Veinte

 

—¿Y qué piensas ahora de la bella viuda? Tal vez sea una buena cosa que se retrasara a la hora de responder a tu proposición —le preguntó Nolan, mientras estaban sentados en la larga mesa de la logia, bebiendo vino y charlando. Era bien entrada la noche, o eso le parecía a Archer, al menos. Llevaba despierto varios días.

Aquella debería ser una ocasión alegre, una de esas noches para las que vivían los hombres jóvenes. Había buena comida, buena bebida y una excelente compañía. Estaban sentados a la mesa, contándose sus aventuras desde que Archer se había marchado de París. Alyssandra, la flamante esposa de Haviland, se había excusado discretamente hacía una hora; sin duda, había notado que los amigos tenían la necesidad de hablar. Archer hubiera deseado retirarse también. Le parecía bien dormir, y olvidar le parecía aún mejor. Por motivos obvios, era difícil celebrar algo cuando el problema de Elisabeta le pesaba sobre los hombros; y Nolan acababa de sacar el tema con su pregunta.

—La llaman «la heroína de Pantera» —continuó Nolan—. Lo he oído por la calle cuando venía hacia aquí. Pantera dice que ella adulteró el heno de Torre.

Que ella lo hubiera hecho era discutible, pero el heno sí estaba adulterado. Habían tenido que hacer un pedido nuevo.

—Envidio que todo el mundo haya sido capaz de juzgar tan rápidamente a la signora di Nofri, cuando yo todavía estoy recordando lo que ocurrió y tratando de entender lo que significa —replicó Archer, irónicamente. «Después de todo, ella es mía. ¿Por qué no voy a ser yo el que decida cuál es su historia?». Pero ¿de verdad Elisabeta era suya?

—Eso es porque tú la quieres —dijo Nolan—. No hay nada que entender. Es muy sencillo.

La utilizaron para conseguir entrar en nuestras cuadras para hacer un sabotaje. Por suerte, tú eres demasiado listo para ellos y les salió el tiro por la culata. Los chicos de nuestras cuadras entendieron inmediatamente cuál era el papel que había tenido ella, y la delataron. Pantera y Oca no van a poder utilizar más la carta Di Nofri.

—¿Nuestras cuadras? —preguntó Archer con una ceja enarcada—. Qué rápidamente te has vuelto italiano.

—Estás picajoso —respondió Nolan, y sirvió un poco más de vino.

Archer sonrió neutralmente a su amigo. No quería hablar más de Elisabeta. Estaba indignado en su nombre. Él sabía lo que nadie más sabía. Había visto lo que nadie más había visto. El temor, reflejado en sus ojos. Había oído las frases, cuidadosamente formadas, y había creído que traducía acertadamente su código. Ella sabía que la enviaban como parte de algún plan, pero no sabía cuál era el objetivo. Si él estaba en lo cierto, entrar en el establo de Torre había sido como cavar su propia tumba. Ella sabía que, al final, quedaría expuesta, y que no podría hacer nada por salvarse a sí misma. Sin embargo, podía salvarlo a él, así que había ido a ponerlo sobre aviso y a verlo una vez más.

Al menos, esa era la teoría que a él le gustaba. ¿Y si se equivocaba? Si ella lo había utilizado, él no era más que un idiota que había puesto en peligro a su contrada. Así pues, siguió soportando las pullas de sus amigos. Elisabeta tenía razón. Guardar secreto sobre los asuntos de uno mismo era muy útil. Nunca, en su vida, se había sentido tan expuesto como en aquel momento.

—Es muy parecido a la historia de Romeo y Julieta, pero sin el veneno —dijo Nolan, alegremente—. La historia del amor prohibido de dos personas —añadió, con un suspiro dramático y exagerado. Archer captó una mirada astuta de Haviland, que le dio a entender que hablarían más tarde.

Un sirviente interrumpió la reunión.

—Signor Crawford, hay un hombre fuera que quiere hablar con usted.

Archer no mostró ni la menor vacilación. Se levantó rápidamente para salir, pero Haviland le puso la mano en el brazo.

—¿No debería ir contigo? Puede que sea una trampa.

Al otro lado de la mesa, Nolan tomó la botella de vino.

—Oh, me encanta Italia. Hay aventuras en todos los rincones, incluso en la cena.

Archer lo miró con desaprobación. Haviland, por otro lado, tenía razón.

—Está bien, te lo agradezco.

—Nosotros vamos también.

