Cinco

 

—La familia è la patria del cuore! La familia es la patria del corazón. Qué bien que has venido.

Giacomo Ricci se levantó de la silla y fue a abrazar a Archer y a darle un beso en las mejillas en cuanto entró en la logia, donde estaban sirviendo un desayuno tardío a la mañana siguiente.

—Buongiorno, Zio —dijo Archer, que soportó aquel efusivo saludo con tanto aplomo como pudo, como había hecho la noche anterior antes de encontrar el barrio de su tío, el de la Torre. No estaba lejos del centro de la ciudad, y todo aquel a quien había preguntado conocía a su tío, por lo que le había resultado fácil encontrar a Giacomo entre la gente que se divertía por las calles. Parecía que cada uno de los barrios celebraba su propia fiesta.

Su tío lo había besado públicamente y le había animado a que fuera a su casa, donde comenzó otra fiesta mientras le presentaban rápidamente a primos, esposas de primos y su descendencia. También había vecinos y amigos, todos ellos ansiosos por saludarlo y besarlo. A él nunca lo habían besado tantos hombres en toda su vida. Archer no recordaba cuándo había sido la última vez que lo había besado su padre. ¿Acaso lo había besado alguna vez?

Archer se sirvió pan, queso y fresas en un plato y se sentó en la mesa, desde la que podía admirar la calle a través de los arcos. La logia era un espacio abierto, de modo que la gente que pasara podría saludar a su tío o pararse a hablar con él, e incluso compartir un poco de comida. Él sabía, por lo que le había contado su madre sobre su hogar de soltera, que aquel tipo de logia hablaba del poder y de la posición de su familia en la contrada. Ser visto con Giacomo Ricci era importante. Era una noticia que la gente se contaría durante la cena, a última hora del día.

Sin embargo, en aquel momento Archer agradecía que la logia estuviera vacía y que reinara la calma en la calle, después de una escandalosa noche de festividades. Él todavía estaba recuperándose del impacto de la noche anterior.

Su tío se acomodó en su silla.

—¿Has dormido bien? —le preguntó—. Quiero llevarte por el barrio y enseñártelo todo, y presentarte a alguna gente —dijo, con los ojos brillantes de orgullo, y le tomó la mano a Archer—. No puedo creer que estés aquí por fin. El hijo de mi hermana, en mi casa.

A Archer se le hizo un nudo en la garganta al percibir la calidez y la sinceridad de sus palabras.

—Yo tampoco puedo creerlo. Ojalá hubiera podido venir antes. Le prometí a mi madre que vendría.

Aquellas eran promesas que solo conocía su hermano, Dare, promesas que le había hecho a su madre durante sus últimas horas, y de las que no había hablado con nadie, ni siquiera con Haviland. Dare y él estaban con ella. Los tres esperaban, simplemente, sabiendo que el final estaba muy cerca, que ni siquiera todo el sol de otoño que entraba por las ventanas abiertas sería capaz de retrasar lo inevitable. Su madre se marchaba sin ellos. Eran ya hombres adultos. Deberían haber sido capaces de enfrentarse a la realidad. Sin embargo, Archer tenía la garganta tan atenazada por la emoción como en aquel mismo instante.

—¿Qué es lo que le prometiste? —le preguntó su tío, con suavidad.

Archer intentó encontrar las palabras para contárselo.

—Me dijo: «Prométeme que vas a ir a ver a Giacomo, Archer. Ve a mi casa. Creo que allí encontrarás lo que estás buscando».

Y estaba buscando tantas cosas… Una figura paterna que sustituyera aquello en lo que se había convertido su padre, un hogar propio, donde pudiera ser él mismo y no siempre el segundón, donde pudiera hacer realidad sus propios sueños entre los caballos.

—¿Esto es una peregrinación para ti? —le preguntó Giacomo.

—En parte, sí —confesó Archer—. He venido a honrar a mi madre, a recordarla, a saber quién era antes de convertirse en mi madre. Pero también he venido por el futuro, para ver qué puedo ser.

Su madre no le había dicho que se quedara en Siena, pero la idea le resultaba apetecible. Le atraía el hecho de valerse por sí mismo.

Su tío sonrió y le apretó la mano a Archer.

—A menudo, el pasado y el futuro están entrelazados. Ella acertó al enviarte con nosotros. Eres un buen hijo por honrar su memoria, y serás como un hijo para mí.

Aunque las diez horas anteriores no hubieran sido suficientes para confirmarlo, Archer sabía, por todas las cartas que se habían enviado su tío y su madre durante los años, que su esposa y él no habían podido tener hijos.

