Cinco

 

 

 

Henry deseó fervientemente que algo lo distrajera. Que un pájaro se golpeara contra los cristales de la puerta doble de su benefactor, que un sirviente derramara el café caliente en el regazo de alguien... Cualquier cosa que hiciera que el caballero dejara de mirarlo. El desayuno no era su momento preferido del día y menos cuando tenía que dar malas noticias. Todos los ojos estaban clavados en él. El desayuno había terminado hacía tiempo y había llegado el momento de comentar al asunto por el que los había invitado su anfitrión, un tal señor Marcus Trent.

—Muy bien, señor Bennington, ya hemos tomado salmón y jamón, ahora, cuéntenos qué tal fue la lectura del testamento. ¿Tiene el pleno dominio del fideicomiso?

Trent era un hombre sonrosado y con modales algo toscos pulidos en el mundo del comercio. Su sentido del honor y de la competencia se había pulido en un mundo distinto, en un mundo más sombrío y peligroso, donde uno tomaba lo que quería a punta de navaja si era necesario. Trent no era un caballero, por mucho que viviera rodeado de riqueza y objetos valiosos. Desde el principio de su asociación, Henry había sabido que no debía atentar contra el buen humor de Trent, pero se temía mucho que estaba a punto de hacerlo.

—Hay una buena noticia —empezó Henry con desenfado—. Mi tío, efectivamente, ha constituido un fideicomiso para que administre la hacienda, como predije.

Ellos tenían que recordar que había acertado en algo. De no haber sido por él, ellos ni siquiera tendrían esa oportunidad.

—¿Quién es el fideicomisario, Bennington? —preguntó Trent entrecerrando los ojos peligrosamente.

Henry miró a los otros cuatro hombres y captó su creciente preocupación y, en consecuencia, su creciente desconfianza en él. Él era el único ajeno a todos ellos. Esos cinco hombres ya habían hecho negocios juntos.

—Somos tres fideicomisarios; mi primo Ashe, la americana, es decir la señora Ralston, y yo mismo. Todos tenemos un porcentaje.

—¿Cuál es su porcentaje? —le preguntó el señor Ellingson, el contable del grupo.

—El cuatro por ciento —contestó Henry con orgullo fingido.

Había pasado toda la noche pálido por semejante nimiedad. ¿Cómo se atrevía su tío a recompensarlo que esa menudencia después de haberle dedicado un año? Sin embargo, no estaba dispuesto a que esos inversores sin escrúpulos notaran su decepción. Siguió detallándoles las participaciones que había dado a Ashe y Genevra mientras Ellingson lo miraba pensativamente y hacía cuentas en la cabeza.

—No es lo que acordamos —intervino Trent cuando Henry terminó—. Usted dijo que el señor Bedevere no volvería, que querría vender su participación, que tendría suerte si recibía alguna participación cuando usted hubiese conocido a su tío.

Los cinco hombres murmuraron entre sí y Henry sintió ganas se retorcerse en la silla. Se había equivocado con Ashe y ese era el motivo de sus problemas. Había apostado a que Ashe no volvería.

—Solo puede hacerse una cosa —dijo Ellingson—. Bennington tiene que casarse con la viuda Ralston. El matrimonio le concederá la mayoría. Él recibirá el porcentaje de ella por el matrimonio y conseguirá el cincuenta y cuatro por ciento.

Trent asintió con la cabeza.

—La joven Ralston es perfecta.

A Henry se le heló la sangre un poco más por el rumbo que estaba tomando la conversación. Iban a obligarlo a casarse como si eso no tuviera ninguna importancia.

—Existe la posibilidad de que ella no quiera —apuntó Henry.

Se oyó una carcajada estruendosa de todos los asistentes.

—Bennington, usted es demasiado atractivo para que no quiera —el hombre que tenía al lado le dio unas palmadas en la espalda y Trent tiró una bolsa con monedas sobre la mesa—. Cómprele alguna fruslería bonita y deje el asunto zanjado. Solo nos falta un «sí, quiero» para conseguir una riqueza inimaginable. Sería una lástima vacilar en el último momento —Trent miró a los demás—. Volveremos a reunirnos dentro de una semana para ver cómo avanza nuestro joven Romeo.

