Dieciséis
Archer obedeció con gusto. Había oído el atrevimiento de su voz, pero había percibido un atisbo de tristeza en sus ojos cuando ella había hecho su petición. Sin duda, lamentaba lo que iba a ocurrir: su matrimonio con un hombre por el que no sentía ni el menor interés físico. Entendía por qué se había arriesgado a ir a verlo. Aquella podía ser su última vez. Él iba a hacer que mereciera la pena para los dos.
Se levantó de la cama con lentitud. ¿Iba a ser aquella su última vez? Seguramente, con las inminentes festividades del Palio, tendrían una oportunidad, pero solo una, y nada le garantizaba que pudieran disponer de una cama.
Era una sensación muy erótica la de desnudarse delante de una mujer. Eran la antítesis uno del otro: él, vestido, y ella, sin ropa. Si fuera pintor, la pintaría como estaba en aquel momento, sentada, desnuda, con las piernas cruzadas y el pelo cayéndole por los hombros, con una gran compostura, como si se sentara así todos los días. Hasta que uno le miraba los ojos y veía en ellos lo salvaje, el deseo, el hambre que acechaba atrevidamente.
Archer cruzó los brazos y se sacó la camisa por la cabeza con un movimiento fluido. Su pecho quedó desnudo. Él sintió sus ojos pasándole por la piel, y vio su expresión al recorrer su musculatura.
—Siempre he pensado que Adán sería así —dijo ella, con la voz entrecortada.
¿Cuándo se había tomado una mujer el tiempo para saborearlo de aquella manera, para disfrutar del mero hecho de mirarlo? Y, sin embargo, Elisabeta lo hacía, lo hacía cada vez, como si fuera la primera.
Él sonrió lenta y sensualmente. Se abrió el pantalón y lo bajó por las caderas. Ella se acercó entonces, y pasó las manos por su pecho, acariciándole la piel con las yemas de los dedos, rozándole los pezones con las uñas. Él notó que se le endurecían, y que la temperatura de su cuerpo aumentaba con cada una de sus caricias, hasta que su mano descendió y se cerró alrededor de su miembro.
Mientras lo sujetaba, ella lo miró directamente, y él se dio cuenta de que sus ojos plateados se habían oscurecido de deseo.
—He decidido que es mucho mejor verte —susurró ella, pasando la mano por toda su longitud. Él ya estaba muy excitado, y su miembro permaneció erecto y vibró de placer.
Ella se echó a reír.
—Es como un semental juguetón.
Le dio un suave empujón hacia atrás e hizo que se sentara al borde de la cama. Tenía una sonrisa seductora en los labios.
—Vamos a ver si podemos domarlo un poco —dijo, y se arrodilló ante él con una mirada de picardía—. Separa las piernas, Archer.
Ella le separó los muslos, posando cada una de las manos en una de sus ingles, y lo tomó en la boca. Él se quedó sin respiración al notar el contacto exquisito de su boca en el extremo de su miembro. Cuando, por fin, pudo respirar, solo pudo hacerlo con jadeos temblorosos, mientras permanecía agarrado al borde del colchón. No había estabilidad suficiente en el mundo como para sostenerlo contra aquello.
Elisabeta lamió el extremo y soltó un pequeño gemido de deleite antes de deslizar la lengua por el resto de su miembro. Volvió una vez más al extremo y aumentó la intensidad del juego, succionando con fuerza y ejerciendo presión. Archer notó que su cuerpo se tensaba y se preparaba para el clímax. Se arqueó hacia atrás y dejó que llegara, que llenara la mano de Elisabeta. Se sintió complacido al ver que se quedaba subyugada. No se azoró, sino que compartió el momento con él. Habían hecho aquello juntos. Aquello le dio más fuerza aún a la opción principal que él estaba sopesando: casarse con Elisabeta, y a sus esperanzas de que ella aceptara. ¿Qué mujer podría renunciar a aquello?
Increíble. Era increíble, pero ¿cómo iba a decírselo? ¿Cómo iba a transmitirle su emoción por lo que había ocurrido? Lo miró a los ojos, incapaz de apartar la mirada. Lo único que quería era mirarlo, memorizar todos sus rasgos, su contacto y su sabor.
