Sus ojos verdes estaban tremendamente cerca, no podía imaginárselo más cerca de lo que lo estaba en ese momento. Tampoco podía imaginarse más humillada. El motivo de su humillación no era que lo tuviera íntimamente encima en la vía pública, era la reacción de ella. Debería haberse indignado mucho más y haberse excitado mucho menos. Sin embargo, la verdad era que estaba excitada y que él, a juzgar por lo que notaba, también estaba excitado. Naturalmente, para él solo era algo muy divertido, como lo fue ese desdichado beso en el invernadero. Él se había levantado riéndose.
—Señora Ralston, ¿se ha hecho daño? Permítame que la ayude.
Desde el suelo, él parecía más alto y seguro de sí mismo. Le ofreció una mano y ella debería haberla aceptado, pero su obstinado orgullo no se lo permitió. Podía levantarse sola y, quizá, ordenar sus ideas de paso.
—No me toque con sus manos.
Genevra se levantó intentando mantener la distinción entre los paquetes tirados, como si todos los días chocara con caballeros guapos y arrogantes. Él se apartó el pelo y se rio.
—¿Y con las otras partes del cuerpo? ¿Tampoco las quiere?
Ella se puso roja como un tomate. ¿Acaso no tenía vergüenza? Estaba dándose cuenta de que Ashe hacía y decía lo primero que se le pasaba por su calenturienta imaginación.
—Cállese y ayúdeme a recoger los paquetes.
Estaba empezando a reunirse una pequeña multitud. Era algo bastante divertido para un pueblo adormecido. Esa noche, durante la cena, se contarían todo tipo de historias.
Ella dio un paso para recoger un paquete y se tropezó, pero Ashe la agarró del brazo.
—¿Está deseando repetirlo? —le susurró él con malicia mientras la sujetaba—. En serio, señora Ralston, creo que ha podido hacerse algo.
—Querrá decir que usted ha podido hacerme algo.
Él sonrió con toda la malicia del mundo.
—Efectivamente, es posible que yo le haya hecho algo porque fui quien cayó encima de usted. Hay una posada muy decente al otro lado de la calle. Tómese un té y descanse.
Solo podía tomarlo del brazo y acompañarlo a la posada, un sitio muy distinto del que salía él, por cierto. El toque femenino era evidente en el Sheaf and Loaf. Las ventanas tenían cortinas con cuadros azules y una mujer con un generoso escote y un delantal muy limpio estaba deseosa de sentarlos en una sala privada; seguramente, sería la esposa del posadero. Genevra no creía que tuviera el tobillo especialmente dañado. Bastaría con que descansara un poco, pero eso significaba estar acompañada por el enigmático señor Bedevere.
—¿Está bien, señora Ralston? —le preguntó él mientras llevaban el té.
Si él podía ser atrevido con la conversación, ella también.
—Lo conozco desde hace dos días y ya me ha besado, se ha presentado en mi casa sin que lo hubiese invitado y ha caído encima de mí en plena calle. Francamente, señor Bedevere, me lo estoy preguntando.
Esos días se había preguntado varias cosas sobre ese hombre, cosas que no debería preguntarse porque bastaba mirarlo para saber el tipo de hombre que era, un hombre con el que no debería tener una relación de ningún tipo. Lo supo desde que apareció en Bedevere con el capote de viaje sobre su impresionante espalda. Lo que hizo en el invernadero lo confirmó. Tampoco debería sorprenderle que hubiese salido tambaleándose de la taberna con peor reputación de Audley y vestido con la misma ropa que llevaba el día anterior. Sabía muy bien qué tipo de hombre era. Una mujer mínimamente inteligente sabía que un hombre que parecía un libertino y hablaba como un libertino, era un libertino.
—Le pido disculpas por el incidente.
Él esbozó esa sonrisa indolente pensada para encandilar. Ella no iba a caer en una artimaña tan evidente, pero era una sonrisa arrebatadora. La sonrisa surtía efecto por los ojos, unos ojos verdes y penetrantes como los de un gato y con un brillo malicioso. Sí, entendía perfectamente a ese hombre.
—Para empezar, no tendría que disculparse si no hubiese estado allí.
Ella lo dijo en un tono de censura, pero la verdad era que tenía cierta curiosidad por saber qué había hecho durante toda la noche.
—O si no hubiese estado usted... —replicó él con naturalidad, mientras le ofrecía el plato con pastas—. Me parece que se necesitan dos personas para que se choquen.
¿Cómo se atrevía a culparla del accidente como si ella hubiese querido que esa musculatura hubiese caído encima de ella?
—Yo estaba haciendo la compra y usted estaba saliendo de una taberna a las once de la mañana.
Él volvió a reírse y ella tuvo la sensación de que estaba riéndose de ella.
—¿Es un delito? Lo dice como si fuese algo censurable.
—Lo es. Mírese. Huélase.
Para pánico de ella, él sonrió, se miró y se olió. Para más pánico todavía, notó que estaba derritiéndose. Esa sonrisa empezaba a darle resultados. Era diabólicamente guapo cuando sonreía así.
