Ocho
Placer momentáneo. Elisabeta se abandonó a la gloria de aquel beso brusco y hambriento, se dejó dominar por la desesperación que había provocado su furioso discurso, permitió que la temeridad dictara sus actos. Estaba desesperada por olvidar y por comprobar si la magia que había entre Archer y ella seguía existiendo.
El cielo la ayudó, y esa magia, que continuaba viva, la trasladó desde la desesperación a la búsqueda. Ya no estaba solo reaccionando entre los brazos de Archer, sino buscando… algo, un placer evasivo y explosivo, igual que el placer que buscaba él. Emitió un suave gemido y se estrechó contra él, deleitándose al sentir su erección, que Archer no trató de disimular. No estaba sola en aquello; no era la única que ardía con el fuego que se creaba entre ellos dos. Saber que tenía un compañero y que aquello no era solo para ella le resultaba embriagador. No quería lástima de ningún tipo, y menos la lástima sexual de un hombre guapo.
Metió las manos por debajo de su camisa y le pasó los dedos pulgares por los pezones, y notó que se endurecían bajo sus caricias. Después, descendió por su abdomen musculoso. Ojalá pudiera ver lo que sus manos sentían. Archer debía de ser exquisito desnudo.
Y, en aquel momento, era suyo. Aquella fue la promesa que se comunicaron sus bocas al besarse y sus manos al acariciar. Ella posó una mano en su cintura y la deslizó bajo el pantalón, y le acarició con la palma el miembro viril endurecido. Él emitió un gruñido profundo y apretó la boca contra su garganta, mientras se estremecía.
Aquella respuesta excitó aún más a Elisabeta. Quería darle placer, aumentar su gozo. Lo miró a los ojos, de un color ámbar oscuro, que reflejaban el alcance de su excitación. Ella detuvo la mano sobre su miembro y le susurró:
—Deja que te dé placer.
Entonces, le abrió los pantalones y cerró la mano alrededor de su carne masculina y caliente. Oh, aquello era verdaderamente embriagador. Sentir a aquel hombre viril y saber que la deseaba. Elisabeta le acarició hacia arriba y hacia abajo, incrementando el ritmo hasta que él comenzó a jadear. Ella notó que su cuerpo se contraía y oyó su gruñido de éxtasis, y siguió acariciándolo mientras él llegaba al clímax.
Siguieron mirándose a los ojos, fijamente, y ella tuvo un estremecimiento al darse cuenta de lo que veía en los de Archer: reverencia. Aquella experiencia había sido tan intensa para él como para ella; la intimidad había sido nueva para los dos. Y las cosas no siempre eran así, Elisabeta lo sabía. Sin embargo, con Archer, con aquel hombre a quien apenas conocía, esa maravillosa e inexplicable sensación se había repetido dos veces.
No se conocía a sí mismo. Archer le entregó a Elisabeta su pañuelo y dio un paso hacia atrás, tambaleándose, intentando recuperar el equilibrio mental. Oyó el suave relincho de los caballos y recordó que se habían alejado hacía un rato. La gente los estaba esperando.
—Iré por los caballos —dijo, para concederle a Elisabeta la privacidad que necesitaría en aquellos momentos. Y, tal vez, también para disponer de un poco de tiempo para sí mismo y poder pensar en lo que había ocurrido.
Aquellos encuentros tan arriesgados no eran habituales en él. Apenas la conocía y, seguramente, aquel era el aspecto más sorprendente y temerario de todos. Él ya había cometido insensateces en Londres, como hacían los demás jóvenes, pero siempre con mujeres a quienes conocía. Así, contaba con cierta seguridad, porque ningún hermano furioso ni otro hombre iban a pedirle cuentas. Allí, en Siena, no tenía esa seguridad.
Sin embargo, había hallado un increíble placer con ella en dos ocasiones, un placer que estaba más allá de las palabras y que era completamente distinto al de sus otras experiencias.
