Tres

 

Era de la clase de mujeres por las que un hombre atravesaba una habitación, o una plaza, en aquella ocasión, y se dirigía directamente hacia él. Archer la vio acercarse. ¿Cómo no iba a ver a una mujer como aquella? Le caía una cascada de rizos negros y brillantes por la espalda, y tenía los ojos ligeramente rasgados, llenos de picardía y misterio. El traje mostraba el resto de su persona a la perfección. Le asomaba la camisola blanca por encima del escote cuadrado de su vestido verde claro, y las curvas de sus pechos descendían hasta una cintura esbelta y unas caderas que se balanceaban provocativamente. La sonrisa de sus labios daba a entender que aquel movimiento era deliberado. Sabía precisamente lo que estaba haciendo y lo que quería. Y, en aquel momento, su objeto de deseo era él.

Archer notó una descarga de adrenalina. Ella clavó sus ojos plateados en él, y él le sostuvo la mirada, transmitiéndole un mensaje: «Invitación aceptada». Se dio cuenta de que, a su alrededor, las mujeres perdían el interés por la llegada de aquella mujer. Ella había dejado claro su objetivo. Sin embargo, si tenía la intención de cazarlo, tal vez se llevara una sorpresa. Él no era de los que se dejaban dominar por una mujer.

Ella extendió la mano, y él sintió el impacto de su atención.

—Baile conmigo —dijo.

Archer tomó su mano y, en aquel momento, terminó su supremacía femenina. Por experiencia, él sabía que una mujer atrevida quería un hombre atrevido. Sin pestañear, la llevó hacia la zona de baile, posó la mano en su espalda y, sin decir una palabra, empezó a moverse al ritmo de una polka. ¿Quién necesitaba palabras, con unos ojos como los de aquella mujer, y con un cuerpo como el de aquella mujer, que comunicaba todo lo que ella pensaba y sentía? Ella movió la melena e inclinó la cabeza hacia arriba, para mirarlo. Archer sonrió, y ella respondió con otra sonrisa. Tenía los ojos muy brillantes y parecía que aquel baile la entusiasmaba.

Archer siguió moviéndose y dejó que el ritmo de la música se apoderara de ellos, manteniendo la mano en su espalda con confianza, como si fuera algo natural, como si ya hubieran hecho aquello antes. Sabía bailar, sabía cómo avanzar por un espacio abarrotado de gente. Ella también sabía cómo hacerlo, y reconoció su habilidad con deleite. La alegría que irradiaba era embriagadora. Bailaba con el corazón, con el alma, y eso le infundió entusiasmo a Archer, le empujó a bailar con desenfreno.

Al borde de aquella pista de baile improvisada, él hizo que ambos giraran bruscamente, y la fuerza del movimiento hizo que sus cuerpos entrechocaran y perdieran la distancia. A ella le latía el pulso con fuerza en el cuello, por el ejercicio de la danza y, posiblemente, por algo más. La muchacha se rio. Claramente, también notaba aquella conexión salvaje que había surgido entre ellos aunque no hubieran hablado ni una sola vez. El baile era demasiado rápido y les faltaba el aliento para mantener una conversación, y estaban demasiado enamorados de aquel momento como para pronunciar palabras.

¡Y qué momento era aquel! Archer pensó que no iba a olvidarlo nunca. La mayoría de los momentos que conformaban una vida, miles y miles de ellos, caían en el olvido. ¿Por qué aquel momento con una extraña que lo había atraído al baile con una sonrisa era distinto a todos los demás, y más valioso?

La música estaba terminando. Él hizo un último giro, memorizando con su cuerpo la suave curva de la cadera de aquella mujer y la rectitud de su espalda bajo su mano, y mirando discretamente las elevaciones de su pecho bajo el corpiño de encaje. Ella también lo estaba mirando a él, estudiando su cuello y su garganta. Aquello era la magia del verano en su punto álgido: una mujer bella entre los brazos, música y baile, un cielo lleno de estrellas y un viaje que continuar. En aquel instante, se sintió como un rey. Inclinó la cabeza hacia el cielo y soltó un grito de victoria. Y lo supo.

Supo por qué iba a recordar aquellos momentos: porque estaba tan vivo, y ella estaba tan viva… Porque tenían la respiración entrecortada y se estaban riendo, bebiéndose los placeres sencillos de la música y el baile bajo las estrellas, y del aire cálido que los rodeaba. ¿Podía ser mejor la vida? Mantuvo la mano en su cintura, y miró su rostro, deteniéndose brevemente en sus labios. Aquella mujer conocía el placer. Era obvio, con aquel cuerpo y aquellos ojos, con su forma de mirarlo, con el atrevimiento de su invitación. El resto de la plaza podía haber desaparecido, porque él solo podía verla a ella.

Archer habló en voz baja, sin apartar la mirada de la curva sensual de sus labios.

—¿Quién es usted, bella signora?

Eran las primeras palabras que le decía. Ella sabría que no era italiano, porque lo notaría en su acento. Sin embargo, tal vez su lugar de origen no tuviera importancia para lo que querían el uno del otro.

—Yo me llamo Archer.

—Yo, Elisabeta.

