Quince
Las pruebas nocturnas. Una oportunidad de ser libre y salvaje, de demostrarse a sí misma, al menos, que la vida no había terminado, que podía escapar de la realidad durante algunos momentos. Elisabeta retorció su pelo y lo metió bajo una gorra, y se miró al espejo para asegurarse de que su disfraz estaba intacto. Las mujeres no podían montar en las pruebas nocturnas. Se echó a reír al pensar en aquel silogismo: las mujeres no podían montar en las pruebas nocturnas. Elisabeta di Nofri iba a montar en las pruebas. Por lo tanto, Elisabeta di Nofri no era una mujer.
Algunas veces, hubiera deseado no serlo. Si fuera un hombre, no tendría que contraer un matrimonio que no deseaba, ni acatar todas las decisiones que tomaban los hombres. Sería libre para vivir en el campo, rodeada de caballos, para casarse con quien quisiera. Su vida sería suya. Sonrió con ironía; si fuera hombre, se habría perdido otras cosas, como estar con Archer.
No podía cambiar el pasado, ni lo que era. Lo único que podía hacer era refugiarse en la idea de que aquel silogismo la protegería aquella noche, tanto como iba a protegerla el disfraz. La gente no esperaba ver a una mujer participando en las pruebas, así que no la mirarían demasiado. Iba a estar oscuro, y eso sería un camuflaje extra.
¿Quién más estaría allí? ¿Iría Archer a presenciar las pruebas? Tal vez estuviera allí para participar también. Aquella noche, todos los jinetes serían aficionados. La noche de las pruebas era para los caballos. Era una oportunidad para practicar en la pista del Palio. Ella tuvo un estremecimiento de emoción al pensar que podía verlo. Había tenido paciencia, tal y como él le había pedido. ¿Le llevaría respuestas con las que ella pudiera vivir? Le había costado un gran esfuerzo dejarlo en el campo. No le agradaba la idea de volver a separarse de él. Si lo hacía, aquella vez sería la última vez.
Oyó un silbido junto a su ventana, la señal de Giuliano para indicarle que el camino estaba despejado. Era hora de marcharse. Aquella noche iba a montar a caballo y, durante un rato, ningún hombre iba a interponerse en su camino.
Cuando llegó a la plaza, a pesar de que era medianoche, vio la tierra que ya habían echado para formar la pista de carreras. Volvió a despertarse en ella la emoción con la que había crecido desde niña. La terra in piazza era una de las primeras expresiones que aprendía un sienés. Significaba que el Palio estaba a punto de llegar y, también, que los buenos tiempos estaban por llegar. Todo iba a mejorar muy pronto. Aquel año, más que nunca, quería que fuera cierto. Sin embargo, ¿qué buenos tiempos la esperaban a ella?
Giuliano sacó uno de los tres caballos que iba a ofrecer su tío, y ella sonrió al verlo. Era uno de sus favoritos. Giuliano le guiñó un ojo y la ayudó a montar.
—Que te diviertas.
—Gracias por esto —le dijo Elisabeta a su primo, y le apretó la mano.
Después, tomó las riendas y se acomodó en el lomo desnudo del caballo. Todos los caballos se montaban sin silla y sin estribos durante la carrera. Giuliano y ella habían negociado una tregua después de la debacle de la fiesta, porque habían comprendido que cada uno tenía parta de culpa. Elisabeta sabía que aquel era un intento de compensarla por los problemas. Y ella también había cumplido con su parte, comportándose de forma modélica desde que había vuelto del campo, yendo a todas partes acompañada por un cortejo de mujeres de la casa, o con su tío o Giuliano como acompañantes. Nadie podría decir que había sido indiscreta, y había confirmado lo que había dicho su primo después de la fiesta: que ella no tenía nada que ver con el inglés. Nadie podría decir que no era una novia obediente.
Se preguntó si habría conseguido engañar a Ridolfo, o si él se daba cuenta de que toda aquella docilidad no era más que un engaño. Aquella visita cruel a su casa seguía obsesionándola. Él no le había dicho nada a su tío sobre el final de la visita. Sabía muy bien que no podía acusarla de nada sin delatarse a sí mismo. También sabía que su tío no iba a tolerar que le hicieran aquellas amenazas a su sobrina.
