Catorce

 

 

 

A Genevra no le gustó nada la expresión de Ashe cuando llegaron a Bedevere. La mirada que le dirigió cuando se bajó de la yegua y le dijo que iba a volver a Seaton Hall fue dura y autoritaria.

—Creo que deberías quedarte —replicó él lacónicamente—. Quiero hablar con el mozo de cuadras y luego, tú y yo tenemos que hablar de algo que hemos pospuesto.

A Genevra, el tono no le gustó más que su mirada.

—Creo que debería irme.

Si se quedaba otra noche en Bedevere, podía acabar pasando otra noche con Ashe. Aunque la perspectiva tenía sus atractivos, no era lo que había acordado consigo misma. La noche anterior fue un momento de placer, una curiosidad satisfecha, que no iba a repetir.

—Entra y lávate. Yo iré enseguida. Intenta no asustar a mis tías.

Él no había hecho caso de lo que ella quería hacer y Genevra se enfureció más por su arrogancia.

—No vas a despacharme así.

Los ojos de Ashe brillaron como si fuesen dos ascuas verdes.

—Lo haré por el momento. Si quieres ponerme verde, podrás hacerlo en el despacho dentro de media hora.

Genevra tomó una bocanada de aire para dominar la ira. Cedería momentáneamente, pero estaría esperándolo.

 

 

Ashe se dio prisa y fue él quien esperaba en el despacho. Estaba sentado detrás de la enorme mesa y tenía todo el aspecto de ser el hijo del conde. Aunque había tenido poco tiempo, se había cambiado de ropa. Al mirarlo, nadie podría adivinar que había tenido un accidente con el carruaje hacía unas dos horas. Ella esperó tener un aspecto parecido. Solo había podido cambiarse de vestido y arreglarse el peinado.

—¿Has sido provechosa tu conversación con el mozo de cuadras?

Genevra se sentó enfrente de él y se sintió como si fuese a suplicar unas migajas a su arrendador, pero no iba a dejarse intimidar ni por la mesa ni por al apuesto hombre que estaba al oro lado. Era una empresaria. Sin embargo, todos sus planteamientos mentales no evitaron que sintiera cierto cosquilleo en las entrañas cuando lo miró.

—Bastante —contestó él enigmáticamente.

Su tono era frío y autoritario. Ella supo que iba a ser obstinado.

—No creo que fuese un accidente, Genevra.

Eso era más grave. No la había llamado «Neva».

—El mozo de cuadras me ha dicho que la calesa estaba perfectamente cuando enganchó al caballo. También me ha confirmado lo que me contaste, que usaste la calesa con regularidad. También me ha dicho que nadie se acercó a la calesa esta mañana, salvo él mismo. Lo que no es de extrañar... —Ashe dejó escapar una risa burlona—. No es que tengamos muchos mozos de cuadras...

Ella frunció el ceño.

—Eso parece indicar que sí fue un accidente. Lo cual, se contradice con lo que acabas de afirmar hace un momento.

—Los americanos sois muy impacientes. Déjame terminar. Lo que indica es que alguien manipuló la rueda mientras estábamos en el pueblo. Perdimos de vista la calesa durante un buen rato. Habría sido muy fácil. No había nadie por allí, todo el mundo estaba con nosotros.

—De acuerdo —Genevra se cruzó las manos encima del regazo—. Si eso es verdad, ¿por qué iba a hacer alguien algo así?

A ella le parecía que Ashe veía malvados donde no los había. Sus conclusiones eran bastante exageradas. Ashe le clavó una de sus miradas fulminantes.

—Tú eres quien tiene un pretendiente ultrajado y el cincuenta y uno por ciento del fideicomiso. ¿Por qué no me lo dices tú?

—¿Henry? ¿Crees que lo ha hecho Henry? —preguntó ella con incredulidad—. Estuvo todo el día en una reunión. Además, no creo que ni siquiera sepa cómo funciona una rueda. A tu primo le gustan los libros. No es de los que se manchan las manos.

—Es de los que pagan a alguien para que lo haga. No creo que lo hiciera Henry con sus manos, pero sí creo que lo más probable es que él esté detrás de todo esto.

—Lo crees porque te desagrada —Genevra sacudió la cabeza.

—Algunas veces, nuestros ojos nos engañan —Ashe tomó un pisapapeles entre las manos—. Olvídate de lo guapo que es, de su pelo rubio y de su sonrisa aniñada. Piensa en los datos, Genevra. Viste cuánto se enfadó cuando Marsbury leyó el testamento. Evidentemente, había esperado más. Ha intentado conseguir más pidiéndote que te casaras con él. Tú lo has rechazado y le has cortado su última posibilidad de conseguir el dominio de la hacienda...

