Dos

 

 

La Contrada della Pantera, Siena, Italia. Principios de julio, 1835

 

¡Aquella noche nada podía detenerla! Elisabeta inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír mirando el cielo estrellado. Sintió algo salvaje en la sangre, que latía al compás de la música que tocaban en la Piazza del Conte, mientras sus primos y ella se acercaban al centro del barrio. Ya había una muchedumbre reunida allí para la celebración, y el grupo recibió los empujones de la gente que reía en los callejones abarrotados. A ella no le importó. La presión del gentío no hacía más que aumentar su emoción. Aquella noche iba a bailar hasta que se le gastaran los zapatos y, después, iba a bailar descalza. ¡Iba a bailar hasta que saliera el sol!

Era su primera fiesta desde que había acabado el periodo de luto e iba a disfrutar, pese a la noticia que había recibido aquella tarde. Elisabeta agarró de las manos a su prima Contessina e hizo girar a la muchacha alegremente.

—Esta noche voy a hacer algo escandaloso —declaró, y vio que Contessina abría mucho sus preciosos ojos castaños, con una expresión de horror.

—¿Y crees que eso es inteligente, cuando papá acaba de anunciar que…

—¡Precisamente por eso! —exclamó Elisabeta, interrumpiendo a su prima.

No iba a pensar en que su tío, Rafaele di Bruno, el capitano de la contrada, había concertado para ella un matrimonio de conveniencia con Ridolfo Ranieri, el pariente del priore de otro barrio, con objeto de formar una alianza para el Palio, lo más importante de todo.

Al igual que en su primer matrimonio, ella no había tenido nada que decir, y eso no era justo. Hacía cinco años, cuando tenía diecisiete, había obedecido para servir a su familia y se había casado con el jovencísimo Lorenzo di Nofri. Era algo así como una conexión dinástica para la familia, y nadie había tenido en cuenta sus sentimientos. Después de tres años de matrimonio, Lorenzo había muerto, y ella había cumplido obedientemente con su año de luto por su marido adolescente.

Y ahora, a la primera oportunidad, iban a casarla de nuevo. En aquella ocasión, con un hombre de casi cincuenta años, más del doble de su edad, gordo y gotoso por el vino y la comida grasa. ¿Qué posibilidades de crear una familia propia iba a conseguir ella con aquel matrimonio? Elisabeta se apartó de la cabeza las imágenes de lo que sería necesario para engendrar un hijo en aquella alianza. En aquella noche de celebración no había sitio para los pensamientos tristes y oscuros.

Se merecía algo mejor, aunque su tío no estuviera de acuerdo. Él le había dicho, rápidamente, que era afortunada por poder casarse otra vez. Ya no era una muchacha virgen, como Contessina, sino una viuda que había sido desvirgada en el matrimonio y que no había conseguido demostrar su fertilidad. ¿Quién iba a querer semejante esposa? Debería sentirse honrada porque el priore dell’Oca le prestara atención, y por tener la oportunidad de servir a la grandeza de su familia.

La Piazza del Conte apareció ante su vista, y Elisabeta tiró de Contessina junto a ella para que ambas pudieran observarlo todo: a la gente, a los músicos que tocaban, las farolas que iluminaban la plaza como si fuera el país de las hadas. Por toda la ciudad había fiestas como aquellas, celebradas en todos los barrios o contradas. Siena estaba en su mejor momento, y ella había echado de menos su ciudad durante todos los años que había pasado casada en Florencia. Había echado de menos a su familia, las fiestas y, tal vez por encima de todo, a los caballos.

En Florencia también había festividades, y la rica familia de Lorenzo también tenía caballos, pero no eran suyos, y casi nunca le habían permitido trabajar con ellos. Volver a Siena había sido como volver a estar viva, y eso hacía que el matrimonio concertado para ella fuera aún más cruel: vivir de nuevo para tener que enfrentarse a una especie de muerte.

Contessina le tiró del brazo para que aminorara el paso.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó en tono de preocupación.

—No lo sé. Algo —respondió Elisabeta, riéndose. Cuando llegara la inspiración, lo sabría. Lo mejor era ser espontánea—. ¡Puede que baile con el próximo hombre que vea! —anunció, aunque aquello no fuera demasiado escandaloso bajo su punto de vista.

Tendría que mejorar eso si quería ser verdaderamente escandalosa. Había dado aquella respuesta para escandalizar a su prima que, aunque la quería mucho, no sabía cómo responder ante su ímpetu. Su tío llevaba la casa de manera muy estricta.

—¡No puedes! —susurró Contessina. La lista de parejas de baile de su hermana había sido preparada con antelación por su tío y su hermano Giuliano. Aunque no fuera un baile formal, las parejas de baile de su prima debían ser jóvenes pertenecientes a buenas familias del barrio—. ¿Y si el próximo hombre que ves es de Aquila? —preguntó Contessina, atreviéndose a susurrar el nombre de su contrada rival.

Elisabeta sonrió con petulancia.

—Bailaría incluso con un aquilini.

Y era cierto, aunque improbable. Aquella noche, allí solo habría hombres de la Contrada della Pantera, el barrio de su familia. Nadie se atrevería a alejarse de las celebraciones de su propio barrio. Por otra parte, bailar con alguien inapropiado no era el tipo de escándalo en el que estaba pensando. Era algo demasiado insulso.

—¿Y tu esposo? ¿Qué iba a pensar?

Contessina casi estaba espantada con la idea de desobedecer a la autoridad masculina. Su padre le había organizado la vida a la perfección. Su prima había llevado una existencia muy protegida para asegurar que pudiera contraer un buen matrimonio. Contessina nunca había pensado en desobedecer el mandato de sus padres. Era una buena hija, y haría todo lo que le ordenaran.

