cuenta de que solo era un hombre, con defectos de hombre, y no mejor que los demás. Sin embargo, también existía el riesgo de que, tras una semana, ella se diera cuenta de que Archer era el único, de que era el hombre de su vida.

Archer sonrió y se relajó. Entendía el dilema, aunque no quisiera aceptarlo.

—Si solo tenemos una semana, vamos a aprovecharla.

 

 

Aprovecharon cada día y cada hora, hasta que la semana se convirtió en recuerdos de comidas al aire libre, en los olivares de las colinas, de cenas entre viñedos, de anocheceres entre sus brazos, mirando las estrellas. De paseos en carruaje hasta la villa de su tío. Porque, aunque pudiera pasar los días con él, no podía pasar las noches. Esa era la única desventaja de aquella semana.

Los sirvientes de la villa veían con normalidad que saliera de excursión o fuera caminando al pueblo, o fuera a montar a caballo. No era extraño que saliera de día. Sin embargo, sí sería irregular que una mujer que estaba comprometida con un hombre no acudiera a dormir a su casa por la noche. Así pues, cuando terminaba la jornada, ella se despedía de Archer con la promesa de verlo de nuevo por la mañana.

Eso no significaba que los días no fueran apasionados. Tenían muchas oportunidades de hacer el amor en el campo, sobre las mantas de la excursión durante las tardes calurosas, o al anochecer, con las primeras estrellas en el cielo. Y, tal vez, los mejores momentos de todos fueron los de conversaciones. Aquella semana fue una oportunidad para aprender cosas sobre Archer, y para que él aprendiera cosas sobre ella.

Elisabeta atesoró cada detalle que conocía. Archer tenía un hermano mayor, Dare, que sería conde algún día. Había tenido una madre a la que había querido mucho. Él le habló de sus caballos de Newmarket y de su hogar de Inglaterra. En eso, era como ella. Ella también amaba su ciudad, Siena, su hogar y su vida en el hogar de su tío, con Giuliano y Contessina. Lo había echado de menos mucho cuando había estado casada con Lorenzo.

—¿Cómo puedes soportar estar lejos de todo eso? —le preguntó ella, una noche en la que estaban juntos, tumbados bajo las estrellas, disfrutando de la brisa cálida del verano—. Parece maravilloso. ¿No echas de menos a tu familia? Seguramente, tu padre te necesita.

Entonces, notó que él se ponía tenso, y lamentó no poder retirar sus palabras. Sin querer, había tocado un tema sensible. Aun así, un deseo perverso de apartar todas sus capas de protección la empujó a seguir.

—Mi padre no necesita a nadie —dijo él, con la voz enronquecida—. Por eso me marché. Estaba harto de llenar su hueco una y otra vez, de dar excusas cuando estaba ausente. No podía vivir con alguien que trataba a la gente con tanta insensibilidad, como si no tuvieran ningún valor.

Ella se dio cuenta de que él quería transmitirle su resentimiento, pero Elisabeta oyó algo distinto bajo su discurso:

—¿Y no puedes dejar de sentir amor por él, de todos modos? —preguntó. Ella tenía muy poca experiencia con eso. Su tío no era perfecto, pero, en el fondo, sabía que él era lo mejor que podía con ella, y lo quería de todos modos.

—Puede ser. No sé si lo llamaría amor, exactamente —dijo Archer, con los ojos fijos en las estrellas—. Lo cierto es que me siento culpable por quererlo. No debería sentir nada por él después de lo que hizo la última vez. Fue imperdonable.

Estaba muy cerca de algo, pensó Elisabeta, algo que lo definía en esencia. Si pudiera saberlo, llegaría a conocer a Archer. Alzó la cabeza de su pecho, se apoyó en un codo y preguntó, con un susurro:

—Dime Archer, ¿qué fue lo que hizo, que fue tan malo?

A Archer le brillaron los ojos de emoción en la oscuridad.

—Dejó que mi madre muriera sin él.

 

 

Aquellas palabras salieron de sus labios antes de que él pudiera contenerse. Nunca se lo había contado a nadie, ni siquiera a Haviland. Aquellas palabras enunciaban el motivo que lo había alejado de Inglaterra. No podía seguir allí donde su odio estaba arraigado, no podía seguir junto a un hombre que había tratado con tanta crueldad a su esposa durante sus últimas horas, a una mujer que le había dado su vida y su amor durante treinta años sin ninguna vacilación, aunque eso hubiera supuesto dejar a su propia familia.

Elisabeta no dijo nada. Otra mujer habría intentado suavizar la verdad con frases inútiles: «No lo dirás en serio», o «No puede ser, estás confundido». Sin embargo, él lo sabía perfectamente, porque estaba allí. Elisabeta asintió con solemnidad, y esperó. Él era consciente de que necesitaba explicar aquella horrible verdad.

Se giró para mirar a Elisabeta, adoptando la misma postura que ella. Ella esperó con paciencia, y su silencio neutral le dio fuerzas. Si podía sostenerle la mirada, concentrarse en sus ojos, en la belleza del alma que podía ver en ellos, tal vez pudiera soportar la narración de lo que había ocurrido.

—Mi madre tenía tuberculosis —dijo, comenzando con un hecho objetivo. Los hechos objetivos hacían menos daño—. El final fue malo, como siempre sucede con la tuberculosis, y sobrepasa el final de las fuerzas de la víctima. Yo me quedé a su lado durante horas, sin poder hacer nada. La sujetaba cuando tosía y el dolor se apoderaba de su cuerpo frágil. Había adelgazado tanto… le di agua y, más tarde, láudano, cuando el dolor le resultaba insoportable. Le conté historias y todas las historias que ella me había contado a mí cuando yo era pequeño, para llevarla de vuelta al hogar de su juventud y a la familia que llevaba sin ver treinta años. Cuando se me terminaron las historias, le leí todas las cartas del tío Giacomo. Fue lo que ella quiso ese último día.

