El señor Bedevere estaba allí. La simple idea hizo que sintiera una punzada de inquietud en su normalmente tranquilo estómago. ¿Qué se le decía a un hombre al que se había abofeteado? «¿Lo siento?» «¿Espero que no le duela mucho la mejilla?» Evidentemente, la bofetada no había conseguido el efecto deseado. No lo había disuadido de ir a Seaton Hall y allí estaba ella haciendo trabajos de jardinería con un vestido viejo e intentado olvidarse de que la noche anterior había existido. Si iba a encontrarse con Ashe Bedevere, tenía que tener buen aspecto. Se puso uno de sus vestidos favoritos, uno de muselina blanca y verde que hacía que se sintiera guapa y segura de sí misma. Luego, se cepilló el pelo para quitarse cualquier brizna de hierba que pudiera tener. Ese sinvergüenza de ojos verdes no tendría ningún motivo para tocarla, ni para quitarle una hoja de pelo. Bajaba las escaleras todavía pensando qué podía decirle cuando oyó la música. Era preciosa. ¿Sería un lieder? Era algo que ella no podía tocar, ni mucho menos. Nadie le había dicho que el señor Bedevere hubiese llevado a un invitado. Sorprendida, se quedó parada en la puerta. No había ningún invitado. El señor Bedevere estaba de espaldas a ella y lo aprovechó para volver a deleitarse con sus espaldas y el pelo ondulado que le caía por encima del cuello de la chaqueta. Era demasiado largo y seguía demasiado los dictados de la moda, pero le quedaba muy bien.
Cuando terminó de tocar, ella aplaudió. Él dio un respingo y se dio la vuelta en la banqueta.
—Siga, por favor.
Genevra se sentó en el sofá y agradeció que la música hubiese facilitado el encuentro.
—Me temo que no se toca mucho, pero me pareció que tenía que tener un piano para las veladas musicales. Aunque también tengo que confesar que todavía no se ha celebrado ninguna.
—Ya he tocado suficiente. Es un buen instrumento. Es nuevo, puedo saberlo por las cuerdas. ¿Toca usted, señora Ralston?
—Solo un poco —reconoció ella—, pero me alegro de que sea un buen instrumento.
—Acérquese, le enseñaré lo bueno que es.
Ashe fue a un costado y le hizo una señal para que lo acompañara. Ella no pudo resistirse a la emoción que transmitía él mientras miraba dentro de la caja y se acercó. Olía a viento y vainilla, una mezcla absolutamente embriagadora si se relacionaba con un hombre.
—Son cuerdas Babcock. Él las patentó hace unos años. Son más gruesas que las cuerdas antiguas y aumentan el volumen del sonido —Ashe pulsó una para demostrárselo—. Además, los fabricantes las cruzan en la caja para aumentar también la resonancia.
Ella debería habérselo imaginado al ver esas manos.
—Tiene muchos talentos, señor Bedevere. No lo sabía.
—Por favor, llámame Ashe si no te importa.
Genevra volvió a captar el peligroso tono de la noche anterior.
—Claro.
Ella decidió no preguntar, no quería estropear esa tregua después de lo ocurrido.
—¿Te quedarás a tomar el té?
Ella fue a tirar de la campanilla sin esperar la respuesta. Estaban en Inglaterra y todo el mundo se quedaba a tomar el té.
—Te pido disculpas por haberme presentado tan repentinamente, pero tengo algo para ti.
Ashe se sentó y le dio el paquete. ¿Era un regalo para ella? ¿Sería una disculpa por su comportamiento? Un caballero haría algo así. Sintió un cosquilleo en las entrañas mientras lo desenvolvía. A la luz del día, parecía muy cortés.
—Melisande me ha pedido que lo trajera.
—Claro.
El cosquilleo desapareció. Naturalmente, no era de él. No era un caballero y los hombres abofeteados no llevaban regalos. Genevra sonrió para disimular el error que había cometido.
—Será el último patrón de bordados de Melisande —comentó ella extendiendo el paño—. Dile que es precioso. Esta primavera se venderá muy bien.
—¿Cómo dices?
Lo había pillado desprevenido y arqueó las cejas mientras entrecerraba los ojos.
