Las tías estaban metidas en aquello. Genevra había entendido la maniobra, eran unas casamenteras. Haría casi cualquier cosa por ellas, pero no eso. Lo que menos le interesaba del mundo era que un hombre le hiciese caso, aunque tuviese unas espaldas enormes y unos ojos verdes como el musgo. Se alisó el vestido otra vez antes de entrar en la sala. El vestido de seda gris oscuro era uno de sus favoritos e iba a necesitar toda la seguridad en sí misma que pudiese reunir para soportar la mirada inquisitiva del señor Bedevere y los corazones románticos de sus ancianas tías. La cena sería una batalla cortés con dos frentes aunque el asunto de la herencia no surgiera entre ellos. La reunión de esa tarde había sido una auténtica sorpresa. El anciano conde jamás había insinuado lo que pensaba. Había mostrado curiosidad por las técnicas de gestión americanas que ella le había contado y sabía que la apreciaba mucho, pero nunca se había imaginado que le dejaría la participación mayoritaria de la hacienda. Agradecía el honor que le había otorgado el anciano y haría todo lo que pudiera por él. Para ella había sido el padre que no había tenido. Sin embargo, hacerse cargo de la hacienda conllevaba otras complicaciones y una de ellas, no la menor, estaba esperándola al otro lado de esa puerta. El señor Bedevere no estaría ni contento ni conforme con la situación.
Entró en la habitación y sus ojos se dirigieron hacia el hombre que estaba apoyado en la repisa de la chimenea. El anciano conde no había podido pasar por alto las consecuencias de darle el cincuenta y uno por ciento. La había convertido en el objetivo de su hijo errante si este quería la hacienda. Quería pensar que estaba mirando a su enemigo, pero se habría fijado en el en cualquier caso. ¿Quién no? Estaba observando la habitación, observándola a ella, como si fuese un rey desde el trono. No había perdido ni un ápice de su aura por haberse quitado el polvo del camino. Sus manos fueron lo primero en lo que se fijó. Sus dedos largos y elegantes sujetaban con indolencia un aperitivo y le despertaron los pensamientos más decadentes. No pudo evitar preguntarse qué otras cosas podría hacer con esas manos. Muchas, si sus ojos decían la perversa verdad. Lo miró demasiado tiempo y él se dio cuenta. Genevra se sonrojó. Él esbozó una leve sonrisa. Ella apartó la mirada de su rostro, pero la dirigió a su proporcionado cuerpo. No podía mirarlo a los ojos, pero una dama que se preciara de serlo tampoco podía mirarlo... allí. Intentó mirarlo a la cara otra vez, al fin y al cabo, allí era donde se miraban las personas normales.
Entonces, el habló sin atisbo de animadversión y en un tono más propio de un dormitorio que de una sala.
—Señora Ralston, permítame darle la bienvenida a Bedevere. Antes no hubo tiempo.
También podía haberle dicho que le daba la bienvenida al pecado. ¿A cuántas mujeres habría descarriado con esa voz? Nunca había visto un erotismo tan evidente. Sin embargo, sabía muy bien lo que era. Era peligroso y la atraía como un imán atrae a las limaduras de hierro.
Los años que había pasado siendo la anfitriona para su padre y para Philip evitaron que se quedara muda.
—Me alegro de conocerlo por fin, señor Bedevere. Sus tías han hablado mucho de usted.
Genevra esbozó una reverencia decidida a complacer a las tías. Esa noche iba a ser una fiesta. Las ancianas se habían puesto sus mejores galas, aunque un poco anticuadas, y estaban animadas. Las tías, Henry y ella misma se merecían una ocasión un poco festiva. ¡Henry! Ese recién llegado tan apuesto la había distraído y no se había dado cuenta de que Henry no estaba allí.
—¿El señor Bennington nos acompañará esta noche?
Genevra miró por la habitación con cierto remordimiento por si no lo había visto. Aunque nadie dejaría de ver a Henry con lo guapo que era...
—No, querida, Henry tenía una cita con los Browne para cenar en la vicaría —contestó Leticia.
Genevra frunció un poco el ceño para intentar recordar esa cita.
—El señor Bennington no comentó nada cuando ayer salimos a dar un paseo.
Tampoco se lo había comentado el vicario Browne cuando pasó para entregarle algunas cosas para al grupo de costura.
—Dijo que surgió repentinamente esta tarde —le explicó Leticia agitando una mano—. Sin embargo, nuestro Ashe sí está aquí.
No hubo posibilidad de decir nada más. Gardener anunció la cena y, por un momento muy tenso, ella creyó que ese dios sombrío que estaba junto a la chimenea iba a ofrecerle el brazo. Sin embargo, se dirigió a Leticia.
