Uno

 

 

 

Acostarse con Ashe Bedevere era uno de los grandes placeres de la Temporada que no quería perderse y por eso lady Hargrove intentaba persuadirlo para que se quedara dejándole entrever el escote bajo una sábana cuidadosamente plegada.

—Dará igual que tardes unos minutos más —susurró ella mirándolo con arrobo.

Ashe se puso la camisa vistiéndose precipitadamente. Fuera lo que fuese lo que esa noche le pareció atractivo sobre lady Hargrove, se había esfumado con la nota que le habían entregado. Se puso los pantalones y le dedicó una sonrisa cautivadora.

—Querida, lo que tengo pensado para nosotros dos exige más de unos minutos.

La promesa de un placer pospuesto fue suficiente. Ashe salió de la habitación antes de que ella pudiera replicar y pensando en una sola cosa: llegar a Bedevere, la residencia familiar del conde de Audley. Daba igual que tardara tres días a caballo en llegar. Daba igual que no tuviera ni idea de lo que haría cuando estuviera allí. Daba igual que hubiera podido acceder a las numerosas peticiones de que volviera que le habían hecho durante los últimos años y que no hubiera vuelto. Daba igual todo ello. Esa vez era distinto. Esa vez el abogado había escrito dos frases terminantes: Vuelve a casa. Tu padre ha muerto.

Ashe corrió para llegar a sus aposentos en Jermyn Street. Lo impulsaba la sensación de urgencia e impotencia. Siempre había pensado que tendría más tiempo.

 

 

Tres días después

 

 

Ashe dejó escapar una maldición y detuvo su caballo castaño. ¿Esas eran las tierras de Bedevere? Más exactamente, ¿esas eran las tierras de su padre? No podía asociar esos campos llenos de malas hierbas y las tapias medio derruidas que bordeaban el camino con los fértiles campos y los inmaculados caminos de su juventud. ¿Cómo era eso posible? Sintió una profunda y dolorosa punzada de remordimiento. Era culpa suya.

No era la primera vez que lo llamaban a su casa, pero sería la última. Podría haber acudido mucho antes, hacía cuatro años, cuando su padre tuvo el primer brote de enfermedad, pero no fue. Podría haber acudido hacía dos años, cuando su hermano perdió la cabeza por motivos que todavía desconocía, pero tampoco lo hizo y las consecuencias fueron tremendas. La solidez de Bedevere se tambaleó. Había esperado demasiado y tenía esas ruinas a sus pies.

Parecía un giro irónico del destino que fuese a ser el administrador de un sitio que abandonó voluntariamente hacía años. Un sitio que entonces era perfecto, cuando él era imperfecto. El sitio ya no era tan perfecto y él seguía teniendo defectos, como un rey maltrecho que tenía que reinar en un castillo derruido.

No tenía sentido posponerlo. Azuzó a su caballo para recorrer el último trecho hasta su casa. Sus baúles deberían haber llegado el día anterior y habrían anunciado que estaba cerca. Sus tías estarían levantadas desde el alba para preparar su llegada y esperarlo. Era el protector de las cuatro, un papel que no sabía si podría desempeñar. Sin embargo, también eran parte del legado de Bedevere. Las mujeres de Bedevere no se habían casado con hombres que hubieran tenido la previsión de dejarlas bien situadas después de sus muertes y los hombres de Bedevere no habían tenido mucha suerte y habían fallecido sin poder ocuparse de ellas.

Las tierras abandonadas lo habían preparado para la visión de la casa. La hiedra cubría la fachada de piedra. La contraventana de una ventana del segundo piso estaba suelta. Los setos crecían sin orden ni concierto. La naturaleza estaba adueñándose de esas tierras que estuvieron cuidadas con esmero. Hacía años, Bedevere, la residencia de los Audley durante cuatro generaciones, se vanagloriaba de ser la joya del condado. Seaton Hall, a unos kilómetros hacia el sur, era mayor, pero Bedevere tenía unos jardines y unas vistas mucho más bonitos. Según lo que él podía ver, ya no quedaba casi nada de eso.

Ashe desmontó y se preparó para ver lo que le esperaba dentro. Si el exterior era así, podía imaginarse cómo sería el interior para que hubiese permitido tanto deterioro. Un mozo de cuadras se acercó para ocuparse de su caballo. Estuvo tentado de preguntarle sobre la situación, pero no lo hizo. Prefería verlo con sus propios ojos.

Casi no había terminado de llamar cuando la puerta se abrió de par en par y el tiempo se detuvo. Allí estaba Gardener, tan alto y sombrío como lo recordaba. Quizá estuviera un poco más canoso y delgado, pero estaba casi igual.

—Bienvenido, señor Bedevere —Gardener inclinó la cabeza—. Lamento las circunstancias, señor.

Ashe estuvo a punto de mirar hacia atrás para comprobar si había alguien más. El saludo había sido excesivamente protocolario.

—Acompáñeme, señor —le pidió Gardener—. Están esperándolo.

Ashe lo acompañó hacia la sala fijándose en todo. Las alfombras y cortinas estaban ajadas, las mesas vacías... La casa estaba descuidada, pero lo más llamativo era que estaba vacía. No había doncellas encerando las escaleras, ni lacayos que esperaran a que les dieran instrucciones. Solo estaban Gardener y el mozo de cuadras. Esperaba que también hubiera una cocinera, pero no se atrevía a esperar grandes cosas. Se detuvo delante de la puerta de la sala y tomó aliento. Detrás de esas puertas le esperaban unas responsabilidades que había eludido durante años. Había tenido motivos y había sido una mala jugada del destino que sus esfuerzos hubieran quedado en nada. El legado de Bedevere, lo que había intentado evitar por todos los medios, había acabado cayéndole encima.