Sentir su mano en el cuerpo, de manera íntima, había sido algo primitivo y exquisito, algo que los había unido. En realidad, ser el único receptor de placer en un encuentro era algo nuevo para él. En todas sus relaciones, él era el que tenía la tarea de proporcionar placer a su pareja y a sí mismo. Había un motivo por el que las mujeres de Londres que se acostaban con él lo habían apodado «el Libertino más excitante», y era que las complacía una y otra vez. Pero, aquel día, era Elisabeta quien le había complacido a él, sin pedir placer para sí misma. Ese placer lo había conseguido dándoselo a él.
Eso no cambiaba el hecho de que solo sabía de ella lo que había oído en algunos retazos de conversación y en su discurso furioso del claro. Tampoco cambiaba el hecho de que, aunque no sabía nada de ella, había estado dispuesto a ofrecerle placer, a ofrecerse a sí mismo con la esperanza de cumplir su deseo: «Lo único que quería de la vida era un buen hombre». Aquel comentario suscitaba más preguntas, porque, claramente, Elisabeta se refería a su matrimonio anterior y al que estaba por llegar.
Archer tomó las riendas de los caballos y los condujo hasta el lugar en el que esperaba Elisabeta. Ella tenía las mejillas sonrojadas, aunque no apartaba la mirada por lo que había ocurrido entre ellos. Lo que sí sabía de ella era que se trataba de una mujer valiente con pasiones sinceras, y eso le gustaba. La pasión sincera hablaba de sinceridad en otras facetas, también. Una mujer vivía su verdad en la expresión de sus sentimientos, y eso era un buen presagio para Elisabeta.
La ayudó a subir a su yegua. Ninguno de los dos tenía prisa por volver a la granja, y ambos estaban conformes con dejar al otro tranquilo con sus pensamientos. Sin embargo, Archer no quería desperdiciar aquel viaje en silencio. ¿Cómo iba a saber más sobre ella si se guardaba todas las preguntas?
Archer apartó una rama para que Elisabeta pudiera pasar por el camino. Ella le dio las gracias con una sonrisa, y él aprovechó aquel momento para hacer una pregunta en voz baja.
—¿Fue malo tu primer matrimonio?
Elisabeta sonrió de nuevo, y cabeceó.
—No. Lo que pasa es que no estábamos hechos el uno para el otro. Ni siquiera nos conocíamos. Nos vimos por primera vez el día de la boda. Incluso el cortejo se hizo por poderes. Él era muy joven; solo tenía quince años. Ninguno de los dos tenía ningún interés en casarse, pero sí queríamos cumplir con nuestro deber, así que intentamos hacer lo posible para que las cosas fueran bien. Quizá lo consiguiéramos, hasta cierto punto. Después de todo, yo lo eché mucho de menos cuando murió. Puede que no fuera una gran pasión, ni un matrimonio perfecto, pero nos hicimos amigos y nos unimos, sabiendo que estábamos juntos y en la misma situación. Puede que, con el tiempo, de esa amistad hubiera surgido un gran amor —explicó Elisabeta, y se encogió de hombros con un gesto de verdadero pesar.
Archer asintió con solemnidad, entendiendo todo lo que había perdido Elisabeta, todas las cosas que no había podido explorar.
—Lo siento, pero me alegro de que no fuera algo completamente horrible para ti.
—No, no lo fue. Lorenzo se esforzó por hacerme feliz, pero yo echaba de menos mi casa. Mi sitio está aquí, con los caballos. No fue tan difícil para mí estar casada con Lorenzo como estar en Florencia. Mis peores días fueron los posteriores a la muerte de Lorenzo; sin él, yo no tenía ningún motivo para quedarme, y lo único que quería era volver. Me pareció que pasaba una eternidad hasta que su familia me permitió volver. Ellos tenían esperanzas, ¿sabes? Y no me dejaron marchar hasta que esas esperanzas se desvanecieron por completo.
