Cuatro

 

Iba a ser un amante exquisito y ¿a quién le importaría lo que habían hecho? ¿Quién podría preocuparse? Él estaba de paso. Podría darle algo de placer, cuyo recuerdo ella podría atesorar durante su matrimonio. Elisabeta se inclinó hacia él en el estrecho banco que ocupaban, acariciándole la boca con la mirada, ofreciéndole un momento de preparación antes de que sus labios se posaran sobre los de él. Lo saboreó, lo tentó… ¿o acaso se estaba tentando a sí misma?

Él respondió con su boca, mostrando su hambre, pero su cuerpo se tensó al reconocer que no estaban en un lugar lo suficientemente privado para llegar a más. Elisabeta se retiró. La iniciativa era suya. Aquel era su territorio.

—¿Damos un paseo? Hay una preciosa fuente muy cerca.

Era una excusa para buscar privacidad, para estar a solas, y a ella se le aceleró el corazón. Iban a suceder más cosas con aquel hombre.

—¿En qué dirección? Yo iré primero.

Aquella preocupación por conservar al menos una aparente decencia complació a Elisabeta. Aquel era un hombre con experiencia.

—A la derecha —dijo ella, y le señaló una calle que salía de la plaza—. No está lejos —añadió—. No está lejos.

Lo vio desaparecer en la oscuridad, y contó los minutos mentalmente antes de seguirlo.

Él había avanzado más de lo que ella pensaba por la calle. Hubo un momento en el que pensó que lo había interpretado mal y que él había aprovechado la oportunidad para desaparecer. Entonces, oyó un susurro:

—¡Elisabeta!

Un brazo la tomó por la cintura y tiró de ella hacia un portal. A ella se le escapó un pequeño grito, y él la hizo girar y la estrechó contra sí mientras le robaba, entre risas, un beso. Ella sintió su contacto masculino, cálido y fuerte, cuando sus cuerpos se encontraron.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó él, sonriendo en la oscuridad, y le posó las manos en la cintura, con naturalidad, como si fueran dos amantes que se conocían y estaban acostumbrados al cuerpo del otro.

—No sabía que ibas a ir tan lejos —dijo Elisabeta, y le rodeó el cuello con los brazos.

—Estaba buscando el lugar perfecto —respondió él, y le besó el cuello, recreándose con el pulso que latía en su base, provocándole un estremecimiento en la columna vertebral.

—¿Para qué? —preguntó ella, entre suspiros. Aunque, en realidad, podía imaginárselo, y sentía una gran excitación. Se alegró de notar que había una pared a su espalda, porque tal vez la necesitara; no creía que las piernas la sostuvieran mucho más. Aquel hombre era un consumado artista que acariciaba con sutilidad y besaba de una forma tentadora.

—Para esto —dijo él.

Volvió a besarla, y la aplastó con el cuerpo contra aquel muro de ladrillo. Ella estaba completamente protegida allí, por la anchura de sus hombros y su altura, que la ocultaban de cualquiera que pasara por la calle.

Debería haber sabido que semejante maestro de aquel arte no recurriría a un oscuro callejón para un encuentro apresurado, ni se dejaría llevar por su propia necesidad, sino que se ocuparía de que ella también estuviera preparada. Los besos en el cuello deberían haberla avisado de que allí, en la privacidad y la tranquilidad de la noche, lejos de las festividades, aquellos momentos iban a ser diferentes de la frenética animación de la plaza. Sin embargo, el beso la tomó por sorpresa.

Fue una exploración lánguida. Su lengua exploró y saboreó, su boca la animó a hacer lo mismo, y ella lo hizo. Percibió el sabor del vino en su lengua y el olor de su jabón bajo el sudor del día y la esencia masculina. Había llegado a Siena a caballo. El olor a cuero y a caballo también era evidentes, y resultaban agradables. Ella prefería a un hombre que oliera a hombre, mejor que a un jardín de flores. El olor de un hombre debería ser, por encima de todo, una representación de él mismo.

Como su cuerpo. Había mucha sinceridad en aquel portal oscuro de la calle. Su deseo era evidente, y ella notaba su erección en el estómago. Y no estaba solo en aquella excitación, aunque la suya fuera más evidente. Ella sentía un dolor que exigía calma. Él le mordió el labio y tiró suavemente, y ella gimió y se estrechó contra él, frotando las caderas contra su cuerpo.

Archer gruñó en su boca, y sus besos se volvieron posesivos. El ritmo tranquilo se aceleró, se convirtió en algo primigenio. Él agarró su falda con los puños y la subió.

