Diecinueve

 

Su tío la saludó como si fuera una heroína cuando llegó a casa. No importaba que tuviera las mejillas llenas de lágrimas, ni que sintiera ira. Ridolfo se había asegurado de que todo el mundo supiera qué gran servicio le había prestado a Pantera y a Oca. Su deseo de avisar a Archer, de protegerlo, se había vuelto contra ella. Nunca debería haber ido a Torre. No tenía nada de lo que advertirle, porque ella misma era la amenaza, la distracción necesaria para que otros pudieran adulterar el heno.

No podía olvidar cómo la había mirado Archer, sopesando todo lo que había ocurrido. Ella sabía lo que estaba pensando en aquellos momentos: que lo había utilizado y lo había traicionado. Y nada podía estar más lejos de la realidad. Aquel día había estado muy cerca de decirle que sí. Sin embargo, él nunca iba a volver a pedírselo. A menos que, cuando pasara el tiempo, su ira se calmara y él tuviera la cabeza más clara, viera las cosas de forma distinta y creyera lo que ella le había dicho. Ella solo había ido a avisarle, nada más. Ridolfo le había tenido una trampa. Y seguía tendiéndosela.

La historia fue narrada una y otra vez durante la cena, exagerada hasta que adquirió proporciones épicas. La belleza de Pantera que había distraído a todo un establo de Torre para que los mangini de Pantera dejaran una buena cantidad de angélica en el heno.

Lo único malo de la historia era que el mangini de Torre había averiguado lo ocurrido con más rapidez de la que a ellos les hubiera gustado. Hubieran preferido que Morello dejara de comer durante un día, que se debilitara y no pudiera hacer una buena carrera. Pero, en general, la broma pesada había salido bien.

Elisabeta detestaba la historia. Detestaba que todo el mundo creyera que ella había tomado parte voluntariamente en aquello, cuando no había tenido ni la menor intención de hacerlo. Creía que sabía el motivo por el que Ridolfo la había enviado a Torre: tal vez, para hacerle un desaire cruel a Archer, o para recordarle a ella lo que nunca podría tener. Tal vez, incluso, para dejarle bien claro que él era poderoso, y que ella, no. Sin embargo, se había confundido.

Cuando la historia fuera conocida en toda la ciudad, Archer no querría saber nada más de ella. Tendría la confirmación de que las acusaciones de su contrada eran ciertas. Ella le había hablado muchas veces de la importancia de la lealtad hacia la familia, y Archer pensaría que ella se había puesto de parte de la suya, y que por ese motivo se había resistido a su proposición. Pensaría que entre ellos solo había habido sexo, unas relaciones sexuales que no significaban nada más allá del placer físico, que ella lo había estado engañando todo el tiempo.

A su lado, Contessina le apretó la mano, absorta en la emoción de la historia, ajena por completo a la angustia de su prima.

—¡Qué valiente eres, Elisabeta! Te envidio.

—Tan valiente, que temo que Torre busque venganza —dijo su tío Rafaele, desde el otro lado de la mesa, con buen humor—. Contessina, tú también puedes hacernos un servicio. Duerme esta noche en la habitación de tu prima, por si acaso intentan secuestrarla. Ya se han colado en una fiesta, y no me extrañaría que intentaran algo más.

Ridolfo asintió, y Elisabeta supo que todo estaba decidido. Ridolfo era gordo, pero no tonto. Sospechaba que ella iba a escaparse, que intentaría volver a ver a Archer una última vez. Si Contessina dormía en su habitación, no podría hacerlo. Lo que todo el mundo consideraba una protección, era en realidad un confinamiento. Solo lo sabían Ridolfo y ella.

Sin embargo, él debía de saber también que ya no era necesario. Había estado escrutándola durante toda la cena, como si fuera un astuto hombre de negocios valorando su próximo paso e intentando averiguar cuál daría ella. Ridolfo estaba bebiendo mucho. Ella había perdido la cuenta de las veces que le habían rellenado la copa durante aquella larga cena.

Aquella noche sería mejor evitarlo, algo que había podido hacer hasta aquel momento. Ridolfo no iba casi nunca a su casa, pero los días anteriores al Palio se hacían nuevas alianzas. Oca no iba a participar, así que la participación de Pantera en la carrera era muy importante para él. Por supuesto, Oca tenía sus propias alianzas, pero no eran las alianzas personales de Ridolfo. Él sabía que su prestigio descansaba en Pantera, y en ella.

