Trece
Aquella iba a ser su última noche. A Elisabeta le temblaban las manos mientras se abrochaba el colgante en la nuca. Era una cadena con un sencillo corazón de oro. La semana había pasado volando. Al principio, parecía que era mucho tiempo, pero ahora el reloj avanzaba rápidamente y su libertad iba terminándose.
Archer y ella no habían vuelto a hablar de sus posibles decisiones, sino que habían optado por hablar de ellos y por conocerse más. Ella sabía lo que significaba eso: que no había opciones que le permitieran rechazar a Ridolfo sin avergonzar a su familia.
Se apartó aquel pensamiento de la cabeza y se alejó un paso del espejo, mientras se alisaba los pliegues de la falda. No iba a estropearse la noche pensando en el futuro. Aquella noche no podía pensar en lo que iba a pasar al día siguiente, solo en lo que iba a ocurrir en aquel momento. Se había vestido cuidadosamente, porque Archer le había dicho que tenía planeado algo especial. Aunque eso podría decirse de todo lo que habían hecho durante la semana: de las excursiones y las comidas campestres, de los paseos… Todos los días habían sido especiales, pero aquella noche lo sería aún más. Había tenido que mentir un poco a los sirvientes de la villa, diciéndoles que iba a pasar la noche en casa de unos amigos. Archer y ella siempre habían tenido cuidado de no acercarse a las villas y de permanecer en lugares donde nadie pudiera verlos, donde nadie pudiera reconocerlos.
Elisabeta se miró al espejo. Había llevado aquel vestido por una corazonada, y se trataba de un traje de seda roja con un corpiño ajustado y una amplia falda larga. No era exactamente el tipo de vestido que uno se llevaría al campo, sino que era más adecuado para un gran baile, o para una seducción. Elisabeta sonrió. Eso lo convertía en el atuendo perfecto para aquella noche. Era hora de marcharse.
Archer debía de haber pensado lo mismo. Cuando ella llegó, salió a recibirla con un traje de noche oscuro e impecablemente arreglado.
—Milady —dijo, en inglés, y la ayudó a bajar de la carroza—. Me has dejado sin habla con tu belleza.
—Como tú me has dejado a mí con la tuya —respondió ella, disfrutando de su mirada de admiración.
Solo por aquella mirada, merecía la pena haberse llevado el vestido al campo. Elisabeta también se recreó con la visión de Archer. Ya lo había visto vestido de gala, puesto que la noche de la fiesta de Pantera había acudido vestido formalmente, pero ella no había tenido tiempo de deleitarse. No acostumbraba a pensar en él como el hijo de un lord inglés. Era fácil olvidar todo eso cuando lo veía trabajando con los caballos o paseándose por el campo con las botas polvorientas y la camisa fuera del pantalón. En esas ocasiones, solo era Archer Crawford, y aquella semana había estado pensando en él como si solo fuera suyo. No como si fuera el hijo de un noble, no como si fuera miembro de una contrada rival, sino solo como si fuera suyo. Era una forma peligrosa de pensar en él.
—He mandado preparar la mesa al aire libre. ¿Vamos? —dijo Archer.
La tomó de la mano y la llevó hasta un grupo de olivos que había en el jardín. Allí habían dispuesto una mesita vestida con un mantel blanco e iluminada con unas velas. Los esperaba una botella de vino, ya descorchada, y unos platos cubiertos de los que emanaban olores deliciosos.
—Oh —susurró ella, con un pequeño jadeo de alegría—. Archer, es maravilloso…
No podía imaginarse un escenario más precioso: las estrellas en el cielo y las velas ardiendo suavemente en unas lamparitas de cristal.
Él sacó una silla y se la ofreció. Después, sirvió el vino y alzó su copa para hacer un brindis.
—Por una noche más con la mujer más bella del mundo.
Elisabeta se ruborizó. Él conseguía que ella lo creyese. Sus palabras parecían algo más que un halago vacío. Tal vez aquello fuera parte de su encanto, parte del motivo por el que había sido tan irresistible para ella desde el principio. Sabía ser atento y sincero con una mujer. La mujer a la que él amara nunca iba a sentirse como una posesión. Se sentiría adorada.
Archer levantó una tapa y mostró una deliciosa ensalada de rúcula, pera y finas lajas de queso pecorino.
—Estamos completamente solos. He mandado a todo el mundo a sus casas, así que tendrás que sufrir mi poca pericia al servir.
Le guiñó el ojo, tomó su plato y lo llenó de ensalada. Comieron lentamente, saboreando los platos y conversando. La ensalada dio paso a la pasta con champiñones y panceta, y una botella de vino dio paso a la segunda. Las velas se consumieron, las estrellas brillaron, la noche avanzó.