Archer se daba cuenta en aquel momento, entre las paredes de la gran casa de ladrillo de los Ricci, lo decepcionante que debía de ser para su tío no tener su hogar lleno de niños.

Su tío era un hombre de buena planta, alto, como todos los Ricci, pero tenía las sienes plateadas, y su edad para criar hijos había pasado. Era un hombre de estado, y sus días pasaban entre la gestión del negocio familiar de tejidos y el adiestramiento de caballos. En aquel momento, Archer entendió bien por qué el último deseo de su madre había sido un regalo para su hermano y para él. Incluso en la hora de la muerte, ella había pensado en lo que era mejor para la familia, para los demás. Y él no iba a fallarle.

 

 

Giacomo sonreía mientras hacía planes.

—Quiero que veas ciertos lugares y conozcas a cierta tenge. Me gustaría enseñarte la contrada hoy mismo, si te apetece.

—Sí, me encantaría, si no es mucha molestia. Yo también puedo ir a conocer el barrio solo —dijo Archer.

Pensó que, tal vez, se encontrara con Elisabeta. Sin embargo, también iba a gustarle aquel paseo en otros sentidos: le daría la ocasión de pasar un rato conociendo a su tío. La bienvenida tan afectuosa que le había dado era abrumadora, y su sinceridad y emoción lo habían conmovido. Le recordaba a su madre, a la calidez con la que trataba a todos aquellos a quienes conocía. Ella había sido una mujer generosa, y su tío también era un hombre generoso.

Giacomo agitó la mano en el aire.

—No, no es ninguna molestia. Tú eres uno de nosotros, y todo el mundo tiene que entenderlo.

Archer asintió con agradecimiento. Su madre ya le había contado que, en una familia italiana, uno nunca estaba solo. Su tío no había acabado de contarle sus planes.

—Tal vez mañana podamos ir al campo a ver los caballos. Para eso has venido, ¿no? Tu madre decía, en todas sus cartas, que amabas a los animales.

Archer sonrió. Ah, aquello iba a ser más fácil de lo que nunca hubiera esperado. Su tío lo entendía.

—Sí. Me interesa el Palio. Quiero formar parte de la carrera.

Giacomo sonrió y se echó a reír.

—¡Y lo serás! Yo soy el capitano de este año. Tal vez pueda nombrarte uno de mis mangini —respondió, observando a Archer con sus ojos oscuros, y asintió como si ya hubiera tomado la decisión—. Sí, lo harías muy bien, y te daría la oportunidad de conocer la raza.

Los mangini eran los ayudantes del capitano, los lugartenientes que se aseguraban de que todas sus órdenes fueran cumplidas. Archer sabía que era un puesto de honor, pero no era lo que esperaba conseguir. Se inclinó hacia delante, sosteniendo la mirada de su tío con seriedad.

—El honor sería mío. Serviré a la contrada en todo lo que pueda, pero tenía la esperanza de ofrecerme como jinete.

Estaba seguro de que su madre había mencionado su destreza en la equitación en sus cartas.

—¿Como fantino? —preguntó su tío, antes de hacer un gesto negativo con la cabeza—. No, no es posible. Los jinetes no son de las contradas, ni siquiera son de Siena. Eso dificultaría mucho llegar a los partiti, los acuerdos entre las contradas. Las cosas no se hacen así —explicó. Debió de darse cuenta de la decepción de Archer, porque sonrió suavemente—. Todo el mundo de la contrada forma parte del Palio, y tú también, ya lo verás. Te necesitaré como mangino; serás mi brazo derecho y me ayudarás con los acuerdos —afirmó, y asintió con satisfacción.

Sin embargo, aquello no era lo que quería Archer. Él había hecho aquel viaje tan largo para participar en el Palio, y había renunciado a asistir a la boda de Haviland para llegar a tiempo. Pero su tío ya había terminado con aquel tema por el momento. Se apoyó en el respaldo del asiento.

—Tienes los ojos de tu madre, los ojos de los Ricci, y su barbilla —dijo Giacomo, y continuó en voz baja—: Mi hermana, tu madre, era una bella mujer. Robaba corazones allá por donde iba, el de tu padre incluido, y el suyo no era fácil de robar. Pese a todo, cuando la vio, estuvo perdido. Recuerdo aquel verano como si fuera ayer: el gran conde inglés había venido a Siena para presenciar las carreras, para conocer a los campeones italianos, y se marchó a casa con una esposa que era la mujer más bella de toda la Toscana.