Henry sonrió y se guardó la bolsa con monedas, pero captó la insinuación de Trent. Tenía una semana para conseguir la promesa de matrimonio con una mujer con la que no se habría casado voluntariamente. Tomó el largo camino a su casa e intentó que los planes se le asentaran en la cabeza. Se cambiaría y luego iría a visitar a Genevra. La idea de perseguirla le dejaba un regusto amargo en la boca. Había cultivado su amistad durante la enfermedad del conde porque eso complacía al anciano, quien le había tomado mucho afecto. Sin embargo, él había comprobado enseguida que ella no se callaba nada y que sería una esposa muy poco sumisa. Nunca le concedería el control absoluto de su dinero, aunque se enamorara de él. Tendría que pedirle cada chelín que quisiera. Sería como volver a pedirle una asignación a su padre. Sin embargo, compensaría, había mucho que ganar.

Hacía cuatro años se hizo una prospección en las tierras de Bedevere y, como él sospechaba, se encontró una muestra de lignito que indicaba que había una considerable cantidad de carbón bajo tierra. Podía ser el yacimiento de carbón más abundante de Audley, una zona de Staffordshire que no solo era famosa por sus jardines y su lúpulo, sino que también era famosa por sus minas de carbón. La posibilidad de conseguir tanta riqueza exigía un esfuerzo extraordinario y los hombres con los que se había asociado no temían llegar hasta el final. Sin embargo, hasta el momento, él era el único que había hecho algo. Aparte del dinero que había aportado el grupo de Trent, todos los riesgos los había corrido él. Ellos no habían pasado un año adulando al viejo conde ni iban a tener que casarse.

Tenía que centrarse en el objetivo. Iría a cortejarla teniendo muy presente que el purgatorio de las consecuencias duraría muy poco.

 

 

Había sido un día espantoso y solo eran la dos. Ashe se pasó una mano por el pelo sin importarle que fuese a despeinarse y se dejó caer contra el respaldo de la butaca de cuero. Al menos, en su despacho tenía la intimidad que necesitaba para pensar. Tenía mucho que pensar y no sabía por dónde empezar. Había pasado la mañana repasando la contabilidad de la hacienda e intentando decidir por dónde debería empezar, dando por supuesto que encontraría algo de dinero. ¿Empezaba por los jardines o empezaba por las habitaciones que más se usaban? Quizá no debiera empezar por la casa. Quizá debiera empezar por los campesinos arrendatarios para que generaran ingresos. Se sujetó la cabeza entre las manos. No sabía nada sobre cómo se administraba una hacienda y tampoco podía preguntárselo a nadie, excepto a Henry. Antes que pedírselo a él, nevaría en el infierno. Ashe cerró el libro de cuentas forrado de cuero. Las cifras de las columnas no cuadraban y había facturas pendientes. Era casi imposible que se consiguiera tan poco por los caballos que se vendieron el otoño anterior. La cantidad anotada en el libro era la mitad de lo que valían. Su padre tenía ganado de primera calidad y sabía lo que valía.

Ashe se apartó un poco de la mesa. No había desperdiciado completamente la mañana. Había hecho lo que había podido en lo referente a las facturas, había escrito a los mayores acreedores de Bedevere y les había dicho que sus deudas se saldarían pronto. No sabía cómo iba a saldarlas, pero ellos tampoco tenían por qué saberlo.

También había mandado algunas cartas a Londres. Una fue un mensaje privado a Jamie Burke, su mejor amigo, para pedirle que indagara sobre Genevra Ralston, en el supuesto de que alguien hubiese oído hablar de la americana. Era casi imposible que esa cantidad de dinero hubiese pasado desapercibida independientemente de su nacionalidad. Si iba a tener que casarse con ella, quería saber quién era y si la acompañaba algún escándalo. Habría sido fácil ocultárselo a su padre, pero la señora Ralston comprobaría que él era un poco más avispado que su padre en asuntos mundanos. La segunda también trataba de dinero. Preguntaba sobre la posibilidad de recibir un préstamo, aunque fuese una pregunta que parecía inútil. Si no podía demostrar que era el fideicomisario dominante, ningún banco le adelantaría dinero.

¿Por qué se preocupaba tanto? Le preguntó su parte más escéptica. Si no iba a conseguir la hacienda, ¿qué podía importarle que quedara hecha una ruina? Si la quería Henry, que él buscara una salida. Si la quería la señora Ralston, que le comprara su participación. Sin embargo, su parte íntegra le contestó que, a pesar de todo, era lo que tenía que hacer. Era su casa y se había pasado la vida demostrándole a su padre que se había equivocado. Quería demostrarle que también se había equivocado en eso. Su padre y él habían tenido diferencias y esas diferencias los separaron hacía años, pero no podía creerse que su padre lo odiara tanto y creyera tan poco en él como para arrebatarle Bedevere. Aunque también era verdad que su padre nunca había pensado que perdería a Alex. Su padre nunca había tenido que plantearse dejarle Bedevere a él. Si pudiera hablar con su padre una vez más para intentar explicarle por qué tuvo que marcharse...