—Deja que te levante —le dijo, con la voz enronquecida.

Deslizó las manos por debajo de ella y la tomó por las nalgas; la alzó del suelo, y ella le rodeó la cintura con las piernas. Él dejó que su falda cayera hacia atrás, y la carne desnuda de Elisabeta quedó pegada a él. Ella notó su dureza a través de la barrera del pantalón, y el contacto tuvo un efecto erótico que la empujó a moverse, instintivamente.

Obtuvo la recompensa de un fiero mordisco en la oreja, y notó que él se echaba a temblar.

—Voy a adelantarme como si fuera un adolescente inexperto —dijo él, a modo de advertencia y de cumplido. Sin embargo, ella volvió a mover las caderas.

Pero él tenía mejores ideas. Cambió el peso y encontró el centro de su cuerpo con la mano, y apretó la palma contra su sexo hasta que ella gritó de frustración y placer.

—Y puede ser aún mejor —le prometió él, contra la garganta, y separó los pliegues de su cuerpo con los dedos.

Al notar su humedad, a él se le cortó el aliento. Halló el diminuto botón de su placer y comenzó a acariciarlo. Elisabeta se dio cuenta de que su placer lo excitaba, y fue algo embriagador para ella. Entonces, se dedicó a alimentar aquella excitación, acariciándolo a través del pantalón mientras él la acariciaba a ella. Dio caro! Aquel hombre era grande, largo y deliciosamente endurecido.

Elisabeta le abrió el pantalón y palpó su longitud desnuda, y él emitió un gruñido.

—Me vas a matar, Elisabeta —dijo, con la voz entrecortada.

—Tómame —susurró ella ferozmente.

Se había convertido en un ser primitivo en aquellos momentos. Nunca se había sentido tan enloquecida por la promesa del placer. Él le había arrebatado, con las manos y con la boca, la capacidad de pensar de forma racional.

—Sí —gimió Archer, y su respuesta fue inmediata.

Entró en ella, y notó su cuerpo estrecho, resbaladizo, que se adaptó gloriosamente hasta que él estuvo completamente hundido. Entonces, comenzó a moverse, y ella también, ajustando el ritmo de sus caderas al de él; al principio, lentamente y, después, cada vez con más intensidad.

Todo su vocabulario quedó reducido a jadeos y a gemidos, y el cuerpo de Archer se convirtió en su mundo. Ella enmudeció aquellos jadeos contra la tela de su camisa mientras él los llevaba cada vez más cerca del éxtasis. Lo único que ella tenía que hacer era…

—Déjate llevar, Elisabeta —le ordenó él, con la voz ronca—. Ya casi hemos llegado…

Las palabras surgieron entre jadeos y fragmentos de voz, pero el hecho de que él pudiera hablar fue algo milagroso para ella. Él dio la acometida final, y ella alcanzó las máximas alturas del placer, con el pulso acelerado, junto a Archer. Notó los latidos de su corazón contra el pecho y sintió que derramaba su simiente contra sus muslos.

Elisabeta apoyó la cabeza en la pared que tenía a su espalda, y Archer la apoyó en su hombro mientras respiraba agitadamente. Ella le acarició el pelo distraídamente, sin poder pensar. No había conocido un placer así en toda su vida, solo sabía que podía existir. ¿Cómo iba a saber ella que sería tan increíble? Su experiencia se limitaba a los encuentros con un adolescente bienintencionado, pero sin ninguna experiencia. Más tarde, su lecho conyugal se había convertido en un lugar confortable y familiar, pero nunca había acogido aquel placer abrumador que la había dejado drogada, saciada, satisfecha.

Poco a poco, se fue despertando en ella la curiosidad. Si aquel hombre era capaz de hacer el amor de aquella manera contra una pared, ¿cómo sería en una cama? ¿Cómo sería con una mujer a la que conociera, y a la que amara de verdad?

No, no podía pensar eso, ni siquiera con la excusa de aquella nebulosa de placer que la envolvía. Para conocer la respuesta de aquellas preguntas, tendría que conocerlo a él, conocer su historia y su apellido, conocer a su familia. Y ella no estaba buscando eso; no podía tenerlo. Era una tentación demasiado grande, y su tío la había prometido con otro. Qué cruel sería saber que él estaba en el mundo, en algún lugar, teniendo los medios para encontrarlo, mientras estaba casada con el pariente gotoso del priore. En aquel camino solo encontraría dolor y vergüenza.