Dio un suspiro de nostalgia, y continuó:

—Ver a Vittoria en el auge de su cortejo hizo de aquel un verano embriagador. Fue un verano lleno de victorias y de romanticismo; y, ahora, el hijo del conde ha vuelto —dijo, con una sonrisa benevolente—. Puede que tú también encuentres una esposa. Alguien digno de los Ricci, ¿no?

Archer intentó rechazar la idea con amabilidad.

—Todavía no sé cuál es mi camino. No creo que sea muy buen partido en este momento.

No quería que su tío y los cientos de jóvenes a las que acababa de conocer intentaran emparejarlo. Lo último que deseaba en aquel momento era casarse, aunque su temeraria actuación de la noche anterior sugiriera lo contrario. ¿Lo que había ocurrido en el callejón era tan solo una cana al aire, o se trataba del deseo de establecer conexión con alguien?

Su tío tamborileó con los dedos sobre la mesa, con un brillo de astucia en la mirada.

—Los jóvenes siempre creen que saben lo que necesitan. Lo sé porque yo también fui joven una vez. Por eso los jóvenes tienen parientes femeninos: las mujeres pueden ver lo que necesita un hombre mejor que ellos mismos —dijo. Después, miró el plato vacío de Archer y añadió—: Veo que has terminado. Podemos ponernos en marcha.

Cuando salieron de la casa y estaban al sol, en plena calle, Giacomo le preguntó a Archer:

—¿Te he atosigado?

Archer se echó a reír y se puso una mano sobre los ojos para protegerse del brillo de la luz. Se sentía muy bien por la camaradería que fluía entre su tío y él. Había echado de menos a sus amigos pese a las pullas de Nolan y sus incesantes apuestas. Se sentía bien por volver a estar entre gente en la que podía confiar.

—¿Te refieres a que has intentado casarme a pesar de que solo hace un día que me conoces? ¿Y a que me has propuesto que sea mangino? «Atosigado» no sirve para describirlo. Me siento abrumado con tu generosidad.

—¿Eso no te agrada? —le preguntó su tío, mientras caminaban hacia la plaza central del barrio.

—Me agrada mucho; es solo que esperaba poder montar en la carrera —confesó Archer. Iba a ser sincero con su tío. Cuanto antes supiera que él no aceptaba un «no» por respuesta, mejor—. Aunque entiendo que ser mangino es un gran honor —añadió, ya que no quería parecer desagradecido.

—Ah, yo conozco ese sentimiento. Me habría encantado participar, pero en el Palio, las cosas no se hacen así. Los fantini no proceden de las contradas. No se puede hacer nada — dijo su tío y se encogió de hombros—. De todos modos, si gana Torre serás un héroe —añadió con un guiño—. Las mujeres ser volverán locas por ti porque serás parte del equipo de negociación que nos ayudó a ganar.

Salieron a la plaza. Allí había más gente, que iba de un lado a otro y rodeaba la fuente central de camino a sus recados diarios. Aunque, tal y como le dijo Giacomo, eso no duraría demasiado, porque todo el mundo se refugiaría en casa cuando empezara el calor de la tarde para dormir la siesta.

—Es mi momento preferido con tu tía —comentó, mirando a Archer—. Por las noches, todo el mundo vuelve a salir para dar un paseo por el barrio, o por alguno de los barrios amigos —dijo, y señaló un estandarte que colgaba de uno de los edificios que rodeaban la plaza. Había un elefante en primer plano y una torre al fondo, coloreada de rojo carmesí—. Aquella es nuestra enseña. Somos los la Contrada della Torre.

—¿Y tiene tanta importancia el barrio al que perteneces? —preguntó Archer, pensando en Elisabeta y en el vecindario por el que había paseado la noche anterior, antes de encontrar a su tío.

—Si eres un sienés, la contrada lo es todo. Naces en el barrio. Si le preguntas a alguien de dónde es, primero te dirá cuál es su contrada y, después, su ciudad. Si conoces el barrio de alguien, lo sabes todo sobre ellos: quiénes son sus aliados, lo que hacen… La mayoría de los residentes de Torre se dedican al comercio de la lana. Sabes dónde viven y sabes quiénes son sus enemigos.

—¿Enemigos? ¿De verdad?

—Oh, sí —respondió Giacomo, con seriedad—. El enemigo de Valdimonte es la Contrada del Nicchio, el enemigo de Aquila es Pantera, etcétera. Nuestro enemigo es Oca, que, según los rumores, va a aliarse con Pantera. Pantera ganó el Palio de julio.