En aquel momento, Archer tuvo que hacer un alto para recuperar la compostura. Elisabeta le tomó una mano y se la apretó. Después, él continuó:

—Mi hermano Dare estaba con nosotros. Los dos nos turnamos para leer.

—¿Y tu padre? ¿Dónde estaba?

—En Newmarket. Su yegua favorita iba a parir —dijo él, con amargura. Incluso después de aquellos meses, todavía le provocaba rabia que él pudiera haberla dejado sola por un caballo—. La yegua tuvo una potra preciosa, y él la llamó Vittoria, en honor a mi madre. Aquello fue la gota que colmó el vaso para mí. Durante toda mi vida he visto que mi padre estaba ausente cuando nosotros, o cuando otros a los que llamaba amigos, lo necesitaban. Dare intentó detenerme, pero yo no escuché. Cuando mi padre llegó a casa aquella noche, le pegué un puñetazo y lo tiré al suelo.

Habían peleado hasta que Dare dio con algunos sirvientes y, entre todos, pudieron separarlos. Él se arrepentía de lo que había hecho; al fin y al cabo, un hijo no pegaba a su padre, pero ese arrepentimiento no era lo suficientemente grande como para quedarse.

—Cuando mi padre tomó la decisión de marcharse, aquella mañana, sabía que ella ya no estaría viva cuando volviera —prosiguió con rabia—. Dijo que era demasiado duro verla morir, así que se marchó, como si para los demás fuera fácil verlo y participar en ello.

Archer siguió mirando fijamente a Elisabeta.

—Ella era la belleza y la luz de nuestras vidas. Nos mantenía unidos a los tres. La unidad no es fácil de conseguir en una casa de hombres tercos que se hacen más y más tercos a medida que cumplen años. Lo que no hacíamos unos por otros, sí lo hacíamos por ella, ¿sabes? —le explicó, con suavidad—. Mi tío dice que siempre fue así. Mi madre podía conseguir que un hombre hiciera cualquier cosa.

—Debía de ser una mujer maravillosa —respondió ella, con delicadeza, como si quisiera animarlo a que continuara hablando. Y él lo hizo. No parecía que él pudiera dejar de hablar.

—Sí, lo era. Ya hace casi un año que murió. En parte, espero que algún día dejaré de echarla tanto de menos. Pero, por otra parte, espero que no. Si la estoy echando de menos, también la estoy recordando —dijo Archer—. Algunas veces tengo la sensación de que, si dejo de echarla de menos, dejaré de recordar lo mucho que significaba para mí, lo mucho que hizo por mí y por mi hermano, y todas las cosas a las que tuvo que renunciar —explicó, y cabeceó lentamente—. Yo no sabía verdaderamente todo lo que tuvo que sacrificar para ir a Inglaterra hasta que llegué aquí. Ella tenía una familia, una buena familia, y nunca volvió a verlos.

—Tuvo una familia nueva contigo, con tu hermano y con tu padre. Tal vez eso fuera suficiente para ella. Tal vez era todo lo que quería —dijo Elisabeta—. Yo pienso a menudo que, si tuviera una familia como esa, sería suficiente para mí —añadió, y se mordió un labio. Archer la vio vacilar y elegir las palabras cuidadosamente, como si fuera la primera vez que decía en voz alta aquel pensamiento—: Puede que te parezca egoísta, pero creo que sería maravilloso tener una familia pequeña, tan solo un marido e hijos, y no tener que preocuparse nunca por primos, tíos y tías, ni por cómo les afecta a ellos todo lo que yo haga. Yo solo tendría que ocuparme de mis asuntos —explicó, y se estremeció—. Cuando lo digo en voz alta, suena tan desagradecido… Perdona.

Elisabeta se sentó y tomó la botella de vino que habían dejado olvidada, y los vasos vacíos. Movió la botella. Quedaba muy poco. Lo repartió entre los dos vasos y le entregó uno a Archer, con una sonrisa.

—Brinda conmigo, por su memoria, y por sus hijos.

Bebieron el vino y, después, Elisabeta dejó su vaso y se sentó a horcajadas sobre los muslos de Archer. Lo tocó con una mano, y Archer notó que se excitaba bajo las caricias de sus dedos y de sus uñas, que estaban recorriéndole el interior del muslo.

—¿Qué he hecho para merecer este premio? —preguntó, mientras posaba las manos en la cintura de Elisabeta y le apretaba las caderas con los dedos pulgares.

Ella se inclinó sobre él, y su pelo le rozó los pezones mientras le daba un beso.

—Me lo has contado. Gracias.

Entonces, lo acarició con más fuerza, y su erección fue completa. Elisabeta se irguió sobre él y después descendió sobre su miembro erecto, tomándolo en su cuerpo con seguridad. Se movió, y Archer gruñó. ¿Podía haber algo tan delicioso, tan lleno de vida y de esperanza como aquello? Cuando estaban juntos, cualquier cosa era posible. Hicieron el amor hasta que llegaron al éxtasis, rápidamente y con dureza, y Archer arqueó la cabeza hacia el cielo, de manera que las estrellas presenciaron su placer mientras él se daba cuenta de una cosa: solo le quedaba una noche, y todavía tenía que convencerla de que había opciones.