Diez

 

—¿Y bien? —le preguntó su tío, cuando entraba en el soportal.

Archer temió lo peor. La noticia de lo sucedido debía de haber llegado antes que él, y podía imaginarse lo que le habían contado a su tío: que él había dado el primer puñetazo, que había sacado su daga en defensa de una viuda de Pantera y que no había mostrado ni un ápice de arrepentimiento cuando Ridolfo le había recriminado su presencia en la fiesta.

Sin embargo, las palabras de su tío lo dejaron completamente sorprendido:

—¿Ha merecido la pena esa mujer? —preguntó, con una gran sonrisa, antes de que sus carcajadas se oyeran por toda la logia y por las calles de Torre—. ¡Dios Santo, sobrino mío, ya estás demostrando que eres un Ricci! Ven a tomar un poco de vino y cuéntamelo todo —dijo, mirándolo con los ojos muy brillantes—. He oído una parte de lo que ha pasado, pero quiero conocer tu versión.

Tres copas de vino después, Archer estaba más desconcertado que nunca. Lo que para él había sido un comportamiento escandaloso por su parte había hecho que su tío se diera palmadas en la rodilla y se echara a llorar de la risa. Giacomo alzó la copa para hacer un brindis.

—Vamos a convertirte en un torraioli —dijo. Después, se puso serio, y añadió—: Pero tenemos el problema de la viuda di Nofri. A ti te gusta, y ellos quieren casarla con nuestros enemigos. Eso sí es grave —añadió, como si sacar la daga en una fiesta y provocar una estampida nocturna no lo fuera. Miró a Archer con severidad—. La signora es preciosa, y entiendo que te sientas atraído por ella. Pero no es para ti. No puede ser para ti. Pantera ya no seguirán siendo amigos nuestros. Han decidido aliarse con nuestro enemigo. Esto quedará en nuestros archivos como un conflicto de fama parecida, en el que Pantera se alió con Aquila en el Palio de 1752. El amigo de nuestro enemigo también es nuestro enemigo —explicó, y se tocó una sien con el índice—. Torre tiene buena memoria. No olvidaremos. Sobrino, te has divertido y eso no tiene nada de malo. El romance es parte de la vida, ¿no? Pero tiene que terminar esta noche. Por el bien de la contrada y la paz en las calles, no debes volver a verla.

Su tío lo estaba mirando con un gesto serio. Tenía los ojos oscuros clavados en él. Sin embargo, al momento volvió a ser jovial.

—Además, tengo buenas noticias. Los caballos que quiere presentar Torre para la carrera te necesitan. Yo te necesito. Quiero que empieces a entrenarlos. Quedan menos de dos semanas para el sorteo de los caballos para la carrera.

¡Iba a montar! A Archer no se le escapó la importancia de aquella noticia. Si su tío lo veía montar de verdad, tal vez cambiara de opinión y le permitiera ser el jinete de Torre para el Palio. Estaba un paso más cerca de su sueño. Le parecía que la pelea de aquella noche había logrado para él lo que no había podido lograr su habilidad como jinete: convencer a su tío de que le diera una oportunidad con los caballos. Sin embargo, era demasiado astuto como para no darse cuenta de que había gato encerrado. Aquel ofrecimiento era como una zanahoria colgada delante de su nariz. Si no respetaba el edicto de su tío de renunciar a Elisabeta, se le negaría el honor de montar. Por supuesto, aquellas condiciones no podían ser expresadas directamente, y su tío se lo negaría, pero Archer sabía que existían.

Su tío lo acompañó hasta su habitación del segundo piso. ¿Tal vez para asegurarse de que se acostaba y no volvía a Pantera? ¿O solo porque era un gesto paternal? Archer estaba aprendiendo rápidamente que, aunque la familia te quisiera, rara vez hacía nada sin múltiples razones.

—Ha sido una buena noche —dijo Giacomo, y le dio una palmada en la espalda—. Lo has hecho bien. Lo siento por lo de la viuda, pero te encontraremos otra mujer, si quieres.