El secretismo era beneficioso para Ridolfo. Como él no había contado nada de lo sucedido, ella no podía utilizar sus amenazas para romper el compromiso. Era un rival astuto que entendía muy bien la naturaleza humana.
No iba a pensar en Ridolfo aquella noche, porque tenía que pensar en los caballos. Dirigió a su caballo hacia la pista y se situó junto a los otros participantes. En aquel momento, lo vio, alto y orgulloso sobre un fuerte zaino. Archer estaba allí.
A ella se le aceleró el pulso al reconocerlo, pero no podía saludarlo sin delatarse a sí misma. Tendría que esperar. Y, hasta entonces, iba a divertirse un poco.
Elisabeta se unió al grupo en el que estaba Archer. Para aquellas pruebas, los caballos competían en grupos más pequeños de cinco o seis participantes, para que la pista no estuviera tan abarrotada. Alguien puso una cuerda para simular la línea de salida y recrear las condiciones de la carrera. Los espectadores se habían arremolinado alrededor de la pista para tomar notas. La mayoría eran capitani que votarían por los diez caballos dentro de unos pocos días, en la tratta.
Dieron la señal de salida, la cuerda cayó y los caballos salieron al galope. Recorrieron volando la primera parte recta del trazado y entraron en la curva de San Martino. Era una curva muy pronunciada, como un ángulo recto, pero su caballo se las arregló maravillosamente, sin perder la velocidad ni el ritmo, y salió de la curva hacia la siguiente parte recta del recorrido. Archer iba por delante, montando muy bien, pero ella conocía mejor la pista. Haría su movimiento después de la curva Casato.
Y lo hizo, urgiendo a su caballo para eliminar la distancia que había entre ellos. Tal y como había predicho, Archer disminuyó la velocidad para la curva, porque quería reconocer su giro y su forma. Era una estrategia sensata. La curva de San Martino era un peligro continuo durante la carrera, pero la mayor parte de los accidentes habían ocurrido en la curva Casato, durante la primera vuelta. Sin embargo, ella tenía la ventaja de la experiencia, y la utilizó para acelerar el galope de su montura por la parte exterior de la curva y salir a toda velocidad a la última recta de la primera vuelta. Experimentó una gran satisfacción al adelantar a Archer.
La segunda vuelta fue más difícil. Al principio no iba a la cabeza, y eso hacía que su objetivo estuviera definido. Sabía que tenía que mover el caballo entre el grupo para sacar ventaja. Sin embargo, en aquella vuelta estaba en primer lugar, y tenía que defender su puesto. Eso significaba recorrer la pista, con todas sus dificultades, pero también impedir que los demás la adelantaran. Notaba la presencia de Archer tras ella, y de su zaino, que quería sobrepasarla.
Terminó la segunda vuelta y entró en la tercera y última, prestando atención a la respuesta física de su caballo ante aquel ejercicio. ¿Cómo respiraba? ¿Cómo era su paso? Esos eran los detalles a los que debía prestar atención un jinete durante las pruebas. Era mucho más importante que ganar una prueba no oficial. Giuliano querría recibir un informe completo, de ella, y de los otros dos jinetes que montaban sus caballos. Querría conocer el estado de la pista, de sus caballos y de los caballos contra los que habían competido. Él usaría la información para planear los partiti.
Elisabeta soltó una maldición cuando Archer la adelantó en la última recta después de la curva de San Martino. Ella había tenido mucho cuidado en aquella curva, porque no quería cansar más al caballo, y él había aprovechado la oportunidad. Aquella noche, no iba a aceptarlo. Se puso a la altura de Archer y lo obligó a dejarse adelantar, si no quería acabar estampado contra una de las paredes.