Archer se esforzó por seguir la conversación de Giacomo. Tenía mucho que entender, sobre todo en su segundo idioma. En comparación, las familias y los vecindarios ingleses eran mucho más simples. Se preguntó en qué barrio habría estado la noche anterior. ¿Sería Elisabeta de una contrada amiga o enemiga?

—¿Y las personas de distintas contradas no se casan?

Giacomo lo miró fijamente.

—Por supuesto, pero, durante el Palio, los maridos y las mujeres se separan y van a casa, a su propia contrada. Ya lo irás aprendiendo. La contrada está por encima de todo lo demás. Sin embargo, mi Bettina, tu tía, es la hija del difunto priore, así que nosotros nunca nos separamos.

Se notaba que Giacomo estaba orgulloso de haberse casado con una mujer de la Contratada della Torre. Aquel era un mundo nuevo para él, el mundo de su madre, pensó Archer. Ella había crecido en la contrada.

Giacomo le dio unas palmadas en la espalda.

—¿Has echado el ojo ya a una bella signorina? ¿Acaso has rechazado mi ayuda porque ya has conocido a una bella muchacha?

Archer tuvo la tentación de hablarle de Elisabeta, pero lo pensó mejor. Si ella era de una contrada enemiga, solo causaría problemas si la buscaba. Además, no tenía intención de entablar una relación permanente. No obstante, no pudo dejar de pensar en ella mientras entraban en distintos establecimientos para conocer a los mejores amigos de la familia. ¿Estaría en aquella contrada haciendo recados, hablando con los tenderos, o con sus amigas? ¿O con otro hombre?

¿Había sido él un mero escape para ella? Tal vez solo hubiera sido la fantasía de una noche de verano… Elisabeta no había querido que la siguiera, y había varios posibles motivos para ello. Ninguno de ellos indicaba que fuera una mujer libre y sin compromiso, que pudiera tomar sus propias decisiones. Él debería olvidarlo y aceptar lo que había sido: un glorioso momento. Y, sin embargo, sus pensamientos persistieron. ¿Dónde estaba ella? ¿Qué estaba haciendo? Archer se echó a reír. Ya sabía que no iba a poder olvidarla. En contra de lo que le dictaba el sentido común, iba a ir en su busca.

 

 

Elisabeta estaba arrancando los pétalos de una flor, como si fuera una colegiala boba.

—Me ama, no me ama.

Aquella tontería le produjo risa. Cortó las rosas y las puso en su cesta. Para ser sincera, el amor no tenía nada que ver con todo eso; más bien, se trataba de lujuria. Incluso en aquel momento, en el jardín de su tío en pleno día, se ruborizó al pensar en la noche anterior y sintió un calor que no tenía nada que ver con el sol. Sus pensamientos hacían que deseara más. Más de él.

Una vez que se probaba el placer, era un elixir muy potente y adictivo. No era suficiente con un encuentro. ¡Qué deliciosa adicción era aquella, y qué inesperada! Cuando había buscado a un hombre extraño, no había previsto que el deseo sería una consecuencia de sus actos. Él tenía que seguir siendo un extraño con el que ella no podía forjar ningún vínculo. Sin embargo, sentía el deseo de estar con él de nuevo. Ya estaba preguntándose si su nombre inglés sería una pista suficiente para encontrarlo entre tantos nombres italianos. Por otra parte, Siena no era demasiado grande, así que cabía la posibilidad de que se lo encontrara si iba con frecuencia al centro de la ciudad. Tenía aquellos dos puntos a favor, si decidía hacer uso de ellos.

Mientras recogía las flores en el jardín, pensó que la cuestión ya no era si podía encontrarlo, sino, más bien, si quería hacerlo. Su curiosidad decía que sí, y no podía dejar de hacerse preguntas. ¿Dónde estaría en aquel momento? ¿Qué estaría haciendo? ¿Se había despertado pensando en ella? ¿Había soñado con ella? ¿Lamentaba, como lamentaba ella, el haber mantenido en secreto su identidad?

Claro que tal vez fuera mejor preguntarse que saber. El placer que él le había proporcionado podía haber sido tan solo algo afortunado en aquella noche mágica de verano. No, no. Aquel placer no podía ser algo común; verdaderamente, no ocurría todo el tiempo. Ella había vivido durante todo su primer matrimonio sin él, y lo más seguro era que viviera sin él durante todo su segundo matrimonio. Eso era prueba de que el placer que le había hecho sentir Archer no podía ser conjurado por casualidad, ni por cualquier hombre, ni por cualquier mujer. Sería una pena volver a estar con él y llevarse una decepción al descubrir que la segunda vez no tenía nada fuera de lo común. Lo mejor era permitir que todo se convirtiera en un recuerdo.

