Veintiuno
—¿Mañana? ¿Y no habrá derramamiento de sangre? ¿Estás seguro de que esto es lo que quieres? Este lugar es una locura, Archer, y ahora estás intentando casarte con una mujer a la que conoces desde hace solo un mes. Una mujer que, además, está comprometida con otro —dijo Haviland.
Estaba paseándose por la habitación mientras Archer terminaba de vestirse.
Las pruebas de aquella mañana habían terminado, y era el momento adecuado para ir a casa de la familia Di Bruno.
—No lo estoy intentando. Voy a conseguirlo. Intentarlo implica que hay posibilidad de fracaso —respondió Archer, al tiempo que se ponía los gemelos en los puños de la camisa—. ¿Es que quieres convencerme de que no lo haga?
Archer miró a su amigo con una expresión a medias entre el reproche y la obstinación. Los esfuerzos de Haviland eran inútiles. Él ya había tomado una determinación.
—Todo está ocurriendo muy deprisa —protestó Haviland.
Archer sonrió.
—Y lo dice uno que se ha casado con una mujer a la que conoce desde hace menos de seis meses.
Aquella mañana estaba demasiado feliz como para tomarse demasiado en serio las preocupaciones de Haviland. Sabía que Haviland solo quería ser un buen amigo, lo mismo que había hecho él mismo cuando estaban en la situación contraria, en París.
—Te has transformado completamente —dijo Haviland—. Hablas italiano a la perfección, llevas un cuchillo en la bota a todas horas y has estado trepando hasta los balcones de las casas.
Archer se echó a reír.
—En primer lugar, yo siempre he hablado italiano. Eso ya lo sabías, porque me educaron así. Lo que pasa es que en Inglaterra no tenía oportunidad de hablarlo. En segundo lugar, Siena no es muy distinto a Londres, donde tú y yo llevábamos espadines ocultos en el mango del bastón. Y, por último, yo nunca he sido un monje, precisamente.
—Llevamos espadines para defendernos de algún posible rufián, no para cruzar la calle a hablar con nuestro vecino —replicó Haviland.
—Es la época del Palio —repuso Archer, a su vez, como si eso lo explicara todo.
Y, para la mayoría de los sieneses, así era. Tal vez sí estuviera empezando a convertirse en un sienés. Se preguntó si su padre también se había sentido así la primera vez que había ido a la ciudad. ¿Se había transformado también a causa de la energía y el ritmo de Siena, a causa de las costumbres y el estilo de vida, que eran tan distintos a los de Inglaterra? Archer intentó no pensar en su padre, no pensar en que la historia se estaba repitiendo. Su padre no había ido a Siena en busca de esposa, pero la había encontrado, como él. Su padre se había enamorado locamente, como él. De tal palo, tal astilla. Sin embargo, esperaba de todo corazón que el parecido acabara ahí. ¿Acaso estaban los hombres de la familia Crawford destinados a amar intensa pero trágicamente? Él era hijo de su padre, sí, pero esperaba serlo también de su madre.
Alguien llamó a la puerta, y Archer tomó su chaqueta. Debían ponerse ya en marcha.
Abajo reinaba un caos organizado. Su tío se había ocupado de todos los detalles a conciencia. Giacomo y sus amigos se habían puesto sus mejores galas; el paje de la contrada estaba allí, vestido con el traje tradicional, y fuera, en la calle, esperaba toda la comparsa, con las banderas, y un tamborilero preparado para acompañarlos.
—Lo único que falta es el duce —le dijo Archer, en broma, a su tío.
Giacomo le dio una palmada en la espalda.
—Tú eres el duce, Archer. Es el papel perfecto para ti hoy.
—¿El duce? ¿Qué significa eso? —preguntó Nolan.
—En los desfiles del Palio —le explicó Archer— todas las contradas tienen un duce. Tiene que ser el joven más guapo del barrio —dijo. Después, miró fijamente a Nolan—: Hoy tienes que comportarte debidamente, amigo. Esto es muy importante. Todo depende de esta embajada.
Giacomo le apretó el hombro para darle ánimos.
—No te preocupes. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano.
¡Ya llegaban! Elisabeta oyó los tambores y los cánticos antes de ver la comparsa. Abrió el balcón de par en par y miró hacia abajo, a la calle. ¡Archer había ido a casa de su tío! Giuliano se lo había dicho la noche anterior, pero escucharlo y verlo eran dos cosas distintas. Aquella delegación de Torre, con Archer al frente, era más de lo que nunca hubiera esperado.