Nolan y Brennan dejaron sus servilletas sobre la mesa y se pusieron en pie. Archer sonrió. Los había echado mucho de menos a todos desde París. Se sentía bien al tenerlos a su lado de nuevo.

Haviland le dio una palmada a Archer en el hombro mientras salían a la calle.

—Dios mío, nos separamos hace solo seis semanas y mira en qué lío te has metido —dijo, y le guiñó un ojo—. Tal vez debería haberte dejado solo mucho antes.

—Ya lo sé. Mira lo que te ha pasado a ti —bromeó Archer—. Te liberas del viejo hogar, y lo primero que haces es casarte.

—¿No te parece fabulosa la rebeldía? —preguntó Haviland, entre risas.

—Lamento interrumpir este momento tan alegre —dijo Nolan, con impaciencia—, pero ¿alguno tenéis un cuchillo?

—Yo sí, en la bota —dijo Archer—. Es el Palio, y siempre hay que ir armado si se es mangini.

—Yo también tengo un cuchillo en la bota, pero es porque estaba viajando, no porque tuviera que pasear por tu pintoresca villa —dijo Haviland, con una sonrisa de ironía.

—Pues sacadlos, que estoy viendo a nuestro visitante ahí —dijo Nolan, señalando con un gesto de la cabeza a un rincón tranquilo y oscuro de la calle. Era un lugar perfecto para permanecer discretamente escondido si uno no quería que lo viera ningún paseante.

Sin embargo, Archer se dio cuenta rápidamente de quién era: Giuliano. Así pues, Haviland había dado en el clavo con su recomendación de acudir con amigos. Giacomo no era un simple mensajero. Era uno de los mangini de Rafaele di Bruno, su hijo y el primo de Elisabeta. Su mera presencia daba a entender que algo no marchaba bien.

Giuliano cabeceó y alzó las manos al ver los cuchillos. Dejó que se aproximaran antes de empezar a hablar en voz baja.

—Signori, he venido en son de paz para traer un recado de Elisabeta. ¿Podríamos hablar en un lugar más privado?

—Entre, y tome un poco de vino con nosotros —dijo Archer, antes de que Nolan pudiera sugerir la logia. La logia estaba abierta a la calle, y Giuliano no querría que lo vieran con ellos después de lo que había sucedido aquel día.

Les llevaron vino a un pequeño salón que se abría a un patio interno con una fuente. Giuliano alabó cortésmente la cosecha y preguntó por Morello.

Archer se movió en el asiento con impaciencia. Quería ir al grano, y decidió ayudar con una pregunta directa, formulada en un tono tenso.

—Morello está bien. ¿Y Elisabeta?

Giuliano lo miró fijamente.

—Creo que eso dependerá de usted, signor Crawford. Ella arriesgó mucho viniendo a verlo hoy, y fue utilizada de mala manera por Ridolfo. Y, para rematar, fue acusada de traición por su contrada.

Archer hizo girar el vaso en su mano; quería aparentar indiferencia. Aquello no era nuevo. Él ya lo sospechaba, pero ¿era cierto?

—Pero ha salido bien parada de todo ello. He oído que la llaman «la heroína de Pantera», aunque la misión no tuviera éxito.

Giuliano se encogió de hombros.

—Las cosas no son siempre lo que parecen, signor. A ella la han convertido en una heroína, y enfrentarlos a ustedes ha originado un delicioso cuento sobre el Palio que, seguramente, se convertirá en leyenda: la bella mujer de Pantera que intentó hacer caer en una trampa al jinete de Torre; el jinete de Torre, que fue más listo que la dama y se dio cuenta.

Giuliano hizo una pausa y añadió, con un semblante sombrío:

—Si todo esto se hace en nombre del Palio y de la contrada, podemos proteger su reputación. De lo contrario, no sería más que una troia, una traidora a su contrada y una mujer que le ha puesto los cuernos a su prometido.

El tono de Giuliano era de preocupación.

—¡Ha dicho que venía a traer un mensaje, pero se sienta aquí a insultar a mi amigo! —exclamó Nolan, que habría saltado por Giuliano si Archer no lo hubiera impedido. Él también se estaba enfadando, pero no por la misma razón.

—Siéntate, Nolan. No vamos a derramar sangre en casa de mi tío —dijo Archer. Después, se volvió hacia Giuliano, y preguntó con calma—: Ha dicho que el bienestar de Elisabeta depende de mí. ¿Qué es lo que quiere que haga?