—Por supuesto —dijo , pues solo se le ocurrió eso.

Le dio las buenas noches a su tío y cerró la puerta de su dormitorio. Se apoyó en la madera con un suspiro. Aquello estaba empezando a parecerse a Romeo y Julieta.

Era una pena que solo hubiera prestado atención a las obras de Shakespeare en las que aparecían caballos. Si Romeo hubiera tenido caballo, tal vez él hubiese estado mejor preparado para aquel giro de los acontecimientos: el hecho de haberse colado en la fiesta, el ataque de Ridolfo y, a partir de aquel momento, la posibilidad de que hubiera una guerra entre vecindarios por una mujer prohibida.

Archer comenzó a quitarse la ropa para acostarse. ¿Por qué le importaba si volvía a ver a Elisabeta o no? La conocía desde hacía tan solo una semana, y sabía muy poco de ella. Su tío no le había pedido que terminara con una amistad de toda la vida, ni que dejara al amor de su vida. ¿Por qué se sentía como si fuera así? Hacía calor aquella noche, y se tendió desnudo sobre la colcha, excitado, preguntándose si seguiría encendida una vela en cierta ventana de Pantera.

 

 

No habría vela aquella noche. Elisabeta permaneció delante de su tío y de Ridolfo sin pestañear. No podía pensar en un tribunal más feroz. Llevaba media hora de pie, respondiendo preguntas. ¿Sabía quién era el que llevaba aquella máscara? ¿Cómo había entrado alguien de Torre en la fiesta? Su tío estaba dispuesto a aceptar algunas explicaciones vagas; después de todo, se trataba de un baile de máscaras. ¿Quién iba a poder evitar que entraran personas sin invitación?

Sin embargo, Ridolfo no se conformó con facilidad. Seguía mirándola con fijeza, esperando sorprenderla en un renuncio. Ridolfo tenía un gran moretón en la cara a causa del puñetazo de Archer. Tal vez fuera mezquino por su parte, pero ella sintió cierta satisfacción.

—Entonces, dime una vez más, ¿lo conocías de antes? —preguntó Ridolfo, por tercera vez.

Giuliano, que estaba apoyado en la pared, se acercó a ellos e intervino:

—Ya se lo ha dicho. ¿Cuántas veces va a tener que preguntárselo? ¿Cómo iba a saber Elisabeta que estaba bailando con un torraioli? Solo estaba cumpliendo con su deber de buena anfitriona. Si el torraioli se sintió fascinado por ella, ¿quién puede culparlo? No es culpa tampoco de Elisabeta; usted mismo parece atraído por ella, así que entenderá que pueda gustarles a otros hombres —dijo Giuliano, con un gesto desdeñoso—. ¿Es que no se le ha ocurrido que tal vez deba culpar a Torre por esto, y no a Elisabeta? Parece que se da mucha prisa en condenarla a ella, y no al hombre que le hizo ese moretón.

Ridolfo rugió y se giró hacia su tío.

—Su sobrina es una fulana, diga lo que diga —respondió Ridolfo, y Elisabeta vio que su tío se estremecía—. No se quede ahí sentado y trate de convencerme de que es una sobrina obediente, porque, si lo fuera, no habría hecho esto. No creo que deba enorgullecerse de ella.

—Lo siento, signor —dijo su tío, y ella se sintió culpable por haberle puesto en la situación de tener que pronunciar aquellas palabras. Su tío era un hombre orgulloso. Tal vez no fuera tan rico como Ridolfo, pero tenía una posición importante. Ella había puesto eso en peligro aquella noche, con su atrevida invitación. No había pensado…

Ridolfo desdeñó aquellas palabras como si no significaran nada.

—No es culpa suya. Ella necesita un hombre que la meta en vereda. Está claro que su primer marido fue demasiado benevolente.

La miró con los ojos entrecerrados, de arriba abajo, flexionando y relajando sus gordos dedos. Ella se obligó a sí misma a no apartar la vista, a no demostrarle que sentía odio y miedo. Él castigaría su odio y utilizaría su miedo.