Ella no recordaba cuándo era la última vez que se había reído tanto. Él le contó historias de su niñez, de cosas que había hecho y seguramente no debería haber hecho, como haberse saltado las clases con su tutor para ir a nadar.
—Cuando salí del río, mi ropa no estaba —dijo Archer, riéndose—. Mi tutor estaba allí, y no muy contento, precisamente. Cuando le pregunté dónde estaba mi ropa, él me dijo que yo le había quitado el tiempo, así que él me había quitado la ropa. Me dio a elegir: podía volver desnudo a casa, o podía darle el doble de tiempo al día siguiente para la clase de latín —explicó, e hizo un gesto de horror—. Le di el doble de tiempo para la clase de latín, por supuesto pero esa fue la última vez que me salté la clase. Cuatro horas de latín son un castigo horrible para un niño.
Elisabeta sonrió.
—¿Siempre fuiste tan rebelde?
—Solo cuando había algo que deseaba lo suficiente. La rebeldía es muy útil cuando se usa con medida. De lo contrario, pierde su efectividad.
Archer le tomó la mano y la miró fijamente. Estaba claro lo que quería decir: la deseaba, y estaba dispuesto a luchar por ella, si ella se lo permitía.
Soltó su mano y sacó una cajita atada con un lazo.
—Casi se me olvida. Tengo una cosa para ti.
Un regalo. Para ella. Elisabeta estuvo a punto de echarse a llorar. Era una tontería, pero ¿cuándo le habían hecho un regalo sin motivo alguno? No lo recordaba. Elisabeta desató el lazo y abrió la cajita. Dentro había un caballito de madera de color castaño. Ella sonrió. La reconoció de inmediato.
—Es mi yegua.
Elisabeta acarició las suaves líneas de la talla.
—¿Lo has hecho tú? Es una preciosidad.
Ella pudo ver que sí. La alabanza hizo que Archer se sintiera incómodo. Él, que siempre se mostraba seguro, se movió ligeramente en la silla.
—Es un detalle, no es nada del otro mundo.
—Es un tesoro —dijo ella. Porque era de él. Porque tal vez aquello fuera lo único que iba a tener de Archer después de aquella noche—. Cada vez que la mire, me acordaré de nuestra tarde de paseo, y recordaré esta noche en que me la has regalado.
Estaba muy contenta con todos los placeres de aquella velada. Nunca le habían dedicado gestos tan románticos: la cena, el vino, las historias, la risa y el regalo. Pero fueron sus siguientes palabras las que hicieron que se derritiera.
Archer se levantó de la mesa y le tendió la mano, con los ojos muy brillantes.
—Elisabeta, ven a la cama conmigo.
—Sí —susurró ella, y le dio la mano.
Mientras subían las escaleras, ella sabía que aquella noche era decisiva. La intimidad que iban a compartir iba a ser distinta de todo lo que habían compartido previamente. Aquella noche iba a empujarlos hacia una resolución, de un modo u otro.
Todo lo que había sucedido los había llevado a aquella habitación iluminada con velas, perfumada con salvia y tomillo, y a aquella cama de sábanas blancas y frescas. A aquel momento con aquel hombre. Elisabeta tragó saliva. Aquella noche iban a estar desnudos en una cama, y sería como una noche de bodas con un hombre que sabía lo que estaba a punto de hacer, y a quien ella le importaba. Se puso nerviosa y se sintió excitada a la vez. Sin embargo, Archer estaba muy seguro de sí mismo, y la guio hasta una silla que había junto a la cama. Después, se alejó para quitarse la chaqueta y los zapatos.
Se aflojó el pañuelo del cuello y se lo quitó. Con destreza, se desabrochó los gemelos. Iba a desnudarse para ella, y quería que ella lo mirara.
—Mírame, Elisabeta —dijo, en voz baja—. Esta noche voy a ir a ti como Adán fue a Eva.
A ella se le secó la garganta, y la expectación sustituyó a sus nervios. Entonces, él se quitó el fajín y la camisa, y reveló los planos musculosos de su torso, los hombros anchos y la cintura estrecha, con las manos extendidas sobre las caderas y los dedos señalando hacia su parte más masculina. Ella no podía ignorarlo, ni quería hacerlo. Estaba impaciente por ver aquel miembro que crecía con sus caricias. Lo había sentido, lo había acariciado y lo había visto en parte, pero siempre con su ropa ocultándolo de algún modo. Aquella noche iba a verlo por completo, en toda su gloriosa desnudez.
Archer se bajó el pantalón por las caderas delgadas sin dejar de mirarla, con movimientos seguros. Sin embargo, ella captó un brillo de cautela en sus ojos. Quería agradarle, quería que ella se sintiera agradada mirándolo. Era una novedad pensar que el muy competente y seguro Archer Crawford tuviera dudas sobre su atractivo. No tenía por qué preocuparse. No la decepcionó. Al verlo, Elisabeta inhaló una bocanada de aire y susurró un «oh» de admiración.
