Diez

 

 

 

¿Cómo había llegado a eso? No era la primera vez que se lo preguntaba desde que había vuelto. Ashe quiso patear algo, dar un puñetazo a algo, descargar su ira, su rabia y su dolor. Sin embargo, no había nada en medio del campo de Bedevere y solo podía correr una vez que se había alejado de Genevra. Corría para que el viento la diera en la cara y para que el veloz movimiento de las piernas contuviera sus emociones un poco más. Todo lo que había sofocado tan cuidadosamente amenazaba con desbordarse. Mejor dicho, se había desbordado. Se había dominado lo suficiente como para salir del dormitorio de lady Hargrove, como para llegar a su casa, como para hacerse cargo de la situación, pero ya no podía más.

Sus sentimientos, eso de lo que carecía según casi todo el mundo en Londres, se saldrían con la suya. No los tuvo cuando tuvo que batirse en duelo con lord Longfield por una acusación que le hizo jugando a las cartas. No los tuvo cuando consiguió detener el carruaje de lord Hadley que se había desbocado y podría haberlo matado. Sin embargo, estaba teniéndolos en ese momento.

No sabía a dónde se dirigía, solo sabía que se alejaba de Genevra Ralston y esos ojos grises que veían demasiado, que se alejaba de sus amables tías que esperaban su apoyo, que se alejaba de Henry y sus anhelos traicioneros, que se alejaba de Bedevere y las responsabilidades que conllevaba. No se sorprendió cuando su alocada carrera lo llevó al único sitio de Bedevere donde no había estado todavía; el mausoleo con una cúpula.

Se apoyó en la construcción para intentar recuperar la respiración. No había corrido hasta allí desde que era muy joven. Alex y él solían jugar allí cuando eran pequeños y luego, cuando eran un poco mayores, hacían carreras hasta allí. Se sentó en un banco de piedra para admirar mejor el mausoleo. Era un edificio elegante, con columnas palladianas y un lugar majestuoso donde descansaban los hombres Bedevere desde antes de que fueran condes. Supuso que por eso le gustaba tanto ser el «señor Bedevere». Siempre había sido el nombre familiar, como su casa había sido la casa familiar aunque otras tierras les hubiesen concedido el condado. En el largo curso de la historia, el título de Audley era relativamente reciente para la familia, lo tenían desde hacía unas cuatro generaciones. Sin embargo, Bedevere existía casi desde que existía Inglaterra.

Alex y él solían imaginarse que eran familiares de sir Bedevere, quien se sentó a la mesa redonda del rey Arturo. Seguramente, eso no era verdad, pero ¿quién podía saberlo? Los recuerdos empezaron a serenarle los sentimientos desatados, pero todavía no estaba preparado para entrar. Agarró un palo del suelo y sacó el puñal. Empezó a tallarlo mientras dejaba que sus pensamientos tomaran el camino que quisieran. El orgullo había hecho aquello.

El verdadero legado de Bedevere era el orgullo obstinado. El mismo orgullo que llevó a su bisabuelo a levantar un condado lo alejó a él de su casa cuando tenía veinte años y, con certeza, era el mismo orgullo que hizo que su padre se jugara el futuro de Bedevere en el último momento. Como no estaba dispuesto a reconocer que su hijo pródigo no había vuelto a tiempo para reconciliarse y como tampoco estaba dispuesto a reconocer la derrota de un desastre económico, su padre encontró la manera de enfrentarse a la ley tradicional y de dejar a Bedevere a expensas de un futuro incierto. Había sido una apuesta enorme.

La mano derecha empezó a dolerle de tanto tallar y de la falta de costumbre. El frío y el trabajo en el exterior, aunque con guantes, lo había agravado. No le había sentado bien a su mano haber escrito cartas, haber tocado el piano y haberse dedicado a la jardinería. La actividad normal no le molestaba, pero la actividad normal de Londres no era nada en comparación con los “esfuerzos” que había tenido que hacer allí. Extendió la mano y le dio la vuelta lentamente. Una línea fina y blanca le cruzaba la palma, era casi invisible después de ocho años, pero no la había olvidado. También se la había hecho el orgullo.

Dejó escapar un suspiro y el aliento se condensó como una neblina por el frío de última hora de la tarde. No debería estar mucho tiempo en el exterior con solo una camisa. Se frotó las manos en los muslos y se levantó. Había llegado el momento de hacer lo que había estado posponiendo desde que llegó. Era el momento de entrar y presentar sus respetos.

Había cierta sensación de conclusión en ver una vida cincelada en piedra, en ver una biografía resumida en tres líneas: nombre, título y fechas de nacimiento y muerte. La sensación le duró cuando entró en el mausoleo con suelo de mármol y siguió las fechas hasta la más reciente. Allí estaba su padre bajo una lápida de mármol pulido con las fechas: 7 de febrero de 1775-25 de enero de 1834. Levantó una mano y acarició las fechas con una emoción creciente. Por eso no había ido antes, no porque no le importara ni porque hubiese estado ocupado con otros asuntos apremiantes. Los muertos podían esperar, no iban a irse a ningún lado. Sin embargo, sabía que cuando fuera allí, se desmoronaría. Retrocedió hasta la pared donde habían puesto un banco de mármol. Se dejó caer y notó que le escocían los ojos. Por fin, se permitió hacer lo que no había hecho durante diez años. Lloró por haber llegado tan tarde para despedirse. Lloró por Alex, por una casa abandonada, por una mano arruinada y un sueño arruinado, por todas las cosas que habrían podido darse en un mundo más perfecto donde los sueños, los hijos y los padres podían coexistir. Cuando terminara, estaría preparado para volver a hacer frente al mundo imperfecto.