—¿Vamos, tía?
La regia Leticia dejó escapar una risita como si fuese una jovencita.
—Hace siglos que nadie me lleva a la mesa, granuja —ella le tomó el brazo y le guiñó un ojo—. Tienes dos brazos, ¿verdad, muchacho?
—Señora Ralston, ¿me haría el honor?
Era todo cortesía británica enfundada en un traje oscuro, pero los ojos que la miraron no tenían nada de corteses. Esos ojos parecían analizarla por dentro. Era una sensación muy incómoda, que hacía que se sintiera desnuda.
El comedor estaba resplandeciente. La mesa estaba puesta con la porcelana y la cristalería de Bedevere y en el centro había un florero con las flores de invernadero que conseguía Lavinia gracias a sus desvelos. A la delicada luz de los candelabros, uno podía olvidarse de lo descuidado que estaba todo lo demás. Podía vislumbrarse el pasado glorioso, lo que tuvo que ser en los tiempos prósperos y felices. El señor Bedevere la sentó. Colocó a Leticia a su derecha y a ella a su izquierda. Al menos, tenía que reconocer que ese diablo tenía muchos modales. Sin embargo, la belleza y los buenos modales aumentaban su cautela. Philip había sido igual y, en definitiva, no era tan bueno.
—¿Está contenta con Seaton Hall, señora Ralston? —le preguntó Ashe después de que les sirvieran una crema.
Genevra sonrió. Seaton Hall era unos de sus temas de conversación favoritos.
—Mucho. Hay mucho trabajo con los jardines, pero espero que estén terminados para el verano.
Los jardines eran la primera fase del plan más ambicioso de convertir Seaton Hall en un negocio turístico. Si el señor Bedevere quisiera, ella podría hacer lo mismo allí para que generara ingresos. No debería tener objeciones. La hacienda estaba necesitada y la ausencia de él durante diez años dejaba muy claro que no vivía allí.
—¿No irá a Londres dentro de un mes para pasar la Temporada allí? —le preguntó él arqueando una ceja—. Yo habría pensado que las diversiones de la ciudad son mucho más atractivas, sobre todo, después de haber pasado un largo invierno en el campo.
No se planteaba ir a Londres. Tenía mucho trabajo allí. Era una excusa que se había dado tantas veces que se había convertido en verdadera. Además, el único motivo para estar en Londres era encontrar marido. En Londres llamaría mucho la atención y alguien acabaría desenterrando el viejo escándalo.
—Londres me atrae muy poco, señor Bedevere —replicó ella encogiéndose de hombros y sin inmutarse.
Londres podía quedarse con sus ávidos solteros. Su breve matrimonio no le había parecido algo digno de repetirse. Él la miró por encima de la copa de vino durante más tiempo de lo que era decente y se hizo un silencio. Cuando él habló lo hizo lentamente y captó la atención de todos.
—¿Por qué, señora Ralston? Londres suele considerarse una de las mejores ciudades del mundo. Yo he vivido varios años allí y todavía no me he aburrido de ella.
Genevra tuvo la vaga sensación de que estaban indagándola y de que surgirían más preguntas que no querría contestar si no tomaba la iniciativa.
—Bueno, efectivamente —replicó ella con una sonrisa—. No todo el mundo puede vivir en Londres. Alguien tiene que ocuparse del campo.
Él frunció levemente el ceño, como si hubiese captado la delicada indirecta.
—Touché, señora Ralston —murmuró él para que solo pudiera oírlo ella.
Genevra se quedó preguntándose si su sutil ataque le habría perjudicado más que beneficiado y dirigió su atención hacia las tías. Era más fácil hablar con ellas, pero no por eso dejó de sentir la mirada del señor Bedevere clavada en ella como si supiera intuitivamente que las respuestas que había dado eran una cortina de humo sobre la verdad. Era imposible. Acababa de conocerla. No podía adivinar que estaba allí porque aquello era su refugio, porque la recóndita zona rural de Staffordshire era el único sitio donde el escándalo no podría encontrarla.