¡Merda! El mismo caballo con el mismo jinete lo había adelantado por segunda vez. Solo por eso, ya tenían interés para Archer. Y el trasero del jinete era lo que más le interesaba. Aunque estuviera oscuro, aunque su mente y su cuerpo estuvieran llenos de adrenalina a causa de la carrera, todavía podía distinguir la anatomía masculina de la femenina. Archer hizo un último esfuerzo por alcanzar a aquel jinete antes de la meta, pero no había suficiente recorrido para recuperar la ventaja.
Su tío y algunos otros hombres de la contrada se acercaron a felicitarlo y a examinar al caballo. Giacomo ya estaba haciéndole preguntas sobre la carrera: ¿Cómo era la curva? ¿Cómo se las arregló el caballo en la curva Casato? Archer respondió, pero estaba pendiente del caballo y el jinete que había a su izquierda.
—¿Quién ha traído al caballo que me ha ganado?
—Creo que Rafaele di Bruno —respondió su tío.
Aquella información confirmó sus sospechas: Rafaele di Bruno era el tío de Elisabeta. Como aquellas pruebas no eran para ganar, sino para poner a prueba a los caballos y exhibirlos, no era tan descabellado que ella hubiera conseguido la oportunidad de cabalgar disfrazada. Después de todo, a él le habían dado la misma oportunidad sin el disfraz. De repente, no quería seguir respondiendo a las preguntas de su tío. Quería ser libre para poder ir tras ella.
—Te escribiré un informe, si quieres —le dijo a Giacomo—. Podemos revisarlo todo mañana por la mañana.
Le dio una palmada en el hombro a su tío y desapareció entre la multitud y los caballos antes de que Giacomo pudiera protestar.
No fue fácil encontrar a Elisabeta. La zona estaba llena de caballos que entraban y salían de la pista, con sus jinetes, porque el segundo grupo iba a tomar posiciones en la línea de salida. Había espectadores, también, aunque ya hubiera pasado la medianoche. Los capitani habían llevado a sus mangini, con lo que había como mínimo tres personas de cada una de las diecisiete contradas presentes, además de los mozos y los jinetes. Tal vez aquellas pruebas no fueran oficiales, pero eran eventos importantes, de todos modos.
Tuvo suerte. La vio un poco apartada, sola. Se acercó a ella y la saludó sin usar su nombre, sino con un cumplido, permitiendo que su sonrisa y su mirada le dijeran el resto:
—Ha sido una carrera excelente por su parte.
Ella lo miró, dejando que su expresión hiciera lo mismo, y él sintió que su cuerpo volvía a estar vivo. Desde que Elisabeta se había marchado, había estado muerto.
—¿Cómo estás? —le preguntó Archer, en voz baja.
—Estoy bien. ¿Y tú?
Sin embargo, era una mentira. Desde tan cerca, él percibió la tensión de su rostro, y sus ojeras.
—No estás bien, Elisabeta. Lo veo. Tenemos que hablar. Tenemos que hacer planes en serio si quieres escapar de este matrimonio. Tengo ideas —dijo.
Y las tenía. Sin embargo, no eran ideas que ella fuera a aceptar. Perder a la familia era perderlo todo, y ella estaba dispuesta a pagar cualquier precio con tal de evitarlo. Él admiraba eso en ella. Sin embargo, iba a tener que convencerla de lo contrario.
De repente, Elisabeta se puso tensa y miró a lo lejos.
—Tengo que irme. Giuliano me está buscando —dijo, en voz tan baja que él estuvo a punto de no poder oírla. El cuerpo de Elisabeta se rozó contra el suyo—. Archer, enciende una vela.
—Sí —dijo él, con la voz enronquecida.
¿Cómo habrían sido las cosas si la hubiera conocido antes? ¿Habría tenido la oportunidad de conseguirla? Tal vez, ser de Torre no hubiera tenido importancia si la ocasión hubiera sido mejor.
Archer encendió una vela. Sabía muy bien que Elisabeta quería ir a su lado. Le habría gustado discutírselo; él habría corrido ese riesgo gustosamente, y se habría enfrentado a las consecuencias de que lo atraparan, pero no había tenido tiempo de decírselo. Así que allí estaba, a las tres de la mañana, despierto en la cama, esperando. Era una situación a la que no estaba acostumbrado. Era un hombre de acción, y aquella delicada danza de engaños lo estaba poniendo a prueba.