Entonces, ella le devolvió sus señales mirándole fijamente los labios. Él se excitó al darse cuenta de que ella había entendido la negociación, y de que aceptaba. Iban a ser, tan solo, Elisabeta y Archer. Sin apellidos, sin forma de volver a encontrarse cuando se separaran. No habría ataduras que los unieran más allá de la inmediatez de su aventura.

—Bueno, Archer… —dijo ella, con una sonrisa—. Pues has aparecido en el momento justo.

Él notó que el calor se intensificaba en su cuerpo.

—¿En el momento justo para qué?

Ella le lanzó una mirada de picardía.

—Para las fresas —respondió ella—. ¿Y he mencionado que también habrá nata?

A Archer no se le pasó por alto la insinuación. Iba a conseguir lo que quería. Entre el baile, la calidez de aquella noche de verano, la euforia de haber llegado por fin a su destino y el hecho de tener a aquella belleza seductora entre los brazos, su cuerpo estaba preparado para recibir placeres más íntimos. Tenía todos los motivos para hacer una celebración. No había sido fácil hacer aquel viaje desde París él solo. Había tenido que marcharse antes de la repentina boda de Haviland, y no había tenido más remedio que renunciar al verano en Suiza con Nolan y Brennan. El tiempo era muy importante si quería llegar a Siena antes del Palio de agosto. Desde el principio, sabía que no podría ver la primera carrera, que se celebraba en julio.

El viaje había sido duro, y las posadas de Italia, más duras aún. Sin embargo, todo había merecido la pena en el momento en que había entrado por las puertas de la ciudad y había visto las calles iluminadas y la fiesta en auge, como si la hubieran celebrado por él. Había dejado a Amicus y su equipaje en un establo, y se había dirigido hacia la plaza central con la esperanza de que alguien le indicara cómo llegar a casa de su tío. La plaza estaba tranquila, pero había seguido la música hasta aquel vecindario y había encontrado algo más que indicaciones. Llevaba allí menos de cinco minutos cuando aquella belleza de ojos plateados se le había acercado para bailar con él. En aquel momento, mientras la seguía por la plaza, no tenía ninguna duda de adónde iba aquello: hacia las mesas de la comida y hacia un lugar silencioso en la oscuridad, más allá de las luces.

A Archer le gruñó el estómago, y sonrió. No podía ignorarlo. Elisabeta sonrió y le pasó un plato. Le señaló cada una de las bandejas de comida y le ofreció una explicación mientras él iba asintiendo. Mientras que todos sus amigos habían estudiado francés, él había estudiado italiano, y su madre se había ocupado de que tuviera tutores italianos. Y, en aquel momento, le estaba siendo muy útil, aunque solo fuera para hacer sonreír a aquella mujer.

—Risotto alle fragole, polenta con fragole, ravioli… —ella fue enumerando los platos, y sirviéndose a sí misma mientras avanzaban. Al final de la mesa había un enorme cuenco lleno de fresas y otros cuencos llenos de nata, junto a varias tartas. Elisabeta le sonrió mirando hacia atrás por encima de su hombro. Los ojos plateados le brillaban de deleite.

Archer se sirvió de todas las bandejas. Solo el olor habría sido suficiente persuasión como para probar las nuevas comidas, pero la sonrisa de Elisabeta le robó cualquier reserva que pudiera tener. Su forma de mirar a un hombre, la forma en que sus ojos lo observaban con admiración… Él hubiera sido capaz de comer gusanos por ella. Después de servirse la comida, se sirvieron vino de unos barriles y tomaron algunas rebanadas de pan oscuro para añadir a sus platos.

Ella lo condujo hasta un lugar tranquilo de la plaza, donde la luz de las farolas no iluminaba demasiado, y donde la música no impedía la conversación. Había privacidad en la penumbra.

—Es el festival de la fresa, por si no te habías dado cuenta —dijo ella, entre bocados—. Lo celebramos todos los años. La mayoría de los platos de la fiesta se cocinan con fresas.

—Está delicioso —dijo Archer, y tomó otro poco de risotto.

Verdaderamente, era delicioso. La comida estaba muy rica y caliente. Nunca había comido nada tan bueno como aquello; ni siquiera podía comparársele la excelente comida de París. Tomó un sorbo de vino, dejó que su lengua captara aquel sabor con cuerpo que resultaba un complemento perfecto para la comida.

Cuando su plato estaba casi vacío, ella lo tomó y lo dejó aparte. Su voz fue un susurro sensual.

—Ahora, el dulce —dijo, y manchó una fresa con un poco de nata del cuenco. La puso frente a los labios de Archer—. Lame —le ordenó, mientras él tomaba la fresa entre los dientes, y probaba la dulce nata con la lengua, hasta que sus miradas se quedaron atrapadas la una en la otra y ella formó una palabra erótica—: Muerde.

Los dos podían jugar a aquel juego. Archer tomó una fresa y la manchó con nata antes de ofrecérsela, y le hizo una sugerente invitación:

—Chupa.

Ella tomó la fresa con la boca, y pasó la punta de la lengua por sus dedos sin apartar la mirada, transmitiéndole un claro mensaje: «Eres el siguiente». A Archer se le secó la garganta. Iba a encantarle Siena, estaba seguro.