—Ahora soy su prometido, y debería tener derecho a escarmentarla, ya que pronto seré su marido y su comportamiento me afecta —dijo, y a ella se le encogió el estómago. Miró a Giuliano, que permanecía alerta, animándola con la mirada a que mantuviera la calma.

—Me encargaré de su castigo. Así aprenderá quién es el que manda —dijo Ridolfo, sin dejar de mirarla.

Giuliano intervino. Él podía arriesgarse a ser menos diplomático que su padre.

—No creo que eso le corresponda. Todavía no es su marido. El compromiso ni siquiera se ha formalizado —dijo Giuliano. Aquel desafío de su primo hizo que Ridolfo apartara los ojos de ella, y Elisabeta sintió un ligero alivio, aunque no duró demasiado.

—Si se comporta así hasta que llegue ese momento, quiero que el compromiso se anuncie inmediatamente y quiero que la boda se celebre dos semanas después del Palio, a finales de agosto —dijo Ridolfo, lanzando sus condiciones como si fueran un guante.

—Es demasiado pronto —respondió su tío, intentando ganar tiempo—. Necesitamos tiempo para planear y preparar las cosas, y ahora estamos muy ocupados con el Palio.

Ridolfo atravesó a su tío con la mirada.

—¿Quiere que le diga a mi primo, el priore, que Pantera no va a cumplir su palabra?

Aquellas eran palabras de enfrentamiento, y su tío no podía dejarlas pasar. Se levantó de la silla.

—Sí vamos a cumplir nuestra palabra.

Ridolfo también se puso en pie, al darse cuenta de que la entrevista había terminado.

—Espero que el anuncio se haga rápidamente —dijo, e hizo una reverencia insincera—. Además, espero que la planificación de su boda, signora di Nofri, la mantenga demasiado ocupada como para provocar más escándalos.

Cuando se marchó, Elisabeta esperó tan solo un momento y comenzó a protestar.

—Tío, no puedes permitir esto. Ya has visto qué clase de hombre es.

Sin embargo, su tío alzó una mano para interrumpir sus palabras y la miró con cara de cansancio.

—Ya está bien, Elisabeta . Vete a la cama. Ya has hecho suficiente por una noche. Que Giuliano te acompañe.

Giuliano la tomó del brazo, pero ella solo se lo permitió hasta que estuvieron a solas.

—¡Quítame las manos de encima! —siseó Elisabeta, cuando llegaron al piso superior—. No quiero que me escolten hasta mi habitación como si fuera una prisionera —dijo.

Estaba indignada y furiosa. Si alguien tenía tanta responsabilidad como ella en la debacle de la fiesta, era su primo. Él la había animado para que tuviera aquella aventura. Lo había arreglado todo para que volvieran a verse en la granja.

Giuliano le abrió la puerta de la habitación y entró con ella. También estaba enfadado.

—Deja de comportarte como si fueras la víctima de todo esto —dijo, con tensión—. Te he protegido. No he contado nada, aunque te lo merecías, por haber corrido semejante riesgo.

Eso debía reconocerlo. Su primo se había puesto de su lado durante el interrogatorio de Ridolfo. Su tío había suspirado y había aceptado la historia porque Giuliano la había confirmado, y no era la primera vez que una contrada se había colado en la fiesta de otra.

—Te lo agradezco —dijo Elisabeta—. Me has protegido.

Astutamente, se calló lo que pensaba: que, al protegerla a ella, su primo también se estaba protegiendo a sí mismo. A su tío Rafaele no le agradaría saber que Giuliano había tomado parte en su amistad con el guapo mangini de Torre.

Giuliano se apoyó en la puerta. La había protegido y, al admitirlo, había admitido también su culpabilidad en lo sucedido. Sin embargo, estaba claro que no iba a aceptar toda la culpa.

—¿En qué estabas pensando para invitarlo aquí? —preguntó Giuliano, todavía enfadado.