—Yo nunca había…
«Nunca había hecho esto con otro hombre, nunca pensé que quisiera hacerlo, nunca pensé que un hombre podría empujarme a la locura, pero tú lo has hecho. Me has hecho escalar hasta un dormitorio en mitad de la noche, me has hecho arriesgarlo todo por un momento de placer, por una noche más de esperanza imposible».
Archer puso un dedo sobre sus labios.
—No digas nada, Elisabeta. De todos modos, no hay palabras adecuadas.
Entonces, él tiró de ella y la sentó en su regazo, y ella se colocó a horcajadas sobre su cuerpo, de manera que quedaron piel con piel, en un contacto sencillo y bello. Él la besó lentamente, largamente, dejando que sus bocas jugaran.
—Noto mi sabor en tus labios, Elisabeta —susurró él—. Es un recordatorio embriagador del placer que me has dado, y del que yo te debo a ti.
—¿Que me lo debes? Los amantes dan, Archer, no deben nada.
Él sonrió.
—Entonces, del que voy a darte. Es un preludio del placer que voy a darte.
—¿Cuándo? —preguntó Elisabeta, bromeando y moviendo las caderas contra él. Notó las primeras vibraciones de una nueva vida en sus ingles.
—Pronto, muy pronto —dijo Archer, riéndose.
Ambos se tendieron y apoyaron la cabeza en la almohada, uno frente al otro, mirándose a los ojos. Aquella era una intimidad muy cómoda, y podían observarse como si tuvieran todo el tiempo del mundo, como si la noche no fuera efímera.
—Cuéntame cosas sobre la villa de tu tío y sobre los caballos —le pidió Elisabeta.
Quería aprovechar hasta el último minuto para acariciarlo, para hacer el amor con él y, cuando eso no fuera posible, quería conocerlo como había llegado a conocerlo en el campo. Quería la cercanía que proporcionaba el conocimiento, aunque después fuera más difícil separarse de él.
—Me ha ofrecido la villa y la granja. Mi tío ha sido así de generoso. Me ha acogido como si fuera un hijo. Solo tengo que expresar un deseo, y él lo cumple. «¿Quieres una granja de caballos? Toma, aquí tienes la villa. ¿Quieres cabalgar en el Palio? Toma, toma mis caballos y móntalos en las pruebas nocturnas. ¿Quieres una novia? Te encontraremos una» —dijo Archer, y se rio, agitando la cabeza—.Creo que lo único que tengo que decir es que quiero casarme a mediados de septiembre, y solo tendría que aparecer en la ceremonia. Él ya lo habría organizado todo para mí —dijo, con una sonrisa.
Elisabeta se quedó inmóvil. ¿Qué podía responder a eso? Todo había cambiado. El hecho de hacerse cargo de la villa significaba que él iba a permanecer allí. Siempre había pensado que llegaría el día en que él volviera a Inglaterra, más tarde o más temprano. Por eso era una apuesta segura. Él se iría y se llevaría el secreto de su aventura. Sin embargo, a partir de aquel momento ya no habría más conversaciones sobre una posible huida. Él quería quedarse. Le habían dado una granja. Le habían dado su sueño. Ella era el único obstáculo en el camino.
«Quedarse». Aquella palabra concentró toda su atención. Apenas oyó el resto. Archer iba a quedarse.
Qué perfecto.
Qué horrible.
Qué perfectamente horrible.
—¿Qué ocurre? —preguntó él—. ¿Acaso te he dejado sin habla por mi falta de sensibilidad con respecto a las costumbres italianas?
—No, en absoluto —respondió ella—. Solo me preguntaba si es cierto que quieres casarte a mediados de septiembre.
Tal vez sí fuera cierto. Elisabeta pensó que, si Archer se quedaba, algún día iba a casarse allí. Sería una tortura para los dos: Archer, viendo cómo se casaba con Ridolfo, y ella, teniendo que tolerar a la mujer que él eligiera. Todo eso, suponiendo que sus sentimientos actuales pervivieran, lo cual era una suposición descabellada.
Archer se irguió sobre ella, la besó y apretó las caderas contra las suyas para que su nueva erección tocara su sexo.