—Es usted el único que puede decidir cómo va a terminar este gran cuento épico —respondió Giuliano—. ¿Va a permitir que esta historia tenga un final feliz?

Archer lo estudió atentamente. Giuliano estaba tenso; tenía la mandíbula apretada. Allí había algo más. El primo de Elisabeta no había ido allí como embajador de Pantera, lo cual significaba que, para él, un final feliz no era un final en el que su prima tuviera que casarse con un rico mercader y vivir siempre como la heroína de Pantera. Sintió esperanza.

—Creo que depende de qué final feliz sea el que usted imagina, signor di Bruno —respondió.

Giuliano se relajó y sonrió.

—Entiende mi difícil situación, y se lo agradezco. ¿Le importaría venir a caminar conmigo? Quisiera hablar con usted a solas.

—Prefiero que hablemos delante de mis amigos. Sus consejos pueden ser útiles, y nosotros no tenemos secretos.

—De acuerdo —dijo Giuliano—. Pero lo que voy a contar debe permanecer en secreto. No quiero que nadie sepa lo que ha ocurrido. Elisabeta me ha pedido que viniera a averiguar qué es lo que piensa usted de ella. Esta tarde la repudió de una manera contundente.

—No me quedaba otro remedio —respondió Archer—. No me da miedo luchar, pero la lucha debe ser prudente. En ese momento, no lo era. Cabía la posibilidad de que mi contrada estuviera en lo cierto y ella me hubiera utilizado. No sería el primer hombre que se queda cegado por el amor. Necesitaba tiempo para analizarlo todo y pensar qué sería lo mejor para los dos. Contradiciendo a mi contrada tan rápido no le habría hecho ningún favor a Elisabeta. Tiene usted razón cuando dice que solo puede ser la heroína o una cualquiera. Si hubiera luchado hoy por ella, la habría delatado y la habría dejado como una cualquiera delante de todos, y eso es lo que estamos intentando evitar.

—Entonces, ¿va a luchar por ella? ¿La quiere? —insistió Giuliano.

¿Por qué era tan difícil decir las palabras? ¿Acaso no confiaba en que Giuliano no estuviera tendiéndole una trama? ¿O era porque ya no tendría vuelta atrás? Italiano o inglés, si un hombre daba su palabra, estaba obligado a cumplirla.

—No puedo jugar a ningún juego con esto. Si le digo la verdad, ¿tengo su palabra de que no la usará contra mí?

Giuliano tomó aire.

—Sí. Vamos a hablar con sinceridad entre nosotros.

Archer reunió valor, pensando en que era más fácil montar a un caballo sin domar que confesar sus sentimientos.

—La quiero. Me casaría con ella, y me establecería con ella aquí o en Inglaterra. Mi padre es conde. Yo soy su segundo hijo, y no heredaré el título, pero tengo mis propios recursos. Tengo las caballerizas de la familia, y mi tío me ha ofrecido su villa…

Giuliano lo interrumpió.

—No necesito más cualificaciones. Elisabeta no puede casarse con Ridolfo. Sé que se resiste a aceptar su oferta porque está preocupada por la familia y el escándalo, pero no puedo permitir que eso siga interponiéndose en su camino. Esta noche ha ocurrido algo que ha cambiado todo eso.

Archer escuchó con espanto mientras Giuliano explicaba lo que había pasado en el jardín de su casa aquella noche. Apretó los puños, y dijo:

—Entonces, Ridolfo lo sabe.

¿Qué otra cosa podía haber provocado un acto de violencia de esa clase? Aquello era culpa suya. La había dejado indefensa ante el peligro. Debería haber luchado por ella en el establo. Debería haberla defendido. Sin embargo, eso no habría impedido que Ridolfo se enterara.

Le ardía la sangre de necesidad de venganza. Quería ver a Elisabeta y comprobar por sí mismo que estaba bien. Dios Santo, Ridolfo le había dado una patada y la había tirado al suelo. ¿Qué hombre trataba así a una mujer? Él lo sabía: un hombre que la había amenazado con atarla, con obligarla a mantener relaciones sexuales en contra de su voluntad, utilizando drogas, si fuera necesario.

—¿Qué es lo que debo hacer? Yo ya le he pedido que se case conmigo. No voy a obligarla a que cambie una boda que no desea por otra.

—Tus proposiciones han sido hechas en privado —intervino Nolan—. Lo que hace que la proposición de matrimonio de Ridolfo sea tan sólida es que es pública. Ahí es donde está el escándalo. Tu oferta, por el contrario, solo la conocéis vosotros dos.