—Mmm... Tabaco y whisky, aunque un poco pasado.
Ella tuvo la sensación de que él estaba divirtiéndose demasiado. Tenía que zanjar esa conversación. Hubiera hecho lo que hubiese hecho, había estado levantado toda la noche. Eso era indiscutible. Sus maravillosos ojos verdes estaban somnolientos y su ropa era muy elocuente.
—Señor Bedevere, ya está bien.
No era melindrosa, pero él había superado los límites de lo tolerable.
—Otra cosa. Creo que ya podemos dejar de llamarnos señor Bedevere y señora Ralston, ¿no? —él se inclinó sobre la mesa y ella se preguntó si iría a besarla—. Tengo que confesarte algo. Suelo llamar por el nombre de pila a las mujeres sobre las que... me caigo. Llámame Ashe. Es la segunda vez que te lo pido.
Estaba sonriendo otra vez y ella sintió un escalofrío por la espalda aunque intentaba ser inmune a él, quien no esperó a que encontrara la réplica adecuada.
—Yo te llamaré Neva —añadió Ashe mirándola a los ojos.
—Tus tías y Henry me llaman Genni.
Neva sonaba demasiado sensual dicho por él hasta en un salón de té a esa hora de la mañana. Era un nombre que no podía permitirle por su propia salud mental... y por su reputación. Llevaba suficiente tiempo en Inglaterra para saber que una mujer decente no lo permitiría.
—Bueno, no es que sea muy original, pero indica la poca imaginación de Henry.
Genevra se rio sin querer.
—¿Por qué no aprecia a su primo?
—Basta —Ashe sonrió y se cruzó los brazos—. Basta de contestar con una pregunta. Estábamos hablando de tu nombre, no de Henry. No vamos a cambiar de conversación.
Ella se puso muy seria y también se inclinó sobre la mesa.
—Señor Bedevere...
—Ashe.
Ella suspiró y accedió.
—Ashe, puedo darme cuenta de que estás acostumbrado a coquetear con las mujeres y a tener éxito. Me siento halagada —Genevra se levantó porque marcharse era la forma más efectiva de terminar una conversación que conocía—. No obstante, no me interesa nada de lo que ofreces.
Eso que ofrecía era mucho mayor de lo que ella se imaginaba: el matrimonio. Sabía lo que ella se imaginaba: que quería convertirla en su próxima amante. Quizá también creyera que quería engatusarla para quedarse con su cincuenta y uno por ciento. No estaba muy descaminada, pero lo haría convirtiéndola en una mujer honrada. No era tan canalla como para no ofrecerle el matrimonio a cambio de su parte del fideicomiso...
Él también se levantó y la tomó del brazo para que no se marchara sola.
—¿Estás segura? No puedes saber lo que te ofrezco porque no te he... propuesto nada.
Ella lo miró de soslayo y con frialdad.
—Sé muy bien lo que me ofreces, Ashe.
—¿De verdad? ¿Y lo rechazas? O tu energía es asombrosa o tu imaginación no lo es —ella esbozó una sonrisa muy fugaz antes de recuperar la compostura—. Puedes reírte, no pasa nada, soy famoso por mi ingenio.
—Estoy segura de que es famoso por muchas más cosas —replicó ella mirándolo a los ojos—. No estoy hecha para usted. Tengo que volver a rechazar su... propuesta. Ahora, si me disculpa, me gustaría marcharme sola, señor Bedevere.
—Ashe. Hace un momento estábamos haciendo grandes avances en ese sentido.
—Buenos días, señor Bedevere —de despidió ella con una seriedad tajante.
—Buenos días, Neva.
Menuda mujer... Ashe dejó que se marchara. Volvería y sería suya. Naturalmente, le pediría que se casara con él. Ella lo rechazaría inmediatamente y lo consideraría como lo que era, un intento de controlar su hacienda. Empezaría tentándola con sus jardines. A ella le gustaban los jardines y había que arreglar los suyos. Sería un trato beneficioso para los dos si se presentaba adecuadamente, pero no a plena luz del día.
Ashe volvió a sentarse y terminó el té. La cabeza le palpitaba después de esa noche interminable. Le hacía gracia que la primera reacción de la encantadora y discreta señora Ralston a su coqueteo hubiese sido pensar que le había ofrecido algo indecente. Era irónico y placentero que la mujer que lo había regañado por pasar la noche en un garito de Audley hubiese pensado inmediatamente en la cama. Él no se oponía, naturalmente. Al contrario, estaba dispuesto en todos los sentidos.
Lo que no tenía nada de placentero era que la única mujer con la que tenía que casarse hubiese sido la única mujer que lo había rechazado incluso antes de pedírselo. Se pasó una mano entre el pelo y captó el aroma de lo que había hecho esa noche. Ella tenía razón, pero el baño tendría que esperar. Tenía que contratar trabajadores y pedir material. Cuánto podían cambiar las cosas en un día. El día anterior no habría sabido qué hacer con los trabajadores ni el material aunque hubiese podido pagarlos, pero en ese momento sí lo sabía y Genevra Ralston iba a ayudarlo lo supiera ella o no.