—Puedo adelantar o retrasar la fecha, dependiendo de la chica. ¿Conoces a alguien que esté disponible?
—Archer, no —le advirtió Elisabeta—. Esto no cambia nada.
—Lo cambia todo —dijo él, rápidamente—. Ahora tengo algo que ofrecerte aquí. No necesitas casarte con él. Puedes casarte conmigo y podemos vivir en el campo. Si te casaras conmigo, ya no tendrías que huir en medio de la vergüenza.
¿Casarse con Archer? Era una idea deslumbrante, una que iba mucho más lejos que su primera oferta de protección. Sin embargo, no era suficiente.
—El matrimonio no iría exento de escándalo. La oferta de Ridolfo está en la mesa antes que la tuya. El compromiso ya es oficial.
—Encontraré la forma de desbaratarlo si tú me aceptas. Solo es el último obstáculo. ¿Quieres casarte conmigo? —le preguntó Archer, mientras se enroscaba en el dedo uno de sus rizos.
Si se quedaba, Archer estaría allí, pero fuera de su alcance. No se atrevería a buscarlo después de su matrimonio, después de que Ridolfo le hubiera prometido infligirle semejantes horrores. Ridolfo no lo toleraría, porque nadie respetaba a un hombre cuya esposa le era infiel. Si mantenía una aventura con Archer, deshonraría a su familia, a la contrada y a sí misma. Sin embargo, saber que él estaba cerca y encontrárselo sería una tortura. Él le estaba ofreciendo todo, pero eso no sería nada sin lo que ella deseaba tanto como su propia libertad.
—No quiero que te cases conmigo por lástima, Archer, solo por salvarme. Al final, tendrías resentimiento.
Y, sin embargo, quería decir que sí. Él había encontrado un modo de que lo tuvieran todo: la libertad para ella y una granja de caballos en Italia, cerca de la familia de su madre. Pero aquel era un plan espontáneo, surgido de la desesperación. Él no había hablado de amor ni una sola vez, y ella no quería atraparlo. Al final, Archer la odiaría por ello.
Él sonrió. Sus ojos eran como dos ascuas, y el pelo oscuro le caía sobre la cara y le rozaba los hombros.
—No te lo habría pedido si no quisiera. Deja que te demuestre cuánto lo deseo.
Entonces, la silenció con un beso largo y lento.
—Ahora estás jugando con fuego, Archer —le advirtió ella, entre aquellos besos ardientes.
Él se puso serio.
—Entonces, ven conmigo, Elisabeta, y vamos a quemarnos juntos.
Archer estaba preparado de nuevo. Elisabeta notaba su erección contra el estómago, y ella también estaba preparada para él, para un placer distinto al que habían compartido antes. Él posó la palma de la mano sobre su pecho y le acarició el pezón hasta que notó que se endurecía, y tomó aquel pico con la boca para lamerlo. Ella se arqueó, apretó su cuerpo contra el de él. Deseaba aquellos juegos preliminares, pero también deseaba ir más allá. Lo quería todo.
—Tómame, Archer —le urgió, separando las piernas.
Él no se lo negó. Entró en su cuerpo con una poderosa embestida, y un grito gutural escapó de entre sus labios. Ella notó que su cuerpo estaba resbaladizo, y percibió el olor de su excitación mezclado con el de Archer, y sintió que su cuerpo estaba vivo.
Él impuso el ritmo, y ella lo siguió, alzando las caderas hacia él, rodeándole la cintura con las piernas. Se deleitó en aquellos momentos exquisitos, con los movimientos del cuerpo de Archer y con la respuesta de su propio cuerpo, y sintió el dolor placentero que anunciaba la llegada del clímax. Estaban cerca, muy cerca, y ella notó las señales en los dos. Archer hizo una acometida final, y ambos llegaron juntos al éxtasis y se abandonaron a la perfección del placer.
Debió de quedarse dormida y, cuando despertó, sintió una lánguida satisfacción. Su cuerpo estaba exquisitamente dolorido por las relaciones sexuales, y el cuerpo de su amante estaba relajado, junto a ella. Archer la estaba rodeando con un brazo. El sol derramaba su calidez sobre las sábanas. ¡El sol había salido ya! Sintió pánico. No quería quedarse tanto tiempo. Su intención era marcharse antes de que amaneciera.