Elisabeta se levantó de la mesa para irse con Contessina, su tía y las demás mujeres de la casa, pero Ridolfo las detuvo a todas.

—Rafaele, ¿puedo hablar con nuestra encantadora heroína un momento, si me lo permites?

Su tío no podía negárselo, y tampoco tenía ningún motivo para hacerlo. Solo faltaban dos semanas para la boda, y era una petición perfectamente natural.

—Por favor, Ridolfo, podéis hablar en el jardín —le ofreció su tío.

Ella se volvió hacia Giuliano brevemente, pidiéndole ayuda con la mirada. ¿Sabría su primo algo de las visitas nocturnas de Archer? Si lo sabía, no había dicho nada, porque estaba completamente concentrado en el Palio.

Al menos, el jardín era un espacio público, puesto que no tenía puertas ni ventanas, y estaba al aire libre. No estaría en un sitio cerrado con Ridolfo, y suponía que había estatuas y tierra suficiente para arrojarle a su prometido si era necesario. Esperaba que no lo fuera. Si el jardín era público para ella, también era público para él.

Ridolfo la tomó del brazo durante el corto trayecto hasta el jardín, y posó la mano en su cintura mientras caminaban entre los arbustos y las obras de arte. Ella trató de no estremecerse. Su contacto no era como el de Archer. Archer acariciaba y jugueteaba, mientras que Ridolfo era pesado y posesivo. Con su contacto, marcaba y dominaba, y no evocaba ninguna imagen de placer. Más bien, de todo lo contrario: imágenes de servidumbre, de castigo por la desobediencia. Era un hombre que se tomaba la justicia por su mano.

—La contrada cree que eres una heroína… —dijo Ridolfo, en un tono inofensivo, y sonrió a la luz de un farol, dejando a la vista sus dientes amarillentos. Era algo que podía ignorarse a distancia, pero que de cerca era evidente. Archer tenía una boca limpia y unos dientes rectos y blancos.

Tenía que parar. Tenía que dejar de pensar en Archer. Archer la había repudiado aquel día. No, no era del todo cierto; también le había pedido que se casara con ella y se había ofrecido a que declararan públicamente sus intenciones. Sin embargo, eso había sucedido antes de descubrir la traición de Oca, antes de que ella se hubiera visto implicada. ¿Seguiría en pie su oferta? Durante toda la noche había sentido la pequeña esperanza de que él entendiera que la habían utilizado y fuera a buscarla. Sin embargo, Elisabeta recordaba su mirada fría al despedirse, y aquella esperanza se debilitaba más y más.

—Yo no he pedido ser una heroína —respondió, modestamente. A Ridolfo le gustaba la modestia de una mujer. Tal vez su ira se apagara si ella era humilde. Tenía que controlar su genio.

—La verdadera cuestión es si eres una heroína o una fulana —dijo Ridolfo, en un tono mucho más duro—. Tu tío puede contar la historia como quiera. Para mí es beneficioso que te retrate con benevolencia. Sin embargo, tú y yo sabemos cuál es la verdad —añadió. Entonces, le agarró el brazo con brutalidad, clavándole los gruesos dedos en la carne—. Te has acostado con él, por lo menos, una vez. Te vi salir muy temprano por la mañana de su casa, después de la primera noche de las pruebas no oficiales.

—¿Me viste? ¿O me vieron tus espías? —le escupió Elisabeta.

No había podido controlarse. A la primera provocación había reaccionado con furia, pero era mejor la furia que el miedo. Estaba muy asustada. Ridolfo tenía mucha más fuerza que ella, y le estaba haciendo daño en el brazo. Además, la habían sorprendido. Él, o sus sirvientes, la habían visto.

Sin embargo, no iba a concederle a Ridolfo la satisfacción de presenciar su miedo, sino su ira. Iba a pelear con él.

—Me avisaron inmediatamente, y fui a verlo con mis propios ojos —dijo él, y la zarandeó por el brazo—. Qué conveniente fue todo para ti. Tu tío estaba fuera de la ciudad, y tú aprovechaste su ausencia para ensuciar su nombre, participando en la prueba, vistiéndote de hombre y acostándote con ese inglés.

Le había acercado mucho la cara, y su aliento olía a la comida de aquella noche.

—Bajé a la calle y te vi. Es duro ver a tu prometida traicionándote, pero no hubiera podido creerlo de otro modo.