La bandera granate con los adornos de color azul claro y blanco y el símbolo de Torre, un elefante coronado y una torre, aparecieron ante sus ojos.
—¡Contessina! ¡Ayúdame a vestirme! —le dijo a su prima, llamándola.
No quería perderse un solo minuto de aquello. Elisabeta abrió el armario y repasó sus vestidos. Sacó un traje sofisticado, de color verde salvia, y se lo puso sobre el cuerpo mientras bailaba por la habitación.
Qué diferente era aquel día del anterior, pensó, mientras Contessina la ayudaba a ponerse el vestido. Todo era tan sombrío ayer… Sin embargo, aquella mañana, Archer iba a buscarla. Cerró en su nuca el broche de un discreto collar de perlas. Mientras, Contessina le arreglaba el pelo.
—No me hagas nada demasiado elaborado —le pidió—. Solo son las once de la mañana.
—Entonces, un moño sencillo —dijo Contessina, sonriéndole en el espejo—. ¡Qué emocionante! ¡Dos pretendientes enfrentándose por tu mano!
Emocionante no era una palabra suficiente para describirlo. Era emocionante porque Archer había ido a pedir su mano, pero también era angustioso, porque no había garantía de que su petición fuera concedida. Su tío tenía mucho que considerar, puesto que ella estaba comprometida públicamente con Ridolfo, y Archer también iba a hacer público su ofrecimiento. Cambiar directamente haría que su tío o Ridolfo quedaran en descrédito, por no mencionar a Pantera y a Oca.
Elisabeta se puso unos zapatos y bajó las escaleras con un cosquilleo en el estómago. El impacto de aquello en las contradas tampoco era un asunto baladí. Su tío era el capitano, y nadie, salvo el priore, tenía tanto prestigio en Pantera. ¿Se arriesgaría a perder ese estatus incumpliendo su compromiso con Oca? ¿Se arriesgaría a perjudicar a Pantera? Oca los odiaría, y una enemistad entre contradas no era poca cosa. La gente todavía hablaba de la interferencia de Pantera con respecto al jinete de Aquila en el Palio de 1752, que originó la victoria de Torre. Ella no dudaba que alguien iba a sacar aquello a colación aquel mismo día.
Su tío y sus hombres ya estaban reunidos; su tía y Giuliano también estaban presentes y, para su consternación, Ridolfo también se había presentado, acompañado por su contingente de Oca. Ridolfo tenía cara de furia. Elisabeta se sentó entre su tío y su tía.
—¿Qué está haciendo él aquí? —le preguntó, en un susurro, a su tío.
—Estás comprometida públicamente con él. Tiene derecho a estar aquí y defender sus derechos, si quiere —respondió su tío con severidad, recordándole la gravedad de la situación.
Entonces, se abrieron las puertas, y Archer apareció en el vano, rodeado por el esplendor de Torre. Por un momento, Elisabeta olvidó todas las preocupaciones. Archer se había superado a sí mismo. Ella siempre le había visto vestido de jinete, o con ropa de trabajo, o con ropa de viajero cansado y lleno del polvo del camino. Aquel día, había ido a su casa con el aspecto del hijo de un aristócrata.
Llevaba unas botas negras y brillantes, unos pantalones de color tabaco de impecable corte. Todo en él tenía el mismo sello de perfección, desde su pelo hasta el nudo del pañuelo del cuello. Llevaba una camisa de lino, blanca, prístina, un fajín de seda azul claro y una chaqueta de color granate. Los colores estaban pensados para rendir tributo a Torre y servir de recordatorio de que, para Pantera, convertirse en su aliado tendría ventajas. Torre era una de las contradas más poderosas y prestigiosas de Siena, aunque fuera también la más beligerante. Torre era la única contrada que tenía dos enemigos. Archer se inclinó ante su tío, y ella se dio cuenta de que llevaba un estoque colgado de un cinto. Esperaba que fuera como adorno; los otros hombres de su cortejo iban arreglados de un modo muy similar. Debían de ser sus amigos ingleses. Tal vez su saludo hubiera tenido un estilo inglés, pero él le habló a su tío en un perfecto italiano, sin apenas mirarla a ella. Aquello había que hacerlo con la formalidad de una transacción comercial. Sin embargo, ella prestó toda su atención a cada palabra que se pronunciaba.
