Siete

 

 

 

Sus ojos grises como la plata miraron hacia otro lado, pero volvieron a mirarlo con una ligera sonrisa.

—¿Es eso lo que usted está haciendo aquí?

—Yo no me oculto de mi pasado, señora Ralston.

—No, me he equivocado. Está enmendándolo.

Ella no lo dijo con maldad, lo dijo en un tono reflexivo, como si acabara de entenderlo. Su boca, rosa y tentadora, estaba a unos centímetros de la de él y podía ver unas pequeñas manchas negras en el gris de sus ojos. A esa distancia, podía parecer una mujer menuda, voluptuosa y afable, pero él había visto los destellos de genio y otras emociones tempestuosas en esos ojos. Aun tan cerca, podía ver sus facciones hermosas y delicadas, como si fueran de porcelana, pero también podía ver que la señora Ralston no era tan inmune como parecía. Una palpitación acelerada en la base del cuello la delataba.

Se apartó. No la besaría. Ella podría llegar a pensar que tenía la costumbre de besarla siempre, podría llegar a creer que esos besos estaban garantizados, algo que le perjudicaría si decidía que iba a intentar casarse con ella.

—No sabe nada de mí, señora Ralston.

—Ni usted de mí —ella adoptó una expresión de elegante cortesía—. Aunque parezca estar satisfecho porque cree que lo sabe.

La insinuación era evidente, lo consideraba un hipócrita. Él tenía que concederle que no era cobarde, que tenía una lengua afilada, que era lista y que no era fácil vencerla.

—¿Son todos los americanos como usted?

—¿Son todos los ingleses como usted?

A él le gustaría que alguna vez contestara y que no le hiciera otra pregunta. Esa táctica evasiva estaba resultando muy desesperante.

—Mi primo no se parece a mí.

—No, la verdad es que no.

La réplica fue equívoca. ¿Era Henry quien salía perdiendo o lo era él? Habían vuelto a Henry, donde habían empezado. Ashe sacó el reloj de bolsillo y lo miró.

—Como me parece que ninguno de los dos va a desvelar sus secretos, creo que ha llegado el momento de que me marche. Gracias por enseñarme los jardines. Ha sido muy revelador —ella se pasaría toda la tarde pensando qué le había revelado—. Puedo volver solo.

No había dado ni veinte pasos cuando ella se dirigió a él.

—¿Cuándo volverá a Londres?

Ashe se dio la vuelta lentamente.

—No tengo pensado volver a Londres en un futuro inmediato, señora Ralston —contestó él con una sonrisa que hizo que ella lamentara su impetuosidad—. ¿Temía echarme de menos?

Ella se rio con ese sonido gutural que le oyó durante la cena.

—¿Echarle de menos? Me extrañaría.

Él volvió a ponerse en marcha aunque la miró por encima del hombro.

—Sin embargo, me echará de menos. Adieu, señora Ralston, hasta la próxima vez. Habrá otra vez. Tendrá que lidiar con mi cuarenta y cinco por ciento le guste o no.

Él se alejó con las espaldas un poco más rectas porque sabía que ella estaba mirándolo. Le gustaba mirarlo, la había sorprendido más de una vez. Era un principio. Al menos, no lo pasaba por alto... y también podría ser divertido si tuviera tiempo.

 

 

Si no se jugara tanto, le divertiría enormemente coquetear con Genevra Ralston y luego llevar ese coqueteo un poco más lejos, pensó Ashe mientras iba a la taberna del pueblo montado en Rex. Sin embargo, se jugaba mucho. No podía apostar a lo loco. Esa seducción tenía que salir bien. No tenía elección. No iba a vender su participación y desaparecer como no iba aceptar con resignación tener esa minoría del fideicomiso de su hacienda. Su historial como seductor era impecable. Lo que le preocupaba era el historial de ella, sobre todo, si tenía algún compromiso con Henry. Las mujeres que seducía sabían desde el principio que era un juego con sus reglas y sabían cuándo terminaría incluso antes de empezar. No estaba muy seguro de que Genevra Ralston fuese a jugar con esas reglas ni de que fuese a jugar en absoluto a pesar de sus besos ardientes y el pulso acelerado. Para ella, no bastaba con desearlo. Tenía una energía que indicaba que su cabeza podía dominar las tentaciones del corazón. Para conquistarla, necesitaba una estrategia que iba más allá de los encuentros y los besos fugaces. Tenía que pensarlo, no podía ser que la única mujer que no podía seducir fuese la mujer con la que tenía que casarse.

Sin embargo, ese no era el momento. En ese momento, tenía que concentrarse en la noche que se avecinaba. Se llevó la mano al bolsillo de la levita. Allí tenía recuerdos de sus distintas aventuras en Londres, un broche con un rubí, unos gemelos con esmeraldas, un alfiler con un brillante... Eso le permitiría jugar algunas partidas de billar. Podía empezar a conseguir algún dinero para Bedevere. Encontraría el dinero para pagar las mejoras. Si le pedía a Genevra que adelantara el dinero, solo dejaría muy claro cuánto necesitaba su cincuenta y uno por ciento.

 

 

No había nada como el olor a cerveza y sudor para que un hombre se sintiera en paz. Aspiró profundamente el punzante olor mientras entraba en la habitación trasera de la taberna. No era el olor más puro, pero era conocido y, en ese momento, eso le bastaba. Siempre pensaba bien cuando jugaba al billar. Se parecía mucho a tocar el piano. Si se concentraba en el juego, pensaba en otras cosas con más objetividad. Necesitaba tiempo para pensar y conseguir dinero. Si le acompañaba la suerte, esa noche haría las dos cosas.