—Oh, Archer, qué guapo eres. Che bello, molto bello.
Aquellas palabras no servían para describir su belleza. No era un adolescente enfermizo lo que tenía ante sí. Desnudo, Archer era Adán, Adonis, Prometeo y Apolo, todos en uno.
Ella se deleitó con su imagen, la devoró con los ojos. Él había hecho aquello por ella, para darle seguridad. No iba a desnudarla como si fuera suya y pudiera someterla, sino como a un igual.
Elisabeta se levantó. Era su turno, y estaba deseando estar desnuda con él. Quería que la viera como nunca la había visto en sus encuentros anteriores. Él solo había visto algunas partes de su cuerpo, pero no completamente, no a la vez. Iba a hacerle aquel regalo.
—Siéntate, Archer. Ahora te toca mirarme.
Se desabrochó el vestido con dedos rápidos, y dejó que se deslizara por su cuerpo como si fuera una cortina que, al caer, revelara una obra de arte. Permitió que la luz de las velas jugueteara en su cuerpo, que proyectara sombras seductoras sobre sus pechos y sobre el triángulo que había entre sus piernas. A Archer se le oscurecieron los ojos, y ella se deleitó con su respuesta.
Elisabeta alzó una pierna y apoyó el pie en su rodilla y, lentamente, se fue quitando la media mientras le ofrecía una imagen tentadora de su miembro largo y esbelto, y de su feminidad. Cambió de pierna, y vio que él tragaba saliva.
Cuando terminó de despojarse de las medias, dio unos pasos atrás y se sacó la camisa fina de verano por la cabeza, sabiendo que, cuando terminara, quedaría completamente expuesta a él, a su mirada. Quería decírselo. Quería que él lo supiera.
—Eres el primer…
Archer se levantó de la silla y se acercó a ella. La abrazó y la besó lentamente antes de hablar. Ella sintió su cuerpo desnudo y caliente.
—¿El primer qué? —preguntó él, contra sus labios.
—Nunca había estado desnuda con un hombre.
Él sonrió, con la frente apoyada en la de ella, y dijo:
—No hay nada mejor que el sexo desnudo. Deja que te lo demuestre.
«Sí, demuéstramelo, ámame».
Se suponía que una noche de bodas era eso: la consumación reverente de una pasión. Ella anhelaba poseer su cuerpo y su mente. Lo siguió a la cama. El cuerpo de Archer cayó sobre el suyo en el colchón, cubriéndola con su fuerza y su longitud. Aquello era hacer el amor de un modo sincero y directo. Archer se colocó sobre ella y apoyó los brazos a ambos lados de su cabeza para elevar su peso. Ella tenía las piernas separadas para él, y su miembro viril se estrechó contra sus rizos cuando Archer se irguió.
Embistió el cuerpo femenino de Elisabeta, y ella cerró los ojos y se olvidó todo, abandonándose al placer, al gozo de notar sus movimientos dentro del cuerpo, y a su propia respuesta. Archer los estaba llevando hacia la unión, hacia el clímax. Dio una orden, con la voz ronca y gutural:
—Mírame, Elisabeta, quiero estar en tus ojos cuando estallemos. Quiero que veas lo que me haces.
Ella abrió los ojos, y la intimidad de lo que estaban haciendo la elevó a otro nivel. Verlo, ver la intensidad de su deseo en aquellos preciosos ojos, fue como ver lo más profundo de su ser. Él quedó íntimamente expuesto en aquellas acometidas finales, unido a ella en su mirada y en su cuerpo, con una conexión que iba más allá del placer. En aquellos momentos, estaba recibiendo la adoración de su cuerpo, de su mente y de su alma. Nunca iba a experimentar nada mejor. Aquello era la perfección.
Sin embargo, la perfección no podía sostenerse mucho tiempo. Existía solo por momentos, y no resolvía ninguno de sus problemas. Cuando volvió a la realidad y quedó lánguida entre los brazos de Archer, seguía siendo Elisabeta di Nofri, una mujer deseada por un hombre que le había ofrecido protección, pero prometida a otro que no tenía intención de amarla, sino de poseerla por cualquier medio.
Todavía era una mujer que tenía que hacer una horrible elección: cambiar el orgullo de su familia por la felicidad, o contraer una unión impura para conservar ese orgullo. Sin embargo, se sentía diferente. Nadie podía hacer el amor como acababan de hacerlo ellos y no cambiar. Aunque, ¿de qué iba a servirle?
Todavía no necesitaba saberlo. Todavía quedaba tiempo aquella noche, y Archer tenía resistencia para llenar aquel tiempo. Pero ni siquiera todo el sexo del mundo, por muy lento y maravilloso que fuera, podría haber detenido el paso de las horas y, finalmente, el amanecer y la realidad se hicieron presentes.