—¿No te lo han contado? —preguntó ella doblando el paño—. Tus tías venden sus labores en los mercados de la zona. Cook, la cocinera, incluso manda mermeladas. El verano pasado les fue muy bien.
—¿Mis tías venden cosas en el mercado como si fuesen comerciantes? —preguntó él con una mezcla de incredulidad y furia.
—Sí, como comerciantes —contestó ella sin inmutarse—. En realidad, como la mayoría de las personas normales. No todos vivimos en ese mundo enrarecido de un caballero británico que se pasea por Londres buscando diversión.
Ashe apretó los dientes. La tregua alcanzada con la música se había esfumado.
—¿Quién tuvo esa idea? —preguntó él pasando por alto las demás insinuaciones.
—Yo —contestó ella alegrándose por la llegada de la bandeja con el té.
Sin embargo, Ashe no estaba dispuesto a darse por satisfecho como habría hecho un caballero.
—¿Puede saberse por qué propusiste algo así?
Él no disimuló la incredulidad mientras tomaba la taza que le había ofrecido ella con mucho cuidado de no rozarle los dedos.
—No tenían dinero y usted estaba desaparecido, señor Bedevere —contestó ella con cierta indignación—. Tenían que hacer algo y eso estaba muy bien. Eran demasiado orgullosas como para aceptar un penique mío. Para que lo sepa, a la gente le gusta comprar cosas de la nobleza. Es un buen planteamiento comercial. Es mucho más emocionante comprar un pañuelo bordado por una noble auténtica.
—Espero que también sea mucho más caro —añadió él arqueando las cejas—. Aun así, tendrían que vender muchos pañuelos y mermeladas para mantener Bedevere.
Genevra frunció el ceño. Él no se daba cuenta de la parte más importante.
—No se trata solo del dinero. Este verano vamos a ampliarnos a Bury St. Edmunds y las tías están emocionadas.
—No vamos a ampliarnos a ningún sitio. Ya estoy aquí y eso será innecesario —afirmó Ashe tajantemente.
Genevra dejó la taza de té y lo miró fijamente. No había querido discutir otra vez, había querido portarse bien.
—Discrepo. Sería necesario aunque no se tratara del dinero. Esas damas necesitan sentirse útiles. Esto las ayuda a tener un objetivo, a creer que contribuyen.
—Son damas inglesas, señora Ralston. No sé si entiende bien lo que significa eso.
—Son personas. No sé si usted entiende bien lo que significa eso.
Los cascos de un caballo en el sendero rompieron el silencio que se hizo. Ella miró por encima del hombro de Ashe y sintió un alivio inmenso.
—Es Henry. Pediré otra taza de té.
Henry sabría cómo lidiar con su quisquilloso primo. Ella, evidentemente, lo había complicado todo. Probablemente, tendría algo que ver con un par de ojos verdes abrasadores y una sonrisa que solo tenía que asomar en esos labios aristocráticos para inspirar una serie de recuerdos sobre un beso ilícito. Era muy difícil pensar con claridad en esas circunstancias.
Henry entró sonriente y desplegando todos sus encantos, hasta que vio a su primo.
—No esperaba verte aquí. Había venido para ver si Genevra quería ir al pueblo conmigo —Henry se dirigió directamente a ella—. Ha llegado de Londres mi pedido mensual de libros. Creía que te gustaría echarles una ojeada, pero veo que tienes compañía.
Si Genevra había creído que Henry sería neutral entre Ashe y ella, había comprobado muy pronto que se había equivocado. Su rencor era bastante evidente. Conocía a Henry desde hacía unos meses y nunca le había visto una sola muestra de mala educación hasta el día anterior. Ya iban dos. Le sonrió e intentó quitarle hierro a su desafortunado comentario.
—Sí, tengo compañía, pero puedes acompañarnos a tomar el té antes de que vayas al pueblo. Ya he pedido otra taza.
—A Genevra le gustan las novelas góticas —le explicó Henry a Ashe mientras le guiñaba un ojo a Genevra y se sentaba en una butaca—. Siempre intento sorprenderla incluyendo un par de ellas en mi pedido.
Ashe estaba mirándola con esa fijeza tan característica de él.
—Entonces, le gusta un buen romance, ¿no, señora Ralston?
Era sensual hasta en la conversación más formal. Ella captó la insinuación y se sonrojó.