Archer se imaginó cuáles eran aquellas esperanzas: que su amado hijo hubiera dejado un heredero en el vientre de su esposa. Se imaginó también la presión que debía de haber sentido ella para cumplir con esas expectativas, e incluso, también, las crueldades que debía de haber soportado cuando la familia de su marido había perdido toda esperanza. Le habían devuelto la libertad, pero ¿a qué precio? La familia devastada no habría entendido eso, en medio de su decepción.
—Lo siento —repitió Archer. Elisabeta era muy joven cuando había tenido que soportar aquellas cargas. Y todavía era joven, demasiado joven como para tener que casarse de nuevo, demasiado joven como para haber enviudado—. ¿Cómo ocurrió?
—Fue una fiebre de verano —respondió ella—. Todos los demás nos habíamos ido a la villa de la familia, que está en las colinas de Fiesole, sobre la ciudad, pero Lorenzo se había quedado en casa para ocuparse de alguno de los negocios. Siempre estaba intentando demostrar lo que valía. Tienes que entender que Lorenzo nunca tuvo buena salud. Creo que su familia quería casarlo pronto por ese motivo.
Archer sintió lástima por aquel joven a quien no había conocido, cuyo destino no había sido el de llegar a la vejez. Un hombre más fuerte no habría sucumbido a unas fiebres de verano.
—Bueno, no es el tema más apropiado para el día de hoy —dijo ella, con una risa suave. Tenía las mejillas enrojecidas, y se las apretó con las manos—. Normalmente no hablo de Lorenzo con nadie. Discúlpame por haberme desahogado contigo. Tú no tienes por qué aguantar todo esto.
—Yo he sido quien ha preguntado —protestó Archer—. Tengo muchas preguntas sobre ti —añadió, en un tono ligero. No quería asustarla. Ella había huido de él ya una vez. Aunque, por supuesto, ya no podía esconderse, puesto que él sabía dónde encontrarla: tenía un apellido y una dirección. Sin embargo, había otras formas de huir.
Divisaron las cercas de los corrales, y Archer se dio cuenta de que se le estaba acabando el tiempo. Él era un hombre que acostumbraba a pedir aquello que quería, y lo mejor sería que lo hiciera cuanto antes.
—Tengo una pregunta más. ¿Qué va a ocurrir, Elisabeta? ¿Voy a volver a verte, o este es el final?
Ella bajó la mirada y la fijó en las riendas.
—Estoy prometida con otro.
—Eso no es una respuesta —replicó Archer. Tal vez debiera sentirse culpable por ser tan atrevido, pero ella había confesado que estaba en contra de aquel matrimonio, y había confesado que deseaba disfrutar del placer, aunque solo fuera a corto plazo. Y, si ella lo deseaba, él no iba a permitir que cejara en el empeño por conseguirlo. Tal vez fuera aquel el motivo por el que en Londres le consideraban un libertino. Entendía que hubiera gente que no considerase honorables sus actos.
Un caballero de verdad se retiraría a causa de un compromiso inminente, pero él no consideraba respetable aquel compromiso, porque iba a contraerse sin la aceptación de la mujer. Si ella decidía respetar el compromiso, él no iba a tratar de convencerla de lo contrario, pero si no era esa la elección de Elisabeta, él tampoco iba a contradecirla.
Ya se habían acercado a la granja lo suficiente como para distinguir a su tío y al primo de Elisabeta, que estaban apoyados en una valla.
—Elisabeta, ¿cuándo podré verte de nuevo? —le preguntó una vez más, en un tono urgente.
Ella miró a Giuliano y alzó una mano para saludar y avisar de su llegada. Respondió en voz muy baja.
—Habrá una fiesta en casa de mi tío para celebrar la victoria del Palio. Será una fiesta muy grande, una fiesta de disfraces de verano, y habrá muchos invitados.
Entonces, taloneó a su yegua y se adelantó.
Se marcharon poco después. Había empezado a bajar un poco el calor de la tarde, y el viaje de vuelta sería más agradable. Su tío fue contándole las conversaciones que había mantenido aquel día. Durante esas conversaciones se había servido mucho vino, y Archer pensaba que tal vez tuviera que tomar las riendas del caballo.