—¡Archer! —susurró frenéticamente—. ¡Tengo que irme!
Oyó las campanas de una iglesia y, al reconocer la hora, su pánico disminuyó un poco. Solo eran las seis.
Archer se movió y abrió lentamente los ojos. A Elisabeta se le encogió el corazón. Hubiera dado cualquier cosa por poder permanecer con aquel hombre todas las mañanas, reavivando la pasión de las noches.
—Todavía hay tiempo. No va a pasar nada. La gente estará durmiendo hasta tarde, por las pruebas nocturnas. Voy a acompañarte —dijo él. Se levantó y tomó sus pantalones.
—No, eso nos delataría —respondió Elisabeta, negando con la cabeza, mientras se vestía rápidamente.
Se recogió el pelo en un moño y se puso la gorra. No tenía tiempo para vendarse el pecho de nuevo.
—Si alguien me pregunta, les diré que estaba ocupándome de los asuntos de los caballos. Pero, si me ven contigo, no podría dar una explicación verosímil.
Se dio cuenta de que a Archer no le gustaba el plan. En su naturaleza no estaba permitir que otro corriera riesgos por su culpa. Él era el rescatador.
—¿Estás segura? ¿Ni siquiera puedo acompañarte durante una parte del camino? —insistió él.
Ella se le acercó y le puso una mano sobre el pecho.
—Sí, estoy segura, Archer. Es mejor así.
Era mejor que no los vieran, y era mejor despedirse rápidamente, no dejar tiempo para sentir tristeza por la separación. Sin embargo, se quedaron mirándose en el último momento. Ella no iba a poder escapar tan fácilmente. La propuesta de Archer seguía allí, entre ellos. Él le cubrió la mano sobre su pecho.
—Esta noche, iré yo a verte. Tú no vas a correr más peligro. De ahora en adelante, el riesgo será mío —dijo. Le besó la mano y los labios. Después, tiró de ella hacia la puerta del dormitorio y le guiñó un ojo—. Conozco una forma mejor de salir. Se llama «escaleras».
Archer iba a ir a verla. Elisabeta sintió un estremecimiento de emoción al pensar en que iban a tener una reunión ilícita en su propio dormitorio. Sin embargo, él iría por algo más: iría en busca de una respuesta.
¡La troia! ¡Se había atrevido a ir con aquel inglés! Ridolfo Ranieri escupió en el pavimento y se apretó contra el muro de ladrillo del edificio. No podía dejarse ver. Su hombre le había despertado para darle la noticia y él se había levantado rápidamente y había ido a verlo con sus propios ojos. Elisabeta di Nofri había vuelto a la cama del inglés en cuanto él había llegado a la ciudad y, en aquel momento, recorría las calles vacías de Siena como si no tuviera ni la más mínima preocupación en la vida.
Ridolfo sintió furia. Él no se había creído las explicaciones de su primo ni de Rafaele di Bruno sobre lo ocurrido la noche de la fiesta. Sospechaba que ocurría algo más. Una mujer tan bella no podía ser completamente inocente a la hora de llamar la atención de un hombre. Así pues, él había puesto espías a vigilar en el exterior de la casa di Bruno para vigilar todos sus movimientos. Y estaba a punto de claudicar, porque habían pasado semanas sin incidentes, y parecía que ella se había reformado después de su retiro al campo. Sin embargo, entonces su hombre de confianza le había dicho que sospechaba que Elisabeta había participado disfrazada en las pruebas nocturnas, y que todo había surgido a partir de ese momento.
Rafaele di Bruno y Pantera iban a pagar muy cara aquella traición a Oca y a su primo. Él era un hombre rico y respetado, pero ella estaba dejándolo como un idiota ante todo el mundo. Solo un hombre débil toleraría ese comportamiento.
Pero, por encima de todo, Elisabeta tendría que pagar, y también el inglés, por su traición a él. Quienes enfurecían a Ridolfo Ranieri lo lamentaban durante toda la vida. Todavía no había llegado el momento, pero llegaría pronto. Muy pronto, el inglés iba a llevarse una desagradable sorpresa.