—Era un baile de máscaras. No creía que fueran a descubrirlo. Se hubiera marchado antes de las doce, y se suponía que solo iban a ser unos cuantos bailes —respondió Elisabeta, defendiéndose, con los brazos cruzados. Tal vez confesara, sí, pero no iba a mostrarse arrepentida por ello. No se arrepentía de lo que había hecho.

—Tu futuro esposo estaba en la fiesta. ¿No pensaste que iba a darse cuenta de si bailabas tan a menudo con el mismo acompañante? Y, si no se daba cuenta de eso, sí iba a notar que faltabas de la fiesta durante un rato largo.

—No nos fuimos mucho rato. No ocurrió nada.

—Y parece que lo dices con decepción —dijo Giuliano.

Se apartó de la puerta y comenzó a pasearse por el dormitorio. Se pasó una mano por el pelo, y Elisabeta se estremeció. Eso significaba que estaba pensando, tal vez demasiado. A ella le gustaba que su primo fuera más espontáneo. Cuando pensaba, se convertía en alguien demasiado responsable, sobre todo en lo referente a su libertad.

—¿Acaso ese inglés merece tanto la pena como para que te arriesgues a deshonrar a la familia?

—No quiero el matrimonio que ha arreglado tu padre —dijo ella. Por supuesto, no quería deshonrar a su familia, pero tampoco quería deshonrar su libertad—. Cuando estoy con el inglés, estoy viva. No soy un peón, no soy una moneda de cambio para que me pueda utilizar cualquiera.

¿Podría Giuliano, un hombre criado con libertad y privilegios, entender eso?

No, aparentemente.

—El primo del priore es rico. Tendrás una bonita casa en la ciudad y una villa en el campo. Tendrás preciosos caballos. Él está embobado contigo, y te dará lo que le pidas —dijo Giuliano, repitiéndole todos los beneficios de aquel enlace. Ella ya los había oído todos antes de que le comunicaran los planes para su matrimonio. Esos planes le parecían aún menos atractivos ahora que Ridolfo se había mostrado tal y como era.

—Tu respuesta me decepciona. Esperaba algo mejor de ti —dijo Elisabeta, con enfado—. ¿A cambio de qué consigo yo todo eso? No es gratis. No solo se trata de los caballos y del Palio, Giuliano. Yo voy a tener que estar con él para siempre, y su riqueza no endulza esa perspectiva.

—Pero la perspectiva de disfrutar del placer con el inglés sí es más apetecible —replicó Giuliano—. Por eso te lo sugerí. Tú has tenido esa oportunidad donde debe ser, en el campo, en un callejón. Pero ahí debe terminar todo. Tu discreto coqueteo con el placer no puede continuar en esta casa, delante del hombre con el que vas a casarte ni delante de las narices de mi padre. Eso son insultos descarados, y no pueden tolerarse.

Elisabeta tragó saliva. Lo que había hecho era peligroso, y ella había tenido suerte, porque Giuliano había podido librarla del castigo aquella noche. Su primo había convencido a su tío y a su prometido de que el castigo debía imponerse a Torre y al inglés. Ellos eran los culpables de lo que había sucedido, y Elisabeta solo era una víctima más. Pero, aun así, sus errores no justificaban el hecho de que la vendieran para casarse en contra de su voluntad.

—Tal vez Ridolfo me rechace ahora —dijo Elisabeta, esperanzadamente.

Víctima o no, había llamado demasiado la atención, y eso no era algo valorado en una mujer virtuosa de la alta sociedad de Siena.

Giuliano negó con la cabeza.

—Eso es improbable. Lo de esta noche ha puesto de relieve para Ridolfo y para el priore de Oca que eres una mujer bella y codiciada, un orgullo más para su casa. Tienen suerte por haber conseguido a una novia tan bella. Los hombres quieren lo que otros hombres desean. Ya has oído lo que ha dicho Ridolfo. Está ansioso por adelantar la fecha de la boda.