Él expuso muy bien sus argumentos. Primero enumeró sus credenciales: era hijo de un conde, e hijo de Torre. Era sienés por la familia de su madre, y no solo un inglés recién llegado a la ciudad: era medio italiano. Además, detalló su patrimonio: la granja de caballos, su cuadra de purasangres de carreras en Newmarket, sus ingresos anuales, que a ella le parecieron asombrosos. Describió su puesto de trabajo en la villa, puesto que le había otorgado su tío, y explicó que la casa y la granja le serían cedidas después del matrimonio, y las obligaciones con los caballos de su tío. No tenía intención de llevársela a Inglaterra. Quería quedarse en Siena y formar parte de la vida de la ciudad. Había sido aceptado en su contrada y ya tenía cierto estatus en el barrio, gracias a su tío, que le había demostrado un gran favor personal.
A cada argumento que daba, las esperanzas de Elisabeta aumentaban. Era un caballero muy digno; además, Archer no tendría que elegir entre sus sueños y ella. Y ella podría tener la vida que siempre había soñado: una granja de caballos en el campo, un marido enamorado a su lado, hijos, una familia propia y privada. Todo estaba tan cerca, que casi podía tocarlo con la mano. Sentía una alegría abrumadora. Quería correr hacia Archer y rodearle el cuello con los brazos por hacer posible todo aquello.
Archer terminó de hablar. Retrocedió respetuosamente e inclinó la cabeza para indicar que había terminado. Los presentes estaban asintiendo, mostrando aprobación. Lo único que tenía que decir su tío era «sí». Elisabeta mantuvo la mirada baja, porque no quería revelar la emoción que sentía.
—Todo esto es muy práctico a la hora de elegir esposa… —comenzó su tío—. Signor Crawford, se ha comportado muy bien hoy. Tiene cualidades recomendables y dignas de aplauso. Las responsabilidades que se le han confiado hablan muy bien de usted. Sin embargo, existe el obstáculo del compromiso previo de mi sobrina. Creo que ya sabe usted que está comprometida con otro.
Elisabeta vio, por entre las pestañas, que Archer aceptaba con calma la respuesta. Su tío no se lo iba a poner fácil, por muy impecables que fueran sus credenciales. No podía hacerlo. Si iba a romper el compromiso con Oca, tenía que aparentar que le resultaba difícil hacerlo.
Tal vez Archer también lo hubiera previsto.
Archer respondió en voz alta, audible para todo el mundo.
—Estoy al corriente, signor di Bruno. Y no me atrevería a interponerme en el camino de otro hombre, si no fuera porque el amor me empuja a hacerlo. Mis sentimientos por la signora di Nofri son tan fuertes que no puedo ignorarlos.
—¿Y qué hay de los sentimientos del signor Ranieri? —preguntó su tío, pacientemente—. ¿No tienen importancia?
—No puedo hablar de sus sentimientos, solo de los míos. Sin embargo, tengo entendido que este compromiso se fraguó por razones políticas, y que el amor tuvo muy poco que ver en él. Si está buscando de nuevo buenos motivos políticos, le aseguro que Torre será un aliado muy valioso en ese sentido. No hay nada de lo que Oca pueda ofrecer que Torre no pueda igualar o mejorar.
¡Bravo!, pensó Elisabeta. Su inglés había aprendido rápidamente a pensar como un verdadero sienés. Aquel era un clásico enfrentamiento entre contradas. En aquel momento, Ridolfo se levantó resoplando de su asiento y se encaminó hacia su tío.
—¡Esto es un escándalo! —gritó—. Teníamos un acuerdo, y ha dejado usted que este cerdo de Torre venga a parlamentar. No tiene ningún derecho. Nuestro acuerdo no se puede anular.
A Elisabeta le pareció que Ridolfo había cometido un error al levantarse de su silla y ponerse junto a Archer. Ridolfo no salía bien parado de la comparación visual. Archer tenía un aspecto y una actitud impecables; por el contrario, a Ridolfo le sentaba muy mal la ropa. Tenía unos pantalones demasiado holgados para poder abarcar su enorme barriga, y llevaba una camisa de lino arrugada. Estaba desarreglado después de haber pasado la mañana al sol, en las pruebas de la carrera. No importaba que el resto de los hombres de la sala tuvieran el mismo aspecto. Al lado de Archer estaba desaliñado, y eso era lo importante.
Por otra parte, Archer había pronunciado un discurso amable y bien organizado, mientras que Ridolfo había tenido un estallido emocional y muy poco eficiente. Parecía un niño petulante a quien se le había negado un capricho. ¿Cómo iba a preferir su tío a Ridolfo antes que a Archer? ¿Cómo iba a culparlo alguno de los presentes por considerar la oferta de Archer? Y, sin embargo, su tío vacilaba.
—Ella va a ser mi esposa, y todo el mundo lo sabe —protestó Ridolfo—. No hay ningún motivo para romper el compromiso.