—Tengo que irme —dijo Elisabeta.
El sol entraba por las ventanas. Se levantó de la cama antes de que Archer pudiera protestar y ella perdiera su determinación. Los trabajadores iban a llegar pronto. Habría que alimentar a los caballos, y en su propia villa estarían esperando su llegada. Se suponía que iba a volver a casa aquel mismo día.
Elisabeta recogió su ropa del suelo. Las sábanas crujieron por los movimientos de Archer. Ella notaba sus ojos clavados en el cuerpo mientras se ponía la camisa.
—¿Adónde tienes que ir? ¿Con él? —preguntó Archer, con sequedad, mientras se apoyaba en un brazo.
Ella exhaló un suspiro.
—Archer, ¿qué remedio me queda? No tengo elección.
¿Por qué insistía en tener aquella conversación? Siempre terminaba en un punto muerto. Elisabeta cometió el error de volverse hacia él. Archer, por la mañana, tenía una sensualidad distinta, aunque no menos potente ni persuasiva que su seducción nocturna. Tenía la sábana sobre las caderas y el torso expuesto a la mirada, musculoso y dorado de las horas que pasaba al sol trabajando con los caballos. Aquella imagen le produjo una punzada de deseo a Elisabeta. ¿Iba a dejar todo aquello por un matrimonio con un hombre que no la consideraba más que una esclava que debía procurarle placer? Sin embargo, ella sabía por qué.
—Tienes la elección en tus manos —respondió Archer—. Si quieres tu libertad, tómala. Yo te la estoy dando —añadió, y movió la mano por el aire—. ¿Cómo puedes dejar todo esto, dejarme a mí y dejar lo que hemos compartido esta noche?
Aquello enfadó a Elisabeta. ¿Acaso no se daba cuenta de lo valiente que tenía que ser para hacerlo? Acababa de hablar como si ella fuera una cobarde. Se puso las zapatillas y respondió:
—El honor de mi familia me lo exige. En esta parte del mundo, el honor no es nada insignificante, por si no te habías dado cuenta.
—Ni en mi país tampoco —replicó él—. ¿Qué pasa con tu honor personal? ¿Acaso eso te parece insignificante?
—Mi honor personal es serle útil a mi familia —respondió Elisabeta, y se sentó al borde de la cama. No quería pelear con él; solo quería hacerle entender la situación. Su decisión no era fácil.
—Cuando mis padres murieron, mi tío me acogió sin vacilación, sin reticencia. Era otra boca que alimentar, otra chica que criar, otro matrimonio que arreglar. No reparó en gastos. Yo era mayor que Contessina, y él no me negó nada, incluso sabiendo que su propia hija iba a necesitar el mismo equipamiento para presentarse en sociedad unos años más tarde. Ahora, me ha buscado otro matrimonio con un hombre rico para reemplazar el que perdí. Y, peor aún, mi negativa podría provocar que sufrieran algún daño físico. No quiero que ni Giuliano ni mi tío tengan que participar en un duelo para defender mi honor. ¿Cómo iba a volver a mirar a la cara a mi tía, sabiendo que su hijo o su marido han muerto por mi culpa? Lo que yo haga se refleja directamente en ellos. Esté o no esté de acuerdo con este sistema, mi familia es responsable de mí. No voy a perjudicarles por mi egoísmo.
Archer la miró con dureza.
—Entiendo tus argumentos y, en teoría, respeto tu compromiso con tu familia, pero no puedo estar de acuerdo en la práctica.
Elisabeta se levantó de la cama. No había conseguido convencerlo.
—No es necesario que estés de acuerdo —dijo, y se marchó hacia la puerta. Lo mejor sería salir de allí inmediatamente para no caer en la tentación de quedarse.
La voz de Archer la detuvo.
—En este momento no estás pensando con la cabeza clara. Prométeme que no vas a hacer nada apresurado. Yo volveré muy pronto a la ciudad. Tengo que llevar los caballos para la tratta. Espérame. Pensaremos algo. Confía en mí.
—¿Y tú puedes prometerme algo a mí? Deja de hacer esto más difícil de lo que es —respondió ella. Archer tenía que dejar que se alejara, por el bien de todos.
«Deja de mostrarme lo que es posible entre un hombre y una mujer. Tienes que dejar de tentarme con un futuro que no existe. Tienes que dejar de hacer que te quiera».
Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso. Ya lo quería, y ese pensamiento la siguió hasta su casa. Se había enamorado de Archer Crawford. Eso no debería haber sucedido. Se suponía que él solo iba a ser un extraño que calmaría su deseo, que satisfaría su curiosidad, que le proporcionaría satisfacción. Ella no esperaba que ocurriera nada de lo que había ocurrido. Él solo era parte de un experimento, parte de una discreta rebelión. No se suponía que Archer fuera a formar parte de su futuro.