El pueblo de Audley, como casi todos los pueblos de Inglaterra, tenía una taberna con mesa de billar. Esa mesa estaba bastante gastada, por decirlo suavemente, pero se había enfrentado a mejores jugadores en mesas peores y solo quería dejarse llevar por el juego. Echó una ojeada alrededor para buscar a su presa y la encontró enseguida.

—¿No juega nadie? —preguntó un hombre muy grande en tono desafiante.

Los hombres que rodeaban la mesa negaron con la cabeza después de que la última víctima hubiese sido derrotada. Ashe se rio. Ya había visto jugadores así. Ese hombre no tenía sutileza y sus habilidades eran demasiado evidentes. El truco estaba en disimular las habilidades propias hasta que llegara el momento de dar el golpe definitivo. Ashe se adelantó y dio el primer paso en su campaña para salvar Bedevere.

—Yo jugaré.

Esa noche iba a ganar dinero de la única manera que sabía, aunque habría preferido que lo acompañaran sus amigos Merrick o Riordan. Podrían haberle hecho la jugada de los dos amigos y el desconocido a ese tipo. Habría sido más rápido, pero Merrick estaba en Hever, felizmente casado y con dos hijas. Nadie sabía dónde estaría Riordan en ese momento. Sin ellos, tendría que hacerlo todo solo.

Los hombres se apartaron para dejar sitio al recién llegado. El grandullón lo miró con desdén. Él sabía lo que había visto su oponente porque lo había preparado intencionadamente. Veía a un joven demasiado bien vestido con un bolsillo llenó de monedas, un pollo al que desplumar fácilmente. Seguía llevando la ropa que se puso para visitar a la señora Ralston. Era ropa de montar a caballo, claro, pero estaba muy bien cortada, hecha para pasear por Londres. Perfecto, podía ser todo lo vanidoso que quisiera.

—¿Qué vamos a jugarnos? —preguntó el hombre mirándolo con una codicia evidente.

—Esto.

Ashe dejó el alfiler con un brillante sobre el borde de la mesa y los otros hombres dejaron escapar un sonido de admiración. El alfiler no era muy caro, pero estaba bien hecho y el brillante resplandeció a la luz de la lámpara que colgaba encima del tapete. Vio que los ojos del hombre brillaron con interés. Perfecto. Si se concentraba en el premio, no se concentraría en el juego.

—¿Jugamos a tres partidas ganadas de cinco?

Ashe, astutamente, perdió las dos primeras partidas para que el hombre se confiara. Ganó las tres siguientes y otras tres hasta que el grandullón se dio por vencido. Sin embargo, otro jugador ocupó su sitio. Después, alguien muy resolutivo fue a despertar al mejor jugador del pueblo vecino y lo llevó allí. La partida duró un poco más, pero Ashe salió victorioso y se guardó un fajo de billetes en el bolsillo, lo suficiente para pagar un mes de salarios a quienes quisieran trabajar por días en Bedevere.

Había jugado más de lo previsto, pero una vez que se supo quién era, no volvería a jugar al billar en la taberna de Audley. Lo caballeros no apostaban con el vulgo. Aun así, había pueblos cerca de allí que tardarían en enterarse de la noticia. Si viajaba un poco, esa idea duraría algún tiempo. Sin embargo, ¿qué más podía hacer para conseguir dinero? Se le ocurrió algo a un plazo más largo. Si no podía apostar en la taberna, quizá pudiera organizar partidas de billar en Bedevere cuando hubiera terminado el luto, naturalmente. Cuando volviera, vería en qué estado estaba la mesa de billar. Se imaginaba que no la habrían usado desde hacía algunos años. Sin embargo, eso era para más adelante y necesitaba ideas para el presente. Quizá una subasta aunque le disgustara la idea... Empezó a darle vueltas a la cabeza. Podía adecentar Bedevere lo suficiente para recibir a algunos caballeros que jugaran al billar y a las cartas y bebieran brandy. Tendría que pedir una lista a Leticia. Eso significaba que tendría que arreglar los jardines y algunas habitaciones. Ya no le parecía que arreglar los jardines fuese secundario. Quizá hubiese muebles en los desvanes que pudiera subastar...

Seguía dándole vueltas a la cabeza cuando salió con el lazo desanudado y la levita colgada del brazo. La luz del día lo deslumbró y se tropezó con un adoquín.

—¡Oh!

La exclamación llegó demasiado tarde y Ashe cayó sobre una viandante y la tiró al suelo en un revoltijo de paquetes, piernas, brazos, muslos y faldas. Se levantó con la sensación de que estar encima de esa mujer no le disgustaba ni le resultaba desconocido. Tenía gracia que de todas las mujeres de Audley hubiera ido a toparse con la señora Ralston.

—Lo siento —se disculpó Ashe entre risas para quitarle hierro el incidente.

¿Qué otra cosa podía hacer cuando había caído encima de una mujer preciosa? Además, ya la conocía y habría sido mucho peor que hubiese caído encima de una desconocida.

Sin embargo, a ella no pareció hacerle ninguna gracia. Lo miró con los ojos grises como nubarrones amenazantes y supo que iba a sentirlo mucho más.