Elisabeta se agarró a los brazos de la silla y clavó las uñas en la madera. Aquel era el principal obstáculo: que no había ningún motivo. Giuliano, que estaba sentado al otro lado de su tío, se inclinó y habló a su padre al oído. A ella le pareció que su tío agarraba con fuerza el brazo de su propia silla, y que su expresión se volvía severa.
Entrecerró los ojos al volver a dirigirse a Ridolfo.
—Parece que, después de todo, sí hay motivos. Mi hijo me informa de que usted se comportó de una manera violenta ayer con mi sobrina, ayer, en mi propia casa.
Elisabeta contuvo la respiración y, por fin, se atrevió a mirar directamente a Archer. La noticia se había hecho pública a través de una fuente creíble, y no de Archer, que, a ojos de todo el mundo, habría resultado parcial. Ridolfo no era el único que había tenido un comportamiento indecoroso en casa de su tío. Si quería salirse con la suya, podría delatarlos a Archer y a ella. Sin embargo, eso también sería perjudicial para él, porque si revelaba públicamente que ella había mantenido relaciones sexuales con Archer, su tío se vería obligado a concederle su mano y, además, todo el mundo sabría que Ridolfo era un cornudo. No, no creía que Ridolfo corriera tales riesgos.
Ridolfo inclinó la cabeza.
—Lamento muchísimo mis actos de ayer.
—Como debe ser —dijo su tío—. Mi sobrina es muy querida para mí, y no se la entregaré en matrimonio a un hombre que vaya a maltratarla. Ha anulado usted mi obligación de cumplir el acuerdo. Aunque no hubiera una contraoferta, yo rompería este compromiso de todos modos.
Elisabeta tuvo que contener una sonrisa triunfal mientras las palabras de su tío eran asimiladas por todo el mundo.
—¡No! —estalló Ridolfo—. Yo tenía derecho, porque ella…
La señaló con el índice, y ella se quedó helada. Aquel era su gran temor: que él se arriesgara a delatarla cegado por la ira. Sin embargo, no llegó a pronunciar las palabras. Archer desenvainó el estoque y posó la punta en el cuello de Ridolfo.
—No va a insultarla sin pagar las consecuencias —dijo Archer, con una voz glacial.
A Ridolfo se le salieron los ojos de las órbitas. Le envió una súplica muda a su tío. Su tío asintió, y Archer bajó el estoque.
—Exijo compensación por esta agresión —gruñó Ridolfo, posándose una mano en el cuello, en el lugar en el que Archer había posado la hoja de su arma.
—¿Y qué quiere que haga? El signor Crawford tan solo se ha comportado como un caballero.
—Exijo la oportunidad de recuperar a mi prometida.
—¿Y qué propone?
—El Palio. Si Torre gana el Palio, el signor Crawford gana a su prometida —dijo Ridolfo—. Oca no tiene caballo en este Palio, así que yo no puedo apostar por mi caballo en contra del suyo. Además… Torre tiene el caballo favorito. Me parece bastante justo. Después de todo, yo la vi antes.
Elisabeta contuvo la respiración. ¿Cómo iba a negarse su tío sin quedar como un grosero? Sin embargo, aquello era lo último que ella deseaba. Todo había estado a punto de resolverse, pero parecía que su sueño se desvanecía. Para ganar, Torre tendría que vencer a Pantera, que ya había ganado el primer Palio y que tenía un magnífico caballo también, uno de los excelentes zainos del tío de Archer. ¿Estaría su tío dispuesto a ceder una victoria en el Palio para asegurar su matrimonio con Archer? Podía arreglarlo todo para perder si era necesario, pero, si alguien sospechaba algo así, el precio que tendría que pagar sería muy alto. Nadie con honor perdía voluntariamente un Palio.
Sin embargo, no fue su tío quien respondió al desafío. Fue la voz de Archer la que llenó la sala. Habló sin apartar los ojos de ella, y la palabra que pronunció sería tema de chismorreo en todas las contradas durante días:
—Acepto.
Se oyó un murmullo de excitación por toda la sala. Elisabeta notó que su tío le cubría la mano sobre el brazo de la silla, para recordarle que debía mostrar contención. No podía estropear los esfuerzos de Archer con protestas espontáneas. Sin embargo, ¿tenía Archer la más mínima idea de lo que acababa de hacer? Tal vez Oca aceptara la decisión por deportividad, pero Ridolfo, no.
Tenía que ver a Archer. Tenía que decírselo. Archer acababa de firmar su sentencia de muerte.