—Estás disparatando, Ashe —le interrumpió Genevra—. ¿Por qué iba a meterse en ese jaleo por una hacienda que no será suya cuando muera Alex? Saque lo que saque, será provisional. Tú acabarás siendo el conde.

—Si no muero antes. Henry necesita que Alex viva. Viva o muera, Henry puede hacerse con el control, pero, en este momento, es mejor que Alex viva. Mientras yo esté vivo, Alex estará a salvo. Henry no quiere arriesgarse a que yo herede porque, con la poca participación que tiene, su control de la hacienda desaparecería.

Genevra captó enseguida las consecuencias.

—Sin embargo, si mueres, Alex ya no le sirve a Henry.

—Efectivamente. Entonces, Alex sería prescindible. Sería un obstáculo para que Henry tuviera el control absoluto y el título.

Ashe se levantó y abrió un cajón de la librería acristalada que había en la pared. Sacó un papel enrollado, lo extendió y lo puso sobre la mesa con un pisapapeles en cada extremo.

—Mira esto, Genevra, y recibe tu primera lección de derecho hereditario inglés.

Ella se levantó, se puso a su lado y miró las líneas que él señalaba con un dedo.

—Este es mi padre, Richard Thomas. Tiene dos hermanas, Lavinia y Mary. Lavinia no tuvo hijos. Mary, la madre de Henry, tuvo un desdichado matrimonio con un noble de esta zona, Steven Bennington. Los dos murieron hace unos años y le dejaron a Henry una pequeña residencia. Solo queda la línea de mi padre. Es el conde, se casa y tiene dos hijos. Todo parece encauzado. Sin embargo, en estos momentos, Alex está incapacitado y solo quedo yo. Henry, como único varón y sobrino de mi padre, es el siguiente en la línea sucesoria —Ashe la miró con ironía—. Como verás, la muerte y la vida implican muchas cosas.

—Eso no me convence de que Henry sea un asesino. Solo me convence de que la primogenitura es complicada.

—La vida de un hombre depende de su orden de nacimiento —Ashe enrolló el papel y luego lo guardó.

En el comentario de Ashe había algo hiriente, una fractura. Por un momento, el aristócrata autoritario dejó paso al hombre enigmático que ella había vislumbrado.

—En América, creemos que un hombre puede ser lo que él quiera —replicó ella con una sonrisa delicada.

—Aun así, abandonaste esa tierra de promisión —el aspecto más implacable de Ashe había vuelto y le indicó a ella que se sentara—. Creo que no has captado el fondo de esta conversación. Te lo explicaré. Estoy en peligro porque me interpongo en el camino de Henry. Tú lo has rechazado y le has quitado la única manera legítima de conseguir el dominio de la hacienda. Ahora, tú también estás en peligro. Si desaparecemos los dos, Henry se queda con nuestras participaciones. Lo que no ha podido conseguir con el matrimonio, puede conseguirlo con la muerte.

—Me alegro de no tener una imaginación tan truculenta. ¿Todos los ingleses pensáis en las mil maneras que tienen vuestras familias de liquidaros? Tenéis que ser unos paranoicos encubiertos...

Genevra se levantó para marcharse. Ya había oído bastante. Ashe también se levantó y la agarró del brazo por encima de la mesa.

—No hemos terminado. Siéntate.

—Quiero volver a mi casa antes de que haya anochecido.

Ashe abrió un cajón de la mesa con la mano que le quedaba libre, sacó un sobre y lo dejó encima de la mesa.

—No pensarás lo mismo cuando hayas leído esto.

Genevra se sentó y miró el sobre con escepticismo. Era la carta que había llegado el día anterior desde Londres. Sintió un nudo gélido en el estómago.

—Tu despacho tiene unas cosas muy interesantes en sus cajones —comentó ella abriendo el sobre y desplegando la carta—. Árboles genealógicos, cartas de Londres...

—Somos muy minuciosos —replicó él en tono cortante.

—Ya lo veo —dijo ella con la misma frialdad mientras leía la carta.

La primera frase no presagiaba nada bueno. «La mujer en cuestión...» Esa mujer, evidentemente, era ella. La había investigado... Leyó la carta con una furia contenida.

—No tengo nada que temer de esta carta. Mi marido está muerto y eso está aclarado desde hace tiempo.

—Nada salvo un escándalo considerable si se destaparan todos los detalles. Su muerte no fue tan sencilla como si lo hubiese atropellado una carreta o se hubiese caído de una escalera.