Alguien llamó a la puerta, y se oyó un susurro:

—Soy Contessina. Abridme.

Elisabeta suspiró. Su habitación estaba muy concurrida aquella noche, y lo único que deseaba era acostarse y regodearse en su tristeza y sus recuerdos. Giuliano abrió la puerta, y Contessina entró.

—¿Estás bien? He venido en cuanto he podido —dijo su prima, con la voz entrecortada, como si hubiera subido corriendo las escaleras. Elisabeta sonrió sin poder evitarlo. La muy decorosa Contessina había estado escuchando a escondidas—. Te vas a casar pronto. Me he enterado de la noticia.

Elisabeta tuvo pánico. Ella había estado convenciéndose a sí misma de que tenía más tiempo, pero oír a Contessina decir aquello lo hacía muy real, muy cercano.

Elisabeta miró a Giuliano con desesperación.

—¿No puedes hacer algo? ¿No puedes convencer a tu padre para que no me obligue a casarme? No habrá ningún escándalo, porque no se ha anunciado nada. Ridolfo y Oca no tienen por qué sentirse avergonzados. A nosotros solo nos disgusta Torre por Oca. Torre no son nuestros enemigos.

Giuliano negó lentamente con la cabeza.

—Sabes que no puedo. Mi padre ya ha tomado la decisión. Tal vez no sea tan malo, Elisabeta. Ridolfo es muy rico.

—Sí, ya lo sé —respondió Elisabeta, casi a gritos—. No me va a negar nada siempre y cuando yo obedezca en todo.

Estaba harta de que le dijeran que tenía que aguantar, que el dinero merecía la pena, que el prestigio merecía la pena. ¿Acaso nadie se daba cuenta de que aquello era una prostitución bendecida por la iglesia? Una mujer tenía que acostarse con un hombre a cambio de dinero, pese a los votos que pudieran hacerse.

—Deberías quedarte esta noche con Elisabeta, Contessina —sugirió Giuliano en voz baja, mientras se escabullía de su habitación antes de que ella pudiera estrangularlo. Su primo pensaba que iba a escaparse.

—Lo haré. Me quedo contigo esta noche, prima —dijo Contessina con dulzura—. Deja que te cepille el pelo. Te sentirás mejor.

Era difícil estar enfadada con su prima. Elisabeta se sentó y permitió que le quitara las horquillas. Aquel ritual, y la presencia de Contessina, sí eran reconfortantes. La muchacha tenía buena intención. Todos tenían buenas intenciones. Su tío y Giuliano también. Su tío le había arreglado un matrimonio con un hombre rico y, cuando aquel había terminado, la había acogido en casa de nuevo y le había arreglado otro. Su tío estaba cumpliendo las promesas que le había hecho a su padre, y estaba cuidándola y ocupándose de ella.

No debería pedir más. Se sentía mal por no poder aceptar aquel matrimonio, y por desear, egoístamente, algo diferente. Algunas veces hubiera preferido ser más parecida a Contessina, que lo aceptaba todo y obedecía.

Contessina la ayudó a ponerse el camisón y ambas se acomodaron en la gran cama. Elisabeta no quería desear al inglés, pero lo deseaba. Sabía que anhelar su compañía era una insensatez, pero no pudo evitar mirar hacia la ventana oscura. ¿Estaría él allí abajo, mirando hacia arriba, esperando una señal? ¿Sería tan tonto su inglés? Aquella noche era muy peligroso para él aventurarse por las calles de Siena. Si intentaba volver a casa de su tío, estaría arriesgando algo más que su seguridad.

Elisabeta se colocó de costado y apoyó la mejilla en la almohada. No, no estaba allí abajo. Si volviera, no solo pondría en riesgo su propia seguridad, sino también la reputación de ella. Archer había entendido eso aquella noche. Su primer impulso había sido protegerla con sus palabras y sus actos. Había sacado una daga en su nombre, y había dirigido la culpa contra sí mismo para desviar cualquier sombra de duda de ella. Las palabras de Archer le habían dado argumentos a Giuliano para que pudiera defenderla aquella noche. Su inglés era un amante muy galante, y ella no iba a poder estar con él ni una sola vez más.