Su parte escéptica no se quedó satisfecha. Si quería salvar Bedevere, tenía que dejar de darle vueltas a unos libros que no entendía y empezar a engatusar a esa preciosa y rica heredera de Seaton Hall. Necesitaba dinero y ella tenía montones.

Genevra Ralston... Todos sus misterios mantendrían ocupado a cualquier hombre. ¿Era una mujer que se ocultaba o que buscaba un título como fuese? Daba igual, cualquiera de las dos cosas auguraba problemas. La cuestión era cuántos problemas estaba dispuesto a soportar a cambio de su dinero. Los problemas estaban garantizados y la noche anterior lo había dejado muy claro. No había podido imaginarse que ella reaccionaría tan ardientemente. Él solo había querido avisarla de que estaba jugando con un hombre que le quedaba muy grande. Conocía a las mujeres y conocía sus maniobras. Que las amara no quería decir que confiara en ellas. Eran tan implacables como los hombres cuando querían salirse con la suya.

Le dolía la cabeza. La hacienda no era lo único que había que resolver. Había sensaciones que no había esperado sentir y respuestas que necesitaba saber como fuera. ¿Qué había pasado realmente en Bedevere durante su ausencia? ¿Qué le había pasado realmente a su hermano? Tenía que encontrar un momento para ver a Alex, aunque era algo que le espantaba.

Una llamada en la puerta lo sacó de su ensimismamiento y Melisande asomó la cabeza.

—Ashton...

Solo sus tías lo llamaban así. No lo llamaban «Ashe» como las mujeres de Londres que aseguraban que podía derretirlas con una mirada de sus ojos verdes.

—Llevas horas encerrado ahí —siguió ella en un tono de preocupación—. Deberías salir a montar a caballo. En esta época del año, nunca se sabe cuándo puede empeorar el tiempo.

Ella se sentó enfrente de él. La butaca era grande y pareció como si se hubiese tragado a su menuda tía. La edad hacía que pareciera más pequeña de lo que recordaba, pero no menos perspicaz. Miró los libros de cuentas.

—¿Estás aclarándote? —preguntó ella esperanzada.

Quería oír que todo se solucionaría, que había encontrado una partida de dinero oculto o que había un error contable que volvería a hacerlos ricos. No pudo reprochárselo. Era lo mismo que había esperado él cuando se sentó a repasar los libros esa mañana porque seguía sin poder creerse que la prosperidad de Bedevere se hubiese esfumado.

—No había milagros en los libros —contestó él con una sonrisa cariñosa—. Sin embargo, te prometo que nosotros haremos nuestros milagros.

Encontraría la manera de cumplir su promesa a pesar de todas las promesas incumplidas, o cumplidas a medias, que tachonaban su pasado. Tenía que enmendar muchas cosas. Empezaba a darse cuenta de que no era el único que había pagado las consecuencias de sus decisiones.

—Genni será nuestro milagro, Ashton —afirmó Melisande con un convencimiento carente de todo el escepticismo de Ashe al respecto.

Él no quería discutir con su tía ni sabía qué sabían sus tías sobre el testamento. ¿Hacía ese comentario por su descarada labor como casamentera o porque sabía que la sagacidad empresarial de «Genni» salvaría la hacienda? Ashe se encogió de hombros, pero eso no le bastó a su tía, quien se inclinó hacia delante.

—Todas apreciamos a Genni y tu padre tenía un concepto muy elevado de ella. Es la que queremos.

Nunca había visto esa contundencia en su delicada tía. Al menos, eso confirmaba sus intenciones. Se trataba solo de emparejarlos. No sabía la decisión de su padre.

—Es posible que ella no me quiera a mí...

—Te querrá. Puedes ser irresistible cuando quieres.

Eso lo avergonzó. Su tía recordaba el niño y el joven que fue y lo decía con toda la bondad de su corazón. No sabía lo «irresistible» que había llegado a ser ni cómo había «negociado» con esos encantos.

Melisande le acercó un pequeño paquete envuelto en un papel marrón por encima de la mesa.