—Bueno, ahora te toca a ti, sobrino —dijo Giacomo—. ¿Qué información has conseguido esta tarde? ¿Le has sonsacado algo a la signora di Nofri?
—Casi no la conozco. Dudo que tenga nada importante que contar.
No había dicho ninguna mentira: casi no la conocía. No estaba negando que la conociera desde antes de aquella comida; por suerte, su tío no le había preguntado eso.
—Me parece bien —dijo su tío—. Una mujer debe ser leal a su contrada. La signora di Nofri honra a su tío con su discreción. Si se pusiera a chismorrear sobre las estrategias y los tratos del capitano con todo el mundo, sería un descrédito para él y para su familia.
Su tío Giacomo se inclinó hacia él en la silla.
—Sin embargo, aunque no esté dispuesta a compartir ningún secreto contigo, que eres un extraño para ella, tal vez sí lo estuviera si te conociera mejor. Pantera y Torre no son enemigos. ¿Quizá hubiera algo que hacer en ese sentido? Sería muy útil saber qué planes tiene Pantera para agosto. ¿Vas a volver a verla?
Archer pensó en la rabia de Elisabeta por el hecho de que la casaran para favorecer una alianza para el Palio. No, eso no se lo iba a decir a su tío; todavía no era oficial. Sin embargo, sí había algo que podía contar, y sonrió.
—Parece que me han invitado a una fiesta.
Su tío enarcó una ceja.
—Torre no ha recibido invitación —dijo, lentamente, con agudeza. Para haberse pasado bebiendo vino toda la tarde, su mente hacía unas conexiones muy rápidas.
Giacomo entrecerró los ojos con una expresión de picardía.
—Sería muy bueno saber quién ha sido invitado. ¿Oca, tal vez? Nosotros no podríamos ir si hubieran invitado a Oca —le explicó a Archer—. Torre y Oca sí son rivales. Pantera no nos invitaría a los dos a la vez, pero tampoco tendría por qué invitar a Oca. Oca no es aliada suya, y no hicieron ningún trato con Oca para el último Palio —dijo su tío, que estaba pensando en voz alta, mezclando sus ideas con la explicación—. Los ganadores del Palio invitan a sus fiestas a los que les han ayudado a ganar. Las otras contradas con las que hayan tenido partiti, o negociaciones secretas, recibirán una invitación como recompensa.
Archer se echó a reír.
—Creía que las partiti eran ilegales. Está en el reglamento.
Giacomo se rio también.
—Mi querido sobrino, por eso son negociaciones secretas —dijo. Después, volvió a sus cavilaciones—. Tal vez Pantera esté buscando una alianza secreta con Oca —añadió, y miró a su sobrino—. Tienes que ir a esa fiesta, pero ten mucho cuidado. Un Torre puede colarse disfrazado sin que se den cuenta, pero más llamaríamos la atención. Así pues, colarte en esa fiesta será tu primera misión como mangini de Torre.
Aquellas eran exactamente las maquinaciones de las que le había hablado su madre. Colarse en una fiesta era emocionante; a Nolan y a Brennan les habría entusiasmado. En aquel momento, echaba de menos a sus amigos; le habría encantado que estuvieran con él. También tenía que pensar en Elisabeta.
No quería que ella se viera en una situación comprometida si los sorprendían a los dos. Al menos, de ese modo, no revelaría el secreto de Elisabeta. Si Giacomo se enteraba del acuerdo con Oca por sí mismo, no sería culpa suya. Además, si se hacía oficial pronto, toda la ciudad iba a enterarse.
Giacomo movió las cejas.
—Podrás llevarte a tu guapa viuda a un rincón sin que nadie se entere. Piensa en todos los problemas que vas a poder causar con una máscara puesta.
Y eso era lo peor de todo, pensó Archer: que podía haber muchos problemas.