Elisabeta, no. Ya había sido una buena sobrina en una ocasión, y no estaba dispuesta a hacerlo de nuevo. Y menos con el primo gordo del Priore dell’Oca, por muy rico que fuera o por muchos beneficios que pudiera aportarle a la familia cuando llegara el momento del Palio.

—Todavía no es mi marido. El compromiso ni siquiera es oficial —dijo ella, con sequedad—. Puede que encuentre la forma de librarme —bromeó.

Sin embargo, solo bromeaba en parte; si encontrara la manera de librarse de aquel matrimonio, lo haría. Ridolfo le causaba terror con sus ojos redondos y brillantes, llenos de lascivia. Estaba claro lo que veía en ella: otra de sus posesiones. Y a ella no le gustaba la idea de convertirse en la esclava de ningún hombre, y menos de él.

—¿Pero cómo vas a hacer eso? —preguntó Contessina—. No sé cómo es posible, a menos que tengas un amante —dijo su prima, ruborizándose.

Seguramente, aquello era lo más escandaloso que se le ocurría, y Elisabeta la miró con una sonrisa llena de picardía.

—¡Exacto! ¡Qué buena idea!

Aquel era el tipo de escándalo que estaba buscando, pero la lista de candidatos era muy corta. Miró a su alrededor por la plaza, seleccionando y descartando a los hombres de la contrada.

—Fabrizio es demasiado viejo. Estaba pensando en alguien más joven, con más resistencia. Alberto es joven, pero huele a ajo —dijo, arrugando la nariz.

—¡No! —exclamó Contessina con horror—. Yo solo quería demostrarte lo imposible que es.

—¿Lo imposible que es qué? —preguntó Giuliano, el hermano de Contessina, que se acercó a ellas. Era guapo y salvaje, siempre a punto de empezar un romance; pero, claro, la vida era distinta para un hombre. Nadie condenaría a un hombre por ser un promiscuo.

—Librarse de su compromiso —respondió Contessina.

Elisabeta se colocó al lado de su primo y lo tomó del brazo.

—Contessina ha sugerido que tome un amante.

—¡No es verdad! —exclamó Contessina, muy ruborizada.

A Giuliano le brillaron los ojos.

—Ah, ¿un último desliz antes de sentar la cabeza? Una viuda podría hacerlo, pero con nadie que esté prometido con otra —dijo su primo, pensativamente—. Podría arreglarse, siempre y cuando fueras discreta y el hombre a quien eligieras no fuera un enemigo —explicó.

Eso significaba que no podía ser un hombre de Aquila ni de Torre, los adversarios del barrio de su futuro esposo.

Contessina los miró frenéticamente, esperando a que alguno de los dos revelara que solo estaban bromeando.

—¡Ya basta!

Sin embargo, Elisabeta no quería parar. ¿Por qué no podía tener un amante? Tal vez, solo por una noche. Tal vez no tuviera que ser nada escandaloso, sino solo un encuentro privado para su propio placer. Se lo merecía, y llevaba mucho tiempo sola. Aunque su matrimonio no hubiera sido intensamente apasionado, echaba de menos la presencia de Lorenzo. ¿Acaso era tan terrible que quisiera pasar una noche en brazos de un hombre guapo y fuerte, que buscara un poco de consuelo y de placer? Nadie tenía por qué enterarse, a menos que ella quisiera.

—¿Quién sería, Elisabeta? —preguntó Giuliano, burlonamente. Aquello alimentó su locura. Lo haría, si encontraba al hombre adecuado. Tenía que haber alguno…

Volvió a mirar por la plaza, hacia el arco que marcaba los límites de su contrada. Se le cortó la respiración: era como si todos los santos hubieran conspirado para presentarle a la tentación y al escándalo personificados. Un hombre pasó por debajo del arco. Solo por su altura habría destacado entre la multitud, pero, además, tenía unos hombros muy anchos y, Dios Santo, ¡qué cara! Incluso a aquella distancia, los ángulos y los planos eran muy llamativos en contraste con el color castaño de su pelo brillante y largo, que le caía hasta los hombros. Ella ladeó la cabeza y miró a Giuliano con picardía. Aquel hombre no era ningún rival, era algo más peligroso aún: un extraño, un hombre de orígenes y familia desconocidos. Eso no le convertía en nadie peligroso, pero sí en alguien excitante. Era exactamente el hombre a quien estaba buscando.

¿Tendría el valor suficiente? Aquello era algo arriesgado incluso para ella. Sin embargo, la noche era de lo más apropiado. El ánimo de la ciudad en general era muy alto. El primer Palio del verano había quedado atrás, con la victoria de su tío, y él ya había fijado toda su atención en el Palio de agosto. Aquella noche, la gente se había reunido para celebrar la cosecha de la fresa: la Sagra del Fragole. Elisabeta no creía que ella fuera la única persona que iba a dejarse llevar por la magia de una noche de verano. Así pues, una vez tomada la decisión, reveló quién era su elegido:

—Él —dijo, observando al recién llegado—. Lo elijo a él.

Claramente, debía ser él. Sin embargo, ella no era la única que lo había visto. Se dio cuenta de que la mayoría de las mujeres lo estaban mirando. Era aquel tipo de hombre, de los que podían atraer la atención de las mujeres de cualquier reunión. La cuestión era si ella iba a poder llegar la primera. Tendría que moverse con rapidez. La signora Bernardini estaba más cerca, y ya se dirigía hacia él.

Elisabeta irguió los hombros y se bajó el borde del escote, para consternación de Contessina. No tenía que llegar primero a él, sino dejar bien claro cuáles eran sus intenciones. Tenía que convencerlo de que merecía la pena esperarla. Le lanzó a Giuliano una sonrisa y atravesó la plaza balanceando las caderas, con la cabeza bien alta.