—Sí, de vez en cuando.
Él podía interpretar esa contestación como quisiera.
—¿Señora Ralston? ¿Cuándo hemos sido tan protocolarios entre amigos? —se burló Henry de su primo—. Es Genni o Genevra si lo prefieres. Yo dejé de llamarla «señora Ralston» hace siglos. Casi no nos hemos separado durante los últimos meses para cuidar al tío.
Henry sonrió cariñosamente a Genevra y le tomó una mano. Debería haber sido un gesto de amistad, pero ella notó algo más, como si no hubiese sido espontáneo del todo. Desde luego, no era nada habitual. A Genevra le disgustaba pensar que esa inusitada demostración de afecto se pudiera deber al escaso cuatro por ciento de Henry, pero le disgustaba más que se viera obligada a pensarlo.
—Las tragedias pueden ser una manera de unir a las personas —añadió Henry dejando de sonreír y mirándola elocuentemente por un instante.
O de separarlas. Estaba muy incómoda. Henry y ella habían sido amigos hasta el día anterior. Henry nunca había dejado traslucir que quisiera algo más de su relación y eso lo había hecho más atractivo para ella. Era exactamente lo que estaba buscando: un acompañante inteligente que no pedía más de lo que ella quería dar. Ya probó una vez el matrimonio y no le gustó. No tenía prisa en intentarlo otra vez, ni con el agradable señor Bennington, ni mucho menos con su primo el señor Bedevere, por muy bien que besara.
—Leíamos a su padre durante horas.
Genevra, que se había dado cuenta de que era la segunda vez que Henry marginaba a Ashe de la conversación, se dirigió directamente a él.
—Qué enternecedor —se limitó a decir Ashe.
—¿También le gustan los libros? —insistió ella.
—Me gustan los libros con ilustraciones —contestó él con una sonrisa maliciosa que no dejó lugar a dudas.
—Por Dios, Ashe, eres peor de lo que recordaba —intervino Henry dispuesto a que ese segundo comentario no quedara sin censura.
—Como tú —le espetó Ashe.
Así se desvaneció cualquier esperanza que hubiera podido tener ella de una relación amistosa entre los primos. El ambiente se tensó como las cuerdas del piano y Genevra miró alrededor para buscar un tema de conversación inofensivo, hasta que se fijó en el instrumento pegado a la pared.
—Tu primo me tocó el piano justo antes de que llegaras —le comentó Genevra a Henry—. Es impresionante.
—¿Todavía tocas? —le preguntó Henry con una ceja arqueada—. Bueno, algo es algo. Entonces, tu insurrección no fue una pérdida de tiempo absoluta, ¿no?
Ashe volvió a apretar los dientes con todas sus fuerzas. Era el momento de que Henry se marchara a hacer sus recados antes de que hubiera puñetazos. Henry no había mejorado nada y lo había empeorado todo.
—Te ofrecería otra taza, pero creo que ya te he retrasado bastante —Genevra se levantó y le tendió la mano a Henry—. Gracias por tu invitación, has sido muy amable por pensar en mí.
—Entonces, siempre soy amable...
Henry inclinó la cabeza sobre su mano y se marchó. Ashe puso los ojos en blanco. Estaba sentado en la butaca con una pierna cruzada sobre la otra y ella perdió toda esperanza de que fuese a marcharse pronto.
—Ha sido la réplica más ridícula que había oído en mi vida. Mi primo se considera un poeta.
—Ha sido delicado.
Genevra empezó a poner las tazas y la tetera en la bandeja. Quizá Ashe se diera cuenta de que la visita había terminado.
—¿Se lo parece? ¿Le gusta, señora Ralston? —le preguntó Ashe sin rodeos.
—Solos somos amigos.
Una taza estuvo a punto de caérsele de las manos por la franqueza de él.
—Parece como si él quisiera ser algo más que amigos.
—¿Y usted? —Genevra lo miró en jarras. Ella también podía ser directa—. ¿Qué está husmeando por aquí? Lo siento si anoche le di una impresión equivocada.
—Recibí la impresión acertada, se lo aseguro. Solo tengo dos mejillas para que me abofetee...
Él la miró mientras ella iba hasta el cordón de la campanilla.