—Como vas a salir a montar a caballo, había pensado que podías llevar esto a Seaton Hall. Puede ser un buen motivo para visitarla y disculparte.

—¿Disculparme? ¿Por qué, tía?

—Por lo que le hicieras anoche. Es demasiado considerada para decir algo, pero se marchó tan deprisa que supimos que había pasado algo. Ni siquiera tuve tiempo de darle esto. El corazón de una mujer siempre agradece una buena disculpa, Ashton. Tu tío abuelo siempre me encandilaba cuando lo hacía. Las mujeres pueden perdonar muchas cosas si un hombre se lo pide.

—¿Y si no lo hacemos? —preguntó él en tono burlón, mientras tomaba el paquete.

—Entonces, somos capaces de otras muchas cosas —Melisande le guiñó un ojo y se levantó para marcharse—. Le diré al mozo de cuadras que quieres tener el caballo preparado dentro de veinte minutos.

Ella se marchó y cerró la puerta. Él, soltó una carcajada. Su tía, de setenta y tres años, lo había manipulado a su voluntad. Ella, tan frágil y delicada...

 

 

Veinte minutos más tarde, Ashe se montó en Rex. No habría ido a Seaton Hall después de lo ocurrido la noche anterior, pero decidió, con cierta maldad, que sería muy interesante comprobar qué haría la impresionante señora Ralston después de la bofetada de anoche.

Empezó a galopar por los prados, saltó una tapia de piedra y disfrutó con el viento en la cara. Saltó otra tapia y dejó escapar un grito de felicidad. No había tapias así en Londres.

Llegó al camino que llevaba a Seaton Hall y puso a Rex al paso. En Londres nadie lo consideraba un caballero rural. Hacía mucho tiempo que él mismo tampoco se lo consideraba, pero había permanecido como una verdad en lo más recóndito de su ser. Debajo de las ropas elegantes y los refinados modales, era un fruto de las tranquilas tierras de Staffordshire. Staffordshire, como él mismo, le sorprendía muchas veces como un lugar lleno de contradicciones. Era una tierra minera e industrial, pero muchas zonas eran agrícolas y propicias para hermosos jardines, algo que, al parecer, Bedevere había olvidado durante muchos años, pero que, a juzgar por lo que estaba viendo, Seaton Hall había conservado provechosamente. Los papeles se habían invertido. Con el dinero y la esmerada supervisión de Genevra Ralston, Seaton Hall se había convertido en la joya del condado, mientras las malas hierbas se habían adueñado de Bedevere.

Entró en el sendero que llevaba a la casa y pudo apreciar el césped primorosamente cortado y los arriates que ya mostraban las primeras flores de primavera. Dentro de unos meses, esos arriates tendrían mil colores, como los tuvo Bedevere una vez. Sintió una punzada de envidia. Quería que Bedevere fuese así otra vez, pero eso era una necedad, al menos, ese año. No podía dedicar sus esfuerzos a tener un jardín precioso, cuando tenía facturas que pagar y bocas que alimentar. Si consiguiera un préstamo... En ese momento, todo dependía del dinero, hasta su hipotético matrimonio. Él, sin patrimonio, podía hacer muy pocas cosas. Cuando se hubiera casado con la señora Ralston, una infinidad de posibilidades se abrirían ante él, un motivo más para venderse a ese matrimonio que había elegido su padre.

Ashe suspiró. Cada vez había más motivos para casarse. Su deseo de ser libre y de elegir lo que quisiera cuando llegara el momento empezaba a parecerle insignificante y obstinado en comparación con las ventajas que podrían proporcionarle el matrimonio.

 

 

Una vez en la puerta, le comunicaron que la señora Ralston estaba en el jardín trasero y lo acompañaron a una luminosa sala donde podría esperarla. Si esa sala era representativa, a la americana estaba yéndole muy bien. Estaba recién pintada en un tono amarillo, los ventanales que daban al sendero de entrada tenían unas cortinas de un color azul como un cielo nocturno, los cojines que había sobre el sofá azul y amarillo eran tentadoramente mullidos y, lo mejor de todo, había un pianoforte pegado a la pared. Pasó las manos sobre el teclado para apreciar las afinadas notas. Si tenía las cuerdas Babcock, sería nuevo. Picado por la curiosidad, levantó cuidadosamente la tapa y miró dentro con una emoción creciente. Efectivamente, era moderno. No pudo resistirse. Se sentó y empezó a tocar. Era liberador. No había nadie que pudiera juzgarlo ni a quien impresionar. Estaba solo.