Su tío, e incluso Giuliano, su defensor, se lo habían pedido explícitamente. El hecho de volver a ver a Archer debilitaría los argumentos de Giuliano sobre su inocencia, y tanto ella como su tío parecerían unos mentirosos. Además, si volvía a verlo, habría derramamiento de sangre. Ella sabía bien cómo se resolvían aquellas enemistades entre familias: con un duelo. Se acercaba el Palio, y la carrera había alterado aquella forma de actuar. Conspirar contra Torre en la carrera serviría como venganza, en vez del duelo. Sin embargo, nada podría impedir ese duelo a muerte si volvían a sorprenderla con Archer.

Suspiró, y Contessina le acarició la espalda para consolarla.

—Mañana, las cosas te parecerán mejor.

Su prima quería reconfortarla, pero ¿qué sabía ella? En su mundo, nada iba mal.

Elisabeta dudaba que su visión de las cosas pudiera mejorar. Nada iba a mejorar nunca. Ver a Archer otra vez era arriesgado, pero no verlo también tenía sus riesgos. Había encontrado una forma de placer muy privada y personal con Archer. Quería averiguar hasta qué punto podía llegar aquel placer, y cuánto podía durar.

—Elisabeta —susurró su prima, tímidamente—. ¿Por qué te importa tanto ese inglés? Apenas lo conoces.

¡Ah, claro que sí! había montado con él, lo había visto con los animales, había bailado entre sus brazos, lo había visto vulnerable al placer y lo había tenido íntimamente en las manos. ¿Cómo podía contarle todo aquello a Contessina? Elisabeta se giró hacia su prima.

—Cuando estoy con él, no estoy sola. Hay una conexión entre los dos.

Aquellas palabras le parecían acertadas. Verdaderamente, estar con Archer era distinto a nada que ella hubiera conocido nunca.

Contessina se entristeció.

—Nos tienes a nosotros. No necesitas estar sola.

Elisabeta cabeceó.

—No es lo mismo.

Si lo fuera, las cosas serían mucho más fáciles. Aquella noche, ella estaba empezando a darse cuenta de que lo que había empezado como un único y discreto encuentro sexual estaba convirtiéndose en algo más. Ya había satisfecho su curiosidad, y había experimentado el placer. Aquellos eran sus objetivos: experimentar lo que había faltado en su matrimonio. Y, una vez que lo había conseguido, la aventura debería terminar. Sin embargo, Archer se había convertido en algo más que en un compañero sexual.

Contessina la estaba mirando pacientemente, esperando a que ella dijera algo más, a que explicara algo más. Una idea estaba empezando a formarse en su mente, y las palabras surgieron lentamente.

—Lo que le hace importante es que consigue que me sienta viva. Él es mi elección.

Archer representaba algo que nunca había tenido: la libertad y el lujo de elegir. Las cosas más importantes de su vida no eran cosas que ella hubiera elegido para sí. No había elegido que sus padres murieran en un accidente de carruaje. No había elegido casarse con Lorenzo. No había elegido a Ridolfo como prometido. No había elegido a ninguno de los hombres que habían tenido o iban a tener acceso a su cuerpo de una forma bendecida y formalizada. Sin embargo, sí había elegido a Archer. Él era la encarnación de su libertad. Era suyo por entero.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Contessina.

Elisabeta agitó la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa. No tenía respuestas para su prima, y ya la había mantenido despierta durante demasiado tiempo.

—No lo sé. Pero tú tienes que dormirte.

Apagó de un soplo la vela que estaba junto a la cama y posó la cabeza en la almohada. No sirvió de nada; su mente estaba demasiado despierta como para poder conciliar el sueño inmediatamente. ¿Qué riesgo iba a elegir? ¿El riesgo de someter a su familia a una posible venganza de Ridolfo y al escándalo, o el riesgo de renunciar a su libertad?