¿Se había sentido así Haviland con Alyssandra en París? ¿Había sentido la desesperación de aprovechar hasta el último momento porque iba a terminar? Haviland también sabía cuál era la fecha de término de su viaje, a principios de junio, como él sabía que la boda de Elisabeta iba a celebrarse a finales de agosto. Haviland se había enfrentado a su desesperación cambiando esa fecha para siempre, y cambiando sus circunstancias. Había decidido no ser más un viajero, no ser más un hombre que buscaba un escape temporal de sus cargas. Simplemente, se había deshecho de esas cargas y había recuperado la capacidad de definir su vida.
Archer no podía hacer eso. Para empezar, no estaba escapando temporalmente. Había decidido, desde un principio, que aquello era permanente para él. No iba a volver. Su situación no era como la de Haviland. El hecho de que él se quedara para siempre en Siena significaba que tenía que pensar en las consecuencias que sus actos tenían para los demás. Ojalá Haviland estuviera allí. Tal vez, entre los dos, supieran qué hacer con respecto a Elisabeta.
Sonó un ruido en su balcón, y las puertas se abrieron antes de que él pudiera levantarse. Elisabeta entró por las cortinas y cerró las puertas. Estaba muy seductora con pantalones y botas. ¿Cómo podía alguien haberla confundido con un hombre, con aquellas curvas marcadas por los pantalones de montar? Él se había sentido excitado al instante, pero no se había dejado engañar.
Ella se quitó la gorra y dejó caer una cascada de ondulaciones oscuras.
—Tu balcón está un poco más alto de lo que parece —dijo ella, con la respiración entrecortada—. Hacía siglos que no trepaba tanto.
—Has corrido un riesgo enorme viniendo —dijo él.
Archer atravesó la habitación para acercarse a ella y, en vez de seguir reprendiéndola, la besó, saboreando aquel beso y recreándose en él, cuando lo que quería hacer era devorarla. Olía su sudor, el olor de su caballo y, por debajo, el aroma de su jabón de lavanda. Aquel olor hablaba de su historia: amante de los animales, mujer tentadora, valiente, apasionada y aventurera. Todo aquello estaba allí, y él lo deseaba. La deseaba a ella.
Elisabeta le rodeó el cuello con los brazos y apretó su cuerpo contra el de Archer. Lo besó con toda su alma.
—No quería que se perdieran estos pantalones —murmuró—. Además, ya me he hecho pasar por chico lo suficiente esta noche. Mírame, Archer. Mira cómo me convierto en mujer ante tus ojos.
Le dio un suave empujón, y él se sentó en la cama para admirarla. Elisabeta se quitó las botas y se puso manos a la obra. Se sacó la camisa por la cabeza y empezó a deshacer el vendaje que llevaba alrededor del pecho, con una lentitud seductora. Nada podía ser comparable a la placentera tortura de ver su cuerpo revelándose poco a poco, y sin poder tocarla.
A Archer le dolían las manos de ganas de tomar sus pechos, de pasar los dedos pulgares por sus pezones, de trazar las aréolas rosadas que los rodeaban, de soplar suavemente en su ombligo mientras le acariciaba las esbeltas líneas del torso.
Pero sus ojos… Oh, cuánto se deleitaron. Ella se bajó los pantalones por las caderas y quedó completamente desnuda. A él se le cortó el aliento. Ya la había visto así, había visto a muchas mujeres desnudas y, a pesar de su experiencia, se quedó sin respiración.
Ella sonrió con satisfacción, atrayéndolo con la luz de sus ojos.
—Ya me has visto desnuda, Archer.
Su voz fue un gruñido de deseo.
—Pero no tan a menudo como me gustaría —dijo él. Quería saborear, acariciar y lamer, explorar y adorar hasta el último centímetro de Elisabeta. Tenía el cuerpo tenso de necesidad y de deseo al verla allí desnuda.
—Yo podría decir lo mismo de ti. Así que… ¿te importaría corresponderme? Te toca a ti.