—Ahora viene cuando, lamentablemente, se ve obligada a comunicarme que tengo que marcharme porque tiene que volver a sus quehaceres. Sin embargo, la verdad es que le he hablado demasiado directamente y está incómoda, ¿no?
Ashe estaba riéndose de ella con la mirada y había esbozado una sonrisa desafiante, como si la retara a que lo negara.
—Solo si no se da cuenta de que tiene que marcharse sin que se lo pidan.
—Vaya, y yo que tenía la esperanza de que me diera un paseo por los jardines... Después de todo lo que hablamos anoche sobre jardinería...
Había dado en el clavo. Sus jardines eran su debilidad y le encantaba enseñarlos.
—Deme un minuto para que me cambie los zapatos.
Genevra sonrió. Sería la ocasión perfecta para demostrarle que sus suposiciones de la noche anterior eran infundadas. Tenía motivos legítimos para evitar Londres, por ejemplo, sus jardines.
Primero le enseñó el jardín topiario con árboles podados con formas de animales exóticos. En los rincones había una jirafa, un caballo y un elefante rodeados de pensamientos que florecerían en primavera.
Incluso sin los colores, ese jardín llamaba la atención por su planteamiento. Entre los animales había cedros podados en espiral dentro unos grandes maceteros de madera.
—He intentado imitar algunas estampas que he visto de los jardines Boboli, en Italia —le explicó Genevra.
Caminaron el uno al lado del otro, pero ella tuvo cuidado de no tomarle el brazo. Ashe se detuvo ante uno de los árboles en espiral.
—Ha conseguido copiarlo exactamente.
Ella contuvo la respiración.
—¿Ha estado en Florencia?
Ashe asintió con la cabeza mientras se inclinaba para ver el árbol más de cerca.
—En toda Italia, la verdad. Unos amigos y yo fuimos al terminar en Oxford. A todos nos interesa el Renacimiento y yo quería ver los pianos de Cristofori —él hizo una pausa y a ella le pareció que vacilaba—. Mi padre no quería que fuese. A él le encantaba Inglaterra y no veía ningún motivo para que fuese tan lejos.
A ella le pareció que era una pieza del rompecabezas. Una pequeña grieta en el pasado misterioso e inescrutable de Ashe Bedevere. Esperó ver algo más, pero fue en vano.
—Me habría encantado viajar —comentó ella para romper el silencio.
Había ido a Inglaterra solo porque lo exigieron las circunstancias después de la muerte de Philip. Si las cosas no hubiesen ido mal, quizá nunca hubiese salido de Boston.
—Entonces, debería viajar, señora Ralston.
Ella no supo si era una confirmación de lo que ella deseaba o una insinuación para que lo hiciera inmediatamente y así controlar su parte del fideicomiso.
Llegaron a una parte del jardín que estaba en obras y él le ofreció la mano. Ella la tomó mientras caminaban entre los pequeños montones de tierra.
—Será un corredor de árboles frutales con setos de hierbas aromáticas que llevarán a la fuente —le explicó ella extendiendo la mano que tenía libre.
Ella notaba su mano cálida y firme que le agarraba la otra mano aunque ya no hiciese falta.
—Los jardines exigen mucho trabajo a alguien que quiere viajar...
—El futuro siempre es incierto. No tiene sentido dejar de hacer algo solo porque el futuro puede brindar otra oportunidad. Si no lo brinda, entonces se habrán desperdiciado muchas cosas por esperar lo que habría podido llegar.
Llegaron a la fuente. No había nadie y solo se oía el agua al caer. Podrían haber sido las dos únicas personas del mundo. Uno de sus dedos estaba trazando círculos en el dorso de su mano y eso le recordó los círculos que trazaron sus manos en su espalda mientras la besaba.
—Parece, señora Ralston, como si conociera la sensación de pérdida...
Él le había insinuado con delicadeza que podía sincerarse y la tentación fue muy grande. Era un hombre que sabía llegar al corazón de una mujer. La miraba con detenimiento y, contra toda lógica, ella deseó que la besara otra vez y que le evitara tener que contestar. Sin embargo, no lo hizo. Esperó con los labios a unos centímetros de los de ella como si quisiera hipnotizarla.
—Sí —susurró ella.
—¿Por eso está aquí, señora Ralston? ¿Está para aprovechar el presente o para ocultarse del pasado?