 

 

Había oscurecido cuando Ashe salió, era su momento preferido, cuando el día y la noche se encontraban. El horizonte era todavía una línea luminosa, pero las estrellas se abrían paso en el manto oscuro de la noche. Miró al cielo y tomó aliento, pero tardó en soltarlo. Había alguien por allí. Ashe, con los reflejos forjados por muchos años en garitos de juego, se inclinó rápidamente para sacar el puñal de su bota. Lo blandió y dio un grito.

—Soy yo.

Una figura se levantó del banco y se acercó. La figura de una mujer se hizo evidente.

—Neva... —Ashe suspiró y volvió a enfundar en puñal—. Me has asustado. No esperaba a nadie por aquí.

—Naturalmente —ella miró con recelo la bota donde había enfundado el puñal—. Te he traído esto —ella le ofreció el capote—. Como no volvías, pensé que tendrías frío si te quedabas mucho tiempo.

Ashe se cubrió con su capote y lo agradeció.

—Gracias. ¿Cómo sabías donde estaría?

—No fue difícil imaginárselo —contestó ella con delicadeza y mirándolo con esos ojos grises que volvían a ver más de lo que él quería revelar—. A tu padre le habría gustado verte otra vez.

Ella lo agarró del brazo para no tropezarse y se pusieron de camino.

—No estoy seguro. Habría podido acelerar su fallecimiento —replicó él con sinceridad—. Creo que algunas veces los vivos necesitan la absolución más que los muertos.

—La absolución llega de muchas maneras.

Ashe se detuvo. En ese momento le pareció que ella entendía lo que era la pérdida y el perdón. El conflicto originado por el testamento de su padre había velado su humanidad. Ella era más que la encarnación del cincuenta y uno por ciento, más que alguien que había que manipular.

—¿Por eso estás aquí? ¿Staffordshire es tu absolución, Genevra?

Era una viuda joven, una mujer que había perdido a su marido poco después de casarse y, probablemente, de una forma repentina que le impidió despedirse. Él pensó en lo que había dicho ella sobre la expiación. ¿Lo había adivinado porque era lo que le pasaba a ella?

—Supongo —contestó ella mirando hacia otro lado, pero con serenidad—. Seaton Hall es algo más que una absolución, es una especie de redención para otras mujeres —ella hizo una pausa y Ashe esperó—. No se lo he contado a nadie, pero pienso convertirlo en un negocio y en un hogar para mujeres que no tienen a dónde ir ni medios para mantenerse. Cuando la casa esté reformada, buscaré mujeres que quieran ir. Pueden guiar visitas, cuidar el jardín y servir tés. Creo que es una oportunidad para hacer un negocio refinado.

—¿Como que mis tías vendan por las ferias cosas que hacen ellas? —preguntó él con una sonrisa.

—Sí —contestó ella tajantemente—. Todo el mundo necesita un objetivo y sentirse útil. Nadie quiere sentirse indefenso.

Esa declaración era muy elocuente, aunque no se imaginaba a Genevra permitiendo que la rebajaran.

—¿Amabas a tu marido?

 

 

Su marido, Philip Ralston, era un apuesto sinvergüenza que convenció a una joven de que estaba perdidamente enamorado de ella. Genevra se miró los pies mientras empezaban a caminar otra vez. Rara vez hablaba de Philip con alguien, pero quizá Ashe pudiera ver la resistencia a la que se enfrentaba. Philip la había inmunizado contra el matrimonio. No iba a arriesgarse a recorrer ese camino otra vez.

No era tan ingenua.

—Creo que lo amé al principio, antes de comprobar cómo era.

—¿Cómo...? —le preguntó él con delicadeza.

—Un hombre que amaba mi dinero mucho más que a mí, pero yo era demasiado joven para darme cuenta —era difícil reconocer la verdad aunque hubiese pasado tanto tiempo—. Mi padre intentó avisarme, pero yo era demasiado obstinada para hacerle caso —ella se encogió de hombros y se rio con amargura—. Parece una novela gótica, ¿verdad? Una chica rica es víctima de un cazafortunas. No es muy original.

Naturalmente, había mucho más, pero no estaba preparada para contar los detalles sórdidos. No quería la lástima de Ashe. Había que cambiar de conversación. Ya había llegado al límite de lo que quería contar.

—Tengo que reconocer que hay otro motivo para que haya venido a buscarte. Henry va a quedarse a cenar. Pensé que querrías saberlo.

Así, sin más, la fugaz magia de la noche se esfumó.