No. Él llegó la noche anterior borracho y furioso y la culpó por otro negocio fallido. Rompió una vidriera y una pieza de porcelana. También la persiguió y ella temió por su integridad física. Pasó la noche en la casa de su padre, pero él fue a buscarla a la mañana siguiente resacoso, desaliñado y pidiendo más dinero. Entonces, ella lo amenazó con el divorcio y dos sirvientes de su padre tuvieron que sacarlo de la casa. Ella se quedó en los escalones de la entrada observándolo todo. Fueron algo violentos y lo arrojaron a la calle. Él se levantó, la maldijo, se tambaleó y se cayó de espaldas en medio del bullicioso tráfico de carretas de un lunes por la mañana. Naturalmente, la familia de él la culpó. Dijeron que podía haber sido ella quien lo empujó, que ella había provocado su desequilibrio mental. Dijeron que había estado desequilibrado y ella quiso gritar que llevaba bastante tiempo desequilibrado.

—Ya sabes la verdad —dijo ella en tono gélido mientras dejaba la carta en la mesa—. Querías saber qué estaba haciendo aquí y ya lo sabes. ¿Es gratificante para ti?

Ashe no se inmutó por su ira contenida, se quedó mirándola con sus ojos verdes.

—Tienes razón, no tienes nada que temer de la carta. No hay ningún delito, pero sí hay un escándalo. Un escándalo que podría ser embarazoso si se supiera.

Genevra apretó los puños.

—Si quieres chantajearme, es que eres un canalla mucho peor de lo que me imaginé al principio.

—No, no pienso hacer nada. Solo quiero que te des cuenta de que si yo he podido saberlo, Henry, también. No creo que sus motivos vayan a ser tan limpios.

—¿Limpios? —ella arqueó las cejas—. Si me explicas tus motivos, a lo mejor puedo entender lo que consideras limpio.

—Déjalo, Genevra. Basta con que te diga que no quería nada deshonroso.

—No, no voy a dejarlo. Me has investigado a mis espaldas y quiero saber por qué.

—Quería saber si Bedevere corría algún peligro contigo. Quería saber si habías engañado a mi padre de alguna manera para quedarte con una porción de Bedevere.

—Creías que era una cazafortunas...

Genevra se tapó la boca con las manos por el espanto.

Ya insinuó lo mismo la primera noche en el invernadero. Sin embargo, oírselo decir tan claramente era distinto. Era la peor acusación que podía hacerle.

—No quería atormentarte.

También podría haberle dicho que ya se lo había advertido.

—No lo entiendes, Ashe —replicó ella dominando la ira—. Acabas de acusarme de lo mismo que aborrecí de mi marido.

 

 

Había salido muy mal. Ashe se pasó los dedos por el pelo. Ella estaría guardando sus cosas para volver a Seaton Hall, que todavía olería a pintura. No podía reprochárselo. Para ser un seductor, lo había hecho muy mal. Ashe dobló la carta, la metió en el sobre y la guardó en el cajón. Solo quería haberle demostrado que guardar secretos era peligroso. Si Henry se enterara, podría chantajearla para que se casara con él. Eso era un escándalo que ella querría evitar. Perjudicaría a su naviera y, desde luego, la perjudicaría si alguna vez quisiera entrar en la vida social de Londres. Henry no vacilaría en utilizarlo para presionarla.

Sin embargo, ella no lo había creído, ella no creía que Henry fuese peligroso. Ese era el problema. Nadie lo creía hasta que era demasiado tarde. Miró por el ventanal y oyó un ruido en el sendero de entrada. El carruaje de Genevra estaba preparado. Ella bajó apresuradamente los escalones y el carruaje se alejó. Se había marchado... por el momento. Su cuerpo lo lamentó. Ya no podría pasar una noche de pasión con ella. La noche anterior había sido extraordinaria, mucho más que una seducción física. No había pensado en casi nada más durante todo el día. Pensaba en ella incluso cuando hablaba con los arrendatarios y los comerciantes. Las mujeres del pueblo la admiraban, lo comprobó al ver cómo le enseñaban a sus hijos y la rodeaban. Cada vez que la miraba, tenía un bebé en los brazos o un niño en el regazo.

Los bebés... Ashe estaba convencido de que su padre quería que se casaran. ¿Sabía que Genevra creía que no podía tener hijos? Casarse con ella significaría el final de la dinastía Bedevere. Si ella tenía razón, naturalmente. Sería absurdo hacer el sacrificio de casarse para salvar Bedevere y no tener un heredero que lo salvara. Sin embargo, el presente podía ser más importante que el futuro. Casarse con ella empezaba a ser la única solución. No solo por el bien de Bedevere, sino por el bien de ella misma, aunque ella no quisiera darse cuenta.

Esperaba que no fuese una lección que ella tuviera que aprender por las malas. Casarse con él la alejaría de las garras de Henry. Ella ya no sería un obstáculo para hacerse con el control y toda la responsabilidad recaería únicamente en él. Si Henry ansiaba Bedevere, tendría que pasar por encima de él y solo de él. Eso significaba que tenía que proteger a Alex, a sus tías y, sobre todo, a Genevra, lo quisiera ella o no.