La recóndita zona rural de Staffordshire estaba repleta de sorpresas y la menor no era la elegante y hermosa joven que tenía a su izquierda. Con el plato de pescado, Ashe decidió que la señora Ralston habría sido un placer muy agradable en otras circunstancias. Su conversación con sus tías sobre sus acuarelas y bordados le había agradado. Sin embargo, cuando sirvieron el faisán todo ese agrado había empezado a volverse en su contra. Sus respuestas sobre su presencia allí habían sido vagas y demasiado evasivas. Eso además de que ella era casi demasiado buena para ser verdad. La observó con objetividad mientras cortaba el faisán. Era hermosa, rica, con un temperamento aparentemente atento que agradaba a sus tías y, además, vivía a la vuelta de la esquina, precisamente cuando él necesitaba una rica heredera que salvara Bedevere. Las intenciones de su padre no podían ser más evidentes. Lo único que podía compararse eran los esfuerzos de sus tías como casamenteras. Si esos esfuerzos no hubiesen estado dirigidos a él, le habrían parecido divertidos. Las buenas ancianas ni siquiera intentaban ser discretas y proclamaban las virtudes de la señora Ralston plato tras plato. Sin embargo, Ashe siempre acababa pensando lo mismo: cuando las cosas eran demasiado buenas para ser verdad, lo eran. Buscó un defecto a lo largo de toda la cena; algunos modales desagradables a la mesa, alguna carencia en la conversación, alguna costumbre fastidiosa... Sin embargo, a pesar de sus orígenes americanos, usaba el tenedor correcto, mantenía la conversación impecablemente y no tenía ni la más leve costumbre censurable para su ojo crítico. Todo ello llevaba a la misma pregunta: ¿qué hacía allí precisamente una heredera tan atractiva? Según su experiencia, semejante ejemplo de mujer casadera debería estar en Londres, fuese americana o no. No había ningún motivo para que estuviese en el campo. Eso era lo intrigante.
¿Por qué estaba allí cuando no tenía por qué estar? Solo se le ocurrían dos respuestas. Que estuviese escondiéndose, lo que conllevaba todo tipo de connotaciones desagradables, o que fuese una cazadora de fortunas, de títulos, para ser más exactos. Esa era la única fortuna que podía ofrecer Bedevere y ella tenía que saberlo muy bien.
La señora Ralston se rio a su lado. Fue un sonido gutural maravilloso que recordaba al humo, como si estuviese hecha para la noche y la luz de las velas. Ella sacudió la cabeza por algo que había dicho Melisande y los discretos diamantes de sus orejas resplandecieron con las velas. Eran unos diamantes caros. Hacía mucho tiempo que él no podía hacer un regalo así a una mujer. Ese resplandor le dio un aire de sofisticación. Resultaba muy fácil entender que su padre se dejara engañar por ella. También resultaba muy fácil entender lo que ella podía haber estado buscando con sus diamantes y su elegancia. Quizá hubiese pensado en casarse con su padre antes de que falleciera, aunque Marsbury no lo creyera. Al no haberlo conseguido, había decidido quedarse para intentar conseguir el título mediante el segundo hijo, el cuerdo. No sería la primera vez que alguien se vendiera por un título. No hacía falta estar enfermo para encontrar atractiva a la señora Ralston. Su creciente fascinación por ella era una buena prueba de ello.
Ashe terminó el vino y dejó la copa a un lado. Dejando la boda y acostarse con ella también a un lado, era el momento de desvelar sus secretos antes de que las cosas llegaran más lejos, una tarea que podía gustarle casi tanto como... desvelarla a ella...
—Señora Ralston, ¿sería tan amable de acompañarme a dar un paseo al invernadero? Creo recordar que era precioso a la luz de la luna.
Sus tías recibieron con entusiasmo la idea y él, repentinamente, se las imaginó a todas yendo y viniendo por el invernadero, una situación muy poco propicia para desvelar nada.
—Genni ha hecho muchas mejoras en el invernadero —intervino Lavinia—. Salvó las rosas el verano pasado cuando las atacaron los pulgones. Mezcló un vaporizador especial.
—En ese caso, señora Ralston, me temo que no va a poder rehusar. ¿Vamos?
Ashe se levantó y le ofreció el brazo. Ella se acercó a él al caminar y su vestido le rozó el pantalón. Olía a citronela y cassia. Era un aroma muy especial, no era el olor a lavanda o agua de rosas tan típico entre las debutantes de Londres. El toque especiado de la citronela no era un perfume inocente. Era el perfume de una mujer segura de sí misma e inteligente.
Al llegar a la puerta del invernadero, apoyó la mano en la parte baja de su espalda para que pasara por delante de él. Dejó la mano ahí. El contacto invitaba a las confidencias y él quería oír las suyas.
Su intuición había sido acertada. El invernadero estaba precioso. La luz de la luna entraba por el tejado de cristal y olía a naranjo. También se podía oír una pequeña fuente al fondo.
—Es mi... guarida preferida de Bedevere.
La señora Ralston intentó acelerar un poco para librarse de su mano, pero él dio una zancada sin apartar la mano de donde estaba. Estaba poniéndola nerviosa. Perfecto.
—Puedo ver muy bien los motivos, señora Ralston, es... preciosa.