—Por supuesto que lo creías de mí. Si no, no me habrías espiado —dijo Elisabeta, atreviéndose a contradecirlo.

—No son espías, son guardias. Estaban ahí para protegerte. Después del incidente de la fiesta, no me atrevía a dejarte sin vigilancia. Una joya como tú nunca debe estar sin protección. Nunca, Elisabeta.

Su mensaje estaba claro. Aquello no era más que una muestra de cómo iba a transcurrir su vida de casada. Habría guardias y escoltas en todas partes para vigilarla. La ciudad vería esos gestos con aprobación. Un hombre debía proteger lo que amaba, lo que atesoraba. Nadie vería nada malo en que el rico Ridolfo empleara hombres en vigilar a su amada. Pero ella sabría la verdad: que todos los días tendría carceleros a su alrededor, que estaría presa. Tiró del brazo con fuerza para zafarse, pero Ridolfo era demasiado fuerte.

—Todavía no hemos terminado. Tenemos que resolver el asunto de las consecuencias de tu infidelidad.

Habían llegado al final del jardín. Allí, un muro separaba la residencia de Rafaele di Bruno de las calles de la ciudad. Elisabeta hubiera preferido estar más cerca de la casa, más cerca de la oportunidad de que algún sirviente o algún miembro de la familia pasaran junto a ellos. Estar allí fuera, más allá de la luz de los faroles, lejos de la familia, era inquietante, sobre todo porque tenía la sensación de que Ridolfo tenía aquello perfectamente planeado. No era un destino casual.

—Todavía no soy tu esposa —le recordó Elisabeta—. Hasta ese momento, mi tutor es mi tío, e incluso eso es dudoso, ya que soy viuda. Tú solo tienes el control sobre tu consentimiento al compromiso, eso es todo. Puedes romperlo en este mismo instante.

Lo había provocado demasiado. Elisabeta se dio cuenta al ver que Ridolfo entrecerraba los ojos y le apretaba aún más el brazo. La aplastó contra el muro del jardín con su gordo estómago.

—Ya quisieras. Tal vez eso es lo que has estado intentando todo este tiempo. ¿Acaso querías que te sorprendiera con el inglés? ¿Creías que con eso sería suficiente?

Él tenía la respiración muy agitada, y estaba furioso y excitado al mismo tiempo. Ella notó su miembro erecto en la pierna, y se asustó aún más.

—Llevo una buena temporada deseándote en mi cama, y te voy a conseguir. He levantado un imperio comercial negociando todo lo que quería, y lo he conseguido. Tú no eres distinta, Elisabeta. Te deseaba, y voy a tenerte. Seas de segunda mano, o no.

Entonces, empezó a comportarse de un modo brutal, tirando de los cordeles de su corpiño y aplastándola contra el ladrillo hasta que ella apenas pudo respirar.

—No tenía ilusiones de ser el primero, aunque dudaba que tu marido niño hubiera hecho muchas cosas contigo. Pero sí seré el último, y el único de ahora en adelante. No vas a poner a ningún otro hombre por delante de mí. Nunca más.

—Ridolfo, por favor.

Elisabeta lo empujó con ambas manos y empezó a pelearse con él en serio, mientras la sujetaba con su peso. Sus intenciones estaban claras. Ella lo miró fijamente. Apartar la mirada sería como admitir la derrota, y aquello sería un grave error en aquel momento.

—No estás pensando con sensatez. Mañana por la mañana te vas a arrepentir de esto. No querrás que nuestro matrimonio empiece así.

Intentó no estremecerse al pronunciar aquellas palabras, intentó no recordar otras veces, otros muros, con resultados mucho más agradables.

—Lo que no quiero —rugió él, abriéndose los pantalones con la mano libre— es ir al altar contigo sin la certeza de que no llevas a un bastardo inglés en el vientre. Al menos, puedo enturbiar esas aguas, ¿y por qué no iba a hacerlo? Tú ya te has comportado como una fulana, así que no te importará hacerlo una vez más. Puede que incluso te guste lo que tengo que ofrecerte, si le das una oportunidad.

Elisabeta intentó darle una patada, pero sus cuerpos estaban tan pegados que las patadas no tuvieron fuerza. Forcejeó con todas sus fuerzas, pero eso solo sirvió para excitarlo aún más. Lo mordió, y se ganó un terrible bofetón con el dorso de la mano y una retahíla de maldiciones. Entonces fue cuando gritó. Ya no le importaba quién respondiera a sus gritos, solo quería que respondiera alguien. Él la había llevado hasta allí, a un lugar solitario, a propósito.

