El silencio era tenso en el tenue interior de la habitación del enfermo.
—Hay que cambiar esto.
El anciano conde se agitó levemente en la butaca por la firmeza de su tono
—Te oí la primera vez.
Markham Marsbury, abogado del conde de Audley desde hacía diez años, replicó con la paciencia adquirida por la práctica. El conde no era el primer cliente que tenía dudas sobre su testamento en el último minuto, pero lo que quería podía ser muy anómalo.
—Discrepas de mi decisión.
El conde le pareció irascible, más como había sido siempre que como había estado los últimos meses, y Marsbury pensó que podía ser una buena señal. Quizá se repusiera una vez más. El condado no podía permitirse perderlo en ese momento, aunque, por otro lado, no se hacía muchas ilusiones. Cualquiera que hubiese visto la muerte un poco de cerca conocía los indicios: una repentina mejoría, un breve arrebato de energía que podía durar un día o dos y luego, nada.
—Sí, discrepo, Richard. Puedo entender que quieras que la herencia quede en fideicomiso o algo así. Es lógico después de lo que le pasó a Alex, pero dividirlo en partes y dejarle el cincuenta y uno por ciento a ella no tiene sentido. Tienes dos herederos varones, uno, tu segundo hijo. Por el amor de Dios, Richard, ni siquiera es británica, es americana.
—Ella es lo que necesita la hacienda. Ya lo ha demostrado durante el año que lleva aquí —insistió el conde con vehemencia—. Algunas ideas americanas rejuvenecerán este sitio y se ha convertido en la hija que no tuve.
Incluso, podía haberse convertido en la sustituta del hijo que llevaba diez años sin volver por su casa.
—Ashe volverá —aseguró Marsbury.
Sin embargo, sacó papel y tinta y empezó a escribir. Había comprendido que no convencería al conde.
—No volverá mientras yo esté vivo —replicó el conde en tono realista—. Discutimos y él dejó muy clara su posición.
El padre y el hijo se parecían mucho, pensó Marsbury mientras terminaba el codicilo y se lo entregaba al conde. Sostuvo la mano del anciano mientras firmaba. El conde llevaba algún tiempo sin poder escribir por sus medios e incluso con ayuda la firma era un garabato casi ilegible. Marsbury secó el documento y lo guardó con los demás papeles. Tendió la mano para estrechar la de su amigo.
—Al fin y al cabo, es posible que esto sea innecesario. Hoy tienes mejor aspecto.
El abogado sonrió, pero el conde no le correspondió.
—Es absolutamente necesario —replicó en tono airado—. He hecho todo lo que había que hacer para que mi hijo volviera. Lo conozco. Lo que no haría por mí, lo hará por Bedevere. Adora Bedevere y vendrá solo por eso.
Marsbury asintió con la cabeza y pensó en los otros dos nombres que constaban en el codicilo, los otros dos «beneficiarios» del fideicomiso. La muerte de su padre devolvería al hijo errante, pero quizá se quedara al saber que Bedevere estaba rodeado de enemigos dispuestos a quedárselo si él vacilaba.
—Hasta mañana —se despidió Marsbury cerrando su cartapacio.
El conde sonrió débilmente y parecía más cansado que hacía unos minutos.
—Lo dudo. Si quieres despedirte de mí, te aconsejo que lo hagas ahora.
—Eres demasiado tozudo para decir algo tan sentimental —bromeó Marsbury tomando la mano del anciano.
El cuarto conde de Audley era tozudo, pero la muerte lo era más todavía. A Markham Marsbury no le sorprendió que a la mañana siguiente, mientras tomaba café, le comunicaran que el conde había fallecido poco después del alba rodeado por la familia y una tal Genevra Ralston, la americana en cuyas manos estaba el destino de Bedevere. Markham pidió sus utensilios para escribir y envió una nota a Londres con la esperanza de que le llegara a Ashe Bedevere y que acudiera a su casa lo antes posible.