—¡Prima! por fin te encuentro. Te estaba llamando.

Giuliano se acercó a ella por el camino de gravilla del jardín, con una mirada llena de picardía.

—¿Estás soñando despierta con nuestro guapo extraño? Ayer desapareciste muy pronto.

Ella le devolvió a su primo una sonrisa descarada.

—Te dije que iba a conseguirlo.

Giuliano se inclinó hacia ella.

—¿Y fue así?

Elisabeta le dio un suave puñetazo en el brazo.

—Eres un cotilla. Una dama nunca cuenta sus secretos —respondió, y lo miró con curiosidad—. ¿Y qué pasó con la bella viuda Rossi? ¿La conseguiste tú a ella?

Giuliano soltó un gruñido y tuvo la decencia de mirar al suelo.

—Entendido —dijo. Sin embargo, un segundo después, su arrepentimiento había desaparecido—. ¿Y vas a volver a verlo?

Elisabeta se encogió de hombros, intentando aparentar indiferencia. No quería contarle demasiado a su primo. Era un temerario, y no había forma de saber qué podía hacer.

—Claro que no. Ni siquiera nos dimos la información necesaria para volver a encontrarnos.

Giuliano la siguió. Era demasiado astuto como para aceptar aquella respuesta tan poco precisa.

—Pero ¿volverías a verlo si pudieras?

Elisabeta miró a su primo con calma, intentando que no se le acelerara el pulso.

—¿Qué es lo que sabes?

—Hay un inglés en la ciudad. Me lo han contado esta mañana, cuando estaba haciendo los recados. Es el sobrino de Giacomo Ricci, el adiestrador de caballos que vive en Torre.

Aquella información era mucho mejor que un solo nombre, y peor, al mismo tiempo. Podía encontrarlo. Sabía quién era su familia y dónde vivía. Sin embargo, eso no ayudaba a su causa. Giuliano y ella se miraron con seriedad, transmitiéndose un mensaje: el amor había dejado de ser un divertimento, una vez que habían entrado en juego las contradas.

Podía ir a ver a Archer, pero ¿se atrevía a hacerlo? Giuliano asintió secamente.

—Probablemente, la mejor respuesta que puedes dar es «no».

La Contrada dell’Oca tenía como enemigo a la Contrada della Torre y, aunque eso no le importara a su tío, sí le importaría a la contrada de su futuro marido.

—Entonces, ¿por qué me lo has dicho? No creía que fueras malo —le reprochó Elisabeta en voz baja. Ser cruel no era propio de Giuliano.

Su primo agachó la cabeza.

—Perdóname. Anoche dijiste que deseabas evitar tu compromiso. Solo pensé en darte una oportunidad, prima.

—Tu padre nunca me lo perdonaría —dijo ella, jugueteando distraídamente con los tallos de las rosas de su cesta.

—Mi padre no tiene por qué saberlo —repuso Giuliano—. Tú ya cumpliste con tu deber hacia la familia casándote con Lorenzo. Puede que, incluso, tengas que volver a hacerlo de nuevo muy pronto, pero, mientras tanto, ¿por qué no vas a disfrutar un poco?

Aquel argumento era tan convincente… Tal vez porque era el mismo que ella misma se había dado. Oír que su primo lo validaba hacía que resultara mucho más persuasivo.

—Nadie puede saberlo —dijo Elisabeta, en voz alta.

—Es inglés. No es uno de nosotros. Se marchará y estará a miles de kilómetros de distancia. Mientras lo piensas, dime que vas a venir conmigo a ver los caballos del Palio de agosto. Mi padre quiere que me vaya a la granja mañana mismo.

Elisabeta apenas oyó la invitación. Estaba demasiado concentrada en otra cosa: «Nadie lo sabrá». De repente, el riesgo le parecía mínimo en comparación con lo que podía ganar. Solo restaban dos preguntas por contestar: ¿Se atrevería a correr el riesgo de volver a ver a Archer? Y, tal vez lo más importante, ¿qué significaba para ella y por qué? Lo que había comenzado como una osadía espontánea se había convertido en algo mucho más importante, si acaso ella se atrevía a explorarlo.