Ridolfo no quería ruido. Quería una privacidad absoluta para aquel momento. Ella se lo había arrebatado, y lo iba a pagar. Estaba cayendo antes de poder darse cuenta de que era él quien la había tirado. Aterrizó en el suelo a gatas, e intentó arrastrarse para poner distancia y liberarse, luchando con la falda del vestido, que se le enredaba en las rodillas. Entonces fue cuando llegó la patada. La bota de Ridolfo se clavó brutalmente entre su vientre y sus costillas. Ella se quedó sin respiración, sin fuerzas para luchar. Sintió pánico; tenía que seguir luchando, al menos. El pánico solo serviría para empeorar las cosas. No sabía lo que podía hacer Ridolfo.

Él estaba maldiciendo, fuera de control. Si volvía a darle una patada, la mataría. Y lo hubiera hecho de no ser porque alguien se acercó corriendo por el jardín.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Giuliano, y se puso de rodillas junto a ella, instintivamente, ayudándola a levantarse con un brazo.

—No es asunto tuyo lo que ocurra entre un hombre y su prometida —dijo Ridolfo.

Elisabeta notó que el cuerpo de Giuliano irradiaba tensión. Aquello no era lo que ella quería. No quería que ningún hombre más luchara por ella. Aquel día, un caballo había corrido peligro por ella. Archer era un objetivo de la violencia por ella. No iba a permitir que Giuliano sufriera también.

—Por favor, Giuliano, déjalo —dijo Elisabeta, con la voz entrecortada. Le puso la mano en el brazo a su primo e hizo que se girara hacia la casa—. Vamos, acompáñame dentro. Seguro que Contessina me está esperando.

Ella no quería decir aquellas palabras, no quería mostrar ni la más mínima complicidad con Ridolfo, pero detestaba la idea de que Giuliano resultara herido por ella. Estaba dispuesta a sacrificar su orgullo a cambio de la seguridad de su primo.

—Lo estás protegiendo —gruñó Giuliano, mientras volvían hacia la casa—. ¿Te ha hecho daño? Qué pregunta tan tonta, por supuesto que sí. Estabas en el suelo, sufriendo. ¿Qué te ha hecho? ¿Te ha golpeado? ¿Te ha dado una patada?

El rostro de Elisabeta era transparente.

—Te ha dado una patada, ¿verdad? —dijo Giuliano, y se pasó una mano por el pelo—. Debería retarlo a duelo, a ese canalla. El gordo ni siquiera sabrá disparar ni luchar a espada, y menos con mi habilidad. Le voy a atravesar como el cerdo que es.

Elisabeta se enfadó un poco.

—¿Y tú crees que eso es lo que quiero? —le preguntó a Giuliano, tirándole del brazo—. ¿Por qué supones que le he disculpado? No para protegerlo a él, sino a ti.

—Yo puedo vencerle —protestó Giuliano, con indignación.

—Eso no es lo importante. No quiero que tengas que matar a nadie por mí. Tendrías que vivir con eso el resto de tu vida.

—Entonces, ¿es mejor que tú vivas con él el resto de la tuya? —inquirió Giuliano, que había enrojecido de ira—. Volverá a pegarte —dijo, mientras la ayudaba a subir por las escaleras.

Se detuvieron en el descansillo para que ella pudiera recuperar el aliento. Intentó ordenar sus pensamientos y reunir valor. Si quería hacerlo, tenía que hacerlo en aquel momento, o sería demasiado tarde.

—Necesito que hagas algo por mí, Giuliano.

—Lo que sea, prima.

—Ve a Torre y mira a ver si averiguas lo que piensa Archer de mí. Si existe la más mínima oportunidad…

No terminó la frase, porque se le quebró la voz de la emoción. Sin embargo, Giuliano supo lo que quería decir. Le apretó la mano.

—Voy a buscar a Archer, y él vendrá por ti.

Elisabeta respondió rápidamente, alarmada.

—A la fuerza no, Giuliano. Prométemelo. Archer tiene que venir por su propia voluntad. No quiero que venga obligado.

Aquello era una apuesta a ciegas. ¿Quién sabía lo que pensaba Archer de ella en aquel momento?