Al pensar en la vergüenza, se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Pese a lo maravilloso de aquel encuentro, era indigno de ella: solo había sido sexo en un callejón. Sexo extraordinariamente bueno, con un desconocido muy guapo, pero escandaloso de todos modos.

Archer movió la cabeza contra su hombro y la dejó lentamente en el suelo. Después, se apartó de ella ligeramente y se colocó correctamente el pantalón. Tenía el pelo suelto, largo, caído sobre el rostro y, en la penumbra, estaba más atractivo aún después del sexo que antes, durante aquellos lejanos momentos en la plaza, mientras bailaban y comían.

—Elisabeta —susurró, con la cara muy cerca de ella y los ojos entrecerrados.

Le rozó la boca con los labios, como si estuviera formulando ideas, decidiendo qué era lo próximo que iba a ocurrir.

—Archer —respondió ella, con suavidad, posando la mano en su mandíbula. Quería tocarlo hasta el final, atesorar la oportunidad de recordarlo—. Tengo que irme —añadió.

Después, se agachó, pasó por debajo del brazo que él tenía apoyado en la pared y salió corriendo.

 

 

Al igual que sucedía en el cuento de la Cenicienta, Archer salió a la calle, tras ella, pero se detuvo. Las mujeres que huían sin provocación no querían ser perseguidas. No iba a quedar como un tonto corriendo tras ella, ni a provocar el peligro de que la reconocieran. Elisabeta, si aquel era de verdad su nombre, se había ido sin dejar tan siquiera un zapato de cristal. Si Nolan estuviera allí, le diría que había tenido mucha más suerte que el príncipe, porque el príncipe solo había podido coquetear durante toda la noche. Después de todo, aquel era un cuento para niños, aunque también fuera un cuento de amor verdadero.

Mantener relaciones sexuales en un callejón oscuro no era amor verdadero, ni mucho menos, ni pretendía serlo. Sin embargo, no podía tomarse a la ligera aquel encuentro. Se apoyó en el muro, que su activa mente imaginó todavía caliente por el contacto del cuerpo de Elisabeta. No era la primera vez que él mantenía relaciones sexuales momentáneas. Eran un juego físico y rápido, una manera de entretenerse en una fiesta o un baile de máscaras. Normalmente, el atractivo de aquellos encuentros estaba en el riesgo de ser descubierto. Algunas de esas características habían estado presentes también aquella noche. Un callejón público, por muy oscuro que estuviera.

Sin embargo, había más. Incluso en aquel momento, seguía excitado, seguía recordando su cabeza inclinada hacia atrás, la cascada de su pelo, sus pechos intentando escapar del corpiño, sus gritos de éxtasis, la fuerza de sus piernas al ceñirlo. Nunca había sentido un frenesí tan completo ni tan bello.

Ella se había quedado pasmada, sorprendida, cuando había llegado al orgasmo, y él se había dado cuenta de que, aunque no era virgen, aquello era nuevo para ella. Lo había visto en la cara y lo había sentido en el cuerpo de Elisabeta, y su ego se expandió al pensarlo. Él le había dado aquel exquisito clímax por primera vez en su vida. Era una bobada, puesto que apenas la conocía, pero le enorgullecía poner las necesidades de una mujer en el centro de sus relaciones. Era lo que le había convertido en uno de los amantes más requeridos de Londres.

Y allí, contra aquella pared, su propio cuerpo también había encontrado el placer, y le pedía más. Parecía que una sola vez no era suficiente. Claro que, tal vez, era comprensible, porque llevaba de viaje, solo, una buena temporada.

Y tendría que permanecer solo si no se quitaba todas aquellas tonterías de la cabeza y no iba a buscar la casa de su tío. Había dejado a Amicus en un establo cercano al campo, el centro de la ciudad, con la idea de volver a buscarlo cuando encontrara la casa de su tío. No tenía ganas de hacer andar al caballo por aquellas calles empedradas sin conocer su destino. Lo mejor que podía hacer era volver a la fiesta y pedir indicaciones para llegar a la casa de Giacomo Ricci, en el vecindario de Torre.

Archer salió del portal y comenzó a caminar hacia la plaza. Tenía que quitarse a Cenicienta de la cabeza. No estaba allí para enamorarse; estaba allí para empezar de nuevo, para ayudar a su tío a preparar los caballos para el Palio y para cumplir una promesa que le había hecho a su madre. Todo aquello era suficiente para mantener a un hombre ocupado sin añadir a una mujer que complicara aún más la situación. La misteriosa Elisabeta tendría que seguir siendo eso: un misterio y un recuerdo.