Henry, sentado a una mesa junto a la ventana de la taberna, podía ver la calle principal de Audley mientras almorzaba aunque fuese temprano. Al menos, el guiso de conejo era bueno, algo que no podía decir de su día hasta el momento. Había ido al pueblo para encontrarse «accidentalmente» con Genevra, quien solía ir ese día a hacer la compra, pero no había tenido suerte aunque había pasado por todas las tiendas. Si todo hubiese salido bien, estarían almorzando juntos en la posada y él no estaría solo en un establecimiento que solo tenía la virtud de que podía ver la calle. Si ella estuviese en el pueblo, la habría visto.
Henry se quedó con la cuchara a mitad de camino de la boca. Genevra estaba saliendo de la posada con una cesta repleta, lo que indicaba que había estado haciendo la compra. Hizo una mueca de disgusto. Ella no querría ir por las tiendas y, al parecer, ya había tomado algo. Sus posibilidades eran escasas, pero tenía que intentarlo. Al menos, podía acompañarla a su casa. Dejó apresuradamente unas monedas en la mesa y fue a seguirla. Sin embargo, no llegó muy lejos. Otra persona, demasiado conocida, salió de la posada. Era Ashe. Entendió inmediatamente lo que había pasado. No había visto a Genevra porque Ashe se le había adelantado. Henry se quedó dentro de la taberna. No tenía sentido ir detrás de ella.
—¿Conoce a ese tipo? —le preguntó un hombre enorme por encima del hombro.
—Anoche estuvo aquí jugando al billar —le contó ese hombre a Henry ante unas jarras de cerveza—. Me desplumó. Disimuló durante unas partidas y luego empezó a ganar sin parar. Yo me marché después de perder, pero he oído decir que jugó toda la noche y que ganó a todos los que lo intentaron. Es muy listo —añadió el hombre mirando su jarra con el ceño fruncido.
Henry sonrió. Hammond Gallagher era un mal perdedor y podría aprovecharlo.
—Es Ashe Bedevere, el hijo del difunto conde. El honorable Ashton Bedevere para nosotros los pobres mortales.
Hammond arqueó las cejas y Henry supo lo que estaba pensando. Le había ganado el hijo del conde y podía enorgullecerse un poco por eso. Sin embargo, tenía que quitarle esa idea de la cabeza.
—El señor Bedevere ha estado en el continente jugando, bebiendo y con rameras —Henry se encogió de hombros como si lo censurara—. Solo ha vuelto por la muerte de su padre y también se dedica a jugar cuando debería estar de luto y buscando la manera de mantener a sus adorables tías.
—Me parece que necesita una lección —comentó Gallagher soplando a su cerveza.
Henry tapó una sonrisa con su jarra y miró a Gallagher. Parecía un herrero con unas espaldas y un pecho enormes. Ashe lo pasaría muy mal si Gallagher lo sorprendía.
—Hay gente que no lo aprecia. Tengo amigos que pagarían si tuvieses amigos con ganas de divertirse un poco a su costa. Al fin y al cabo, él se ha divertido a vuestra costa...
Gallagher puso una expresión pensativa y Henry supo que había dado en el clavo. Gallagher quería vengarse y lo único que lo retenía era que fuese el hijo de un noble. Henry dejó algunas de las monedas de Trent en la mesa.
—Hay más para cuando se haya hecho el trabajo.
Gallagher se guardó las monedas, asintió con la cabeza y se marchó. Henry pensó que el día había mejorado considerablemente. Una buena paliza no disuadiría a su primo de conseguir la hacienda, pero sí lo frenaría un tiempo y él necesitaba tiempo para cortejar a Genevra y para conseguir el control del fideicomiso. No se había imaginado que sería tan difícil deshacerse de Ashe. Era muy fastidioso. Lo tenía todo previsto. Esperaría un tiempo prudencial por el luto, cortejaría a Genevra, se casaría con ella y se instalaría en Bedevere sin que ella se diese cuenta del motivo verdadero para haberla cortejado. Habían pasado tanto tiempo juntos durante el invierno que parecería lo natural. Había esperado que su tío le hubiese otorgado la administración plena de la hacienda y eso, además de la fortuna de Genevra gracias al matrimonio, le habría dado el dominio absoluto. Sin embargo, nada había salido según lo previsto. Las condiciones del testamento hacían que su cortejo pareciese evidentemente codicioso. Sin embargo, para Ashe era peor todavía. Su cuatro por ciento no podía ser tan amenazante para Genevra como el cuarenta y cinco de Ashe.
Terminó la cerveza. La labor de casamenteras de las tías no lo desalentarían. Había llegado demasiado lejos, había esperado demasiado tiempo. Llevaba años ansiando Bedevere y sus tesoros ocultos. Había dedicado muchas horas durante el mes pasado para ganarse la simpatía del viejo conde. Ya no estaba dispuesto a renunciar. Si conquistaba a Genevra, se quedaría con todo. Siempre existía la posibilidad de que ella lo rechazara, pero se ocuparía de eso cuando sucediera. Había maneras de convencer a una mujer para que aceptara.