—Continúa —dijo Archer, con interés. Nolan había hecho una observación muy interesante.

—Tienes que declarar tus intenciones. Tienes que ir a ver a su tío y explicarte —dijo Nolan.

—Iré esta misma noche —dijo Archer, e hizo ademán de levantarse.

Giuliano negó con la cabeza.

—No, solo tendrá usted una oportunidad. Esto es una negociación mucho más delicada de lo que piensa. Escúcheme: irá a casa de mi padre mañana por la mañana, después de la cuarta prueba, y entonces hará su mejor proposición. Su tío le explicará qué es lo que necesita. Yo se lo diré a Elisabeta.

Su tío Giacomo iba a quedarse decepcionado. Tal vez él perdiera la villa, tal vez perdiera su sueño, tal vez perdiera, incluso, a la familia que acababa de conocer.

—Si mi tío no aprueba este matrimonio, no tendremos más remedio que marcharnos —dijo Archer, lentamente.

—¿Y podrás vivir con eso? —preguntó Haviland—. Piensa en ti mismo. Tus sueños están aquí. Si los sacrificas, no podrás recuperarlos.

Entonces, Nolan hizo una pregunta con solemnidad:

—Archer, ¿merece ella la pena?

—Sí —respondió Archer, con la misma solemnidad que su amigo, mirando a Giuliano.

Una granja de caballos podía levantarse en cualquier sitio. Podía volver a Inglaterra y hacer las paces con su padre. Tal vez aquel viaje hubiera tenido aquel objetivo desde el principio: saber que su padre había querido a su madre, y que había sido incapaz de enfrentarse a su enfermedad y a su pérdida. Su incapacidad le había llevado a tomar malas decisiones. Tal vez fuera ya hora de perdonarle por ello y seguir con su vida.

Archer se levantó y le tendió la mano a Giuliano.

—Dígale que voy a ir a verla mañana. No voy a fallarle. Tengo que hablar con mi tío.

—¿Sobre qué? —preguntó Giacomo, que entraba en la habitación en aquel momento—. He oído que tenemos visita —añadió, mirando a Giuliano.

Archer tomó aire profundamente. Era difícil encontrar las palabras. No quería hacerle daño a aquel hombre, al hermano de su madre.

—Sobre Elisabeta di Nofri, tío. Deseo pedir su mano.

Su tío lo miró con astucia.

—Está prometida a otro.

—No es un hombre digno de ella —repuso Archer, con calma.

—Lo sé. Lo he oído —dijo su tío, señalando la puerta con la cabeza. Claramente, había estado escuchando la conversación—. Sin embargo, habrá una venganza por todo esto —le advirtió a Archer—. Torre también se verá envuelto. No es suficiente pedir su mano.

—Tiene razón —dijo Nolan—. Tenemos que desacreditar a Ridolfo, hacer que quede mal ante todo el mundo, de modo que Pantera pueda retirarse de la confrontación y las otras contradas entiendan su decisión —explicó Nolan, y añadió—: De ese modo, podrás quedarte. Si Ridolfo queda en vergüenza, tú no tendrás que marcharte.

Archer miró a su tío y a Nolan.

—¿Es aceptable para mi tío? —preguntó.

Giacomo no vaciló.

—Por supuesto que sí. ¿Acaso pensabas que iba a retirar mi oferta de la villa y los caballos por esto? Eres de mi familia. ¿Qué es lo que te dije? Que la familia nunca es una carga.

Archer sintió un enorme alivio. Un obstáculo menos.

—Iré mañana mismo.

Sonrió por primera vez aquella tarde. Elisabeta iba a ser suya, y se sintió muy bien por haber tomado aquella decisión.

Giacomo lo miró.

—De acuerdo, pero no irás solo. Iremos juntos, como se hace en Siena. Nosotros iremos a casa de Di Bruno.

Archer asintió.

—Por supuesto.

—¿Y nosotros podemos ir también? —preguntó Nolan, señalando a todo el grupo.

—No tenéis por qué mezclaros…

—¿Que no? —protestó Nolan—. No hemos venido desde tan lejos para perdernos lo más divertido. Claro que sí tenemos que mezclarnos.

No servía de nada intentar persuadir a Nolan cuando había tomado una decisión. Archer alzó su vaso, muy contento de aceptar su ayuda.

—Bueno, pues supongo que todo está decidido. ¡Por el día de mañana!