—¿Está preparado, señor? —le preguntó Gardener.

Gardener, después de años de servicio impecable, sabía interpretar a sus superiores y le había dado unos segundos para que se preparara.

—Sí, estoy preparado —contestó Ashe poniéndose muy recto.

—Sí, señor, creo que por fin está preparado —confirmó Gardener con un brillo en los ojos.

—Eso espero.

Ashe podía captar su admiración porque había acudido inmediatamente, porque no se había molestado por su aspecto después de un trayecto a caballo tan largo y porque había ido a ver directamente a sus tías. De joven, Gardener siempre veía sus virtudes y lo consideraba un ángel, pero si era un ángel, era uno muy perverso. También esperó que nadie de Bedevere se hubiera enterado de lo que estaba haciendo cuando recibió el mensaje que le comunicaba el fallecimiento de su padre. A posteriori, haber estado «coqueteando enérgicamente» con lady Hargrove le parecía como tocar el arpa mientras Roma se incendiaba.

Gardener abrió la puerta y se aclaró la garganta.

—Señoras, el señor Bedevere.

Ashe entró en la habitación y vio las diferencias inmediatamente. Las cortinas estaban ajadas, pero eran lo mejor que quedaba en la casa. Las mesas auxiliares tenían floreros con flores, los sofás tenían cojines y toda la habitación estaba decorada con diversos objetos. Le pareció un oasis o, mejor dicho, un bastión, el último bastión contra la cruda realidad que imperaba fuera de las puertas de la sala.

Sus tías no estaban solas. Leticia, Lavinia, Melisande y Marguerite estaban cerca de la chimenea acompañadas por un hombre que no conocía. Sin embargo, quien le llamó la atención fue otra mujer que no estaba sentada con ellas, que estaba sentada junto a la ventana que daba al jardín. Tenía una belleza especial. Tenía el pelo oscuro, unos grandes ojos grises y un cutis blanco como la nata. Habría destacado incluso en un salón de baile de Londres. Supuso que se había sentado aparte de las demás para pasar desapercibida, algo que, en unas circunstancias óptimas, habría resultado imposible por su belleza, pero rodeada por unas mujeres ancianas y un hombre bastante maduro, el contraste era casi cegador.

Se acercó y se inclinó ante sus tías.

—Señoras, estoy a su disposición.

Sin embargo, no podía dejar de mirar hacia el rincón. Su atractivo no se limitaba a su belleza. Tenía los hombros y el cuello muy rectos, casi como si lo desafiara. No era tímida aunque su belleza fuese muy delicada. Podía captarlo en la firmeza de su barbilla y en su mirada franca.

Leticia también se inclinó ligeramente. Tenía el pelo blanco y un aire regio, aunque quizá pareciese más frágil de lo que la recordaba. Todas eran más frágiles de lo que las recordaba, excepto la sirena de la ventana. Había estado observándolo detenidamente desde que entró en la habitación. Él no la conocía, pero, al parecer, era alguien lo suficientemente importante como para estar presente en un momento tan delicado. Él era lo bastante escéptico como para sospechar de una invitación así. Después de un entierro, la familia tenía la ocasión de aclarar en privado los asuntos del fallecido, de organizarse y de seguir adelante. Las semanas posteriores a un entierro eran momentos íntimos. Los desconocidos no eran bien recibidos, aunque siempre aparecían desconocidos dispuestos a sacar alguna tajada. Mujeres morenas y encantadoras aparte, él tenía una palabra para esas personas: carroñeros.

—Ashe, eres muy amable por haber venido —Leticia le tomó una mano—. Siento que no pudiéramos esperar para enterrarlo.

Ashe asintió con la cabeza. Sabía que, contando el tiempo que tardó en recibir el mensaje, habían pasado seis días desde la muerte de su padre. Supo que se perdería el entierro por mucha prisa que se diese. Sería un arrepentimiento más en su ya pesada carga.

—Te presentaré a la señora Ralston, nuestra querida Genni —Leticia señaló hacia la encantadora mujer que estaba junto a la ventana—. Ha sido nuestro apoyo en tiempos difíciles.

Genni le pareció un nombre demasiado infantil para una mujer así. Ella tendió la mano para que se la estrechara, no para que la besara.

—Me alegro de conocerlo por fin.

Ashe captó el tono de censura, pero fue tan sutil que solo lo captaría el destinatario. Aunque quizá fuese fruto del remordimiento que dominaba su imaginación.

—Es un placer, señora Ralston —la saludó él con cierta ironía.

Fuera quien fuese, había encandilado a sus tías. No creía que fuese una dama de compañía o, al menos, una que lo hiciese bien. Mostraba demasiada confianza para desempeñar un papel que exigía humildad y su ropa era demasiado buena. Hasta el pliegue más sencillo de su traje verde oscuro estaba cortado por un sastre de primera categoría y el encaje del cuello y los puños era discreto, pero caro. A juzgar por el estado de Bedevere, parecía improbable que pudieran permitirse una dama de compañía de esa categoría. Sin embargo, entonces, ¿quién era?

—Genni ha comprado Seaton Hall para restaurarla.

—¿De verdad?

Él lo preguntó con cortesía, pero sus dudas aumentaron. Seguramente, no era lo único de lo que quería adueñarse. Era muy raro que una mujer quisiera hacerse cargo ella sola de una residencia así. ¿Tendría un marido esperándola en casa? Leticia no dijo nada más al respecto. Entonces, sería una viuda joven. Muy interesante... Las viudas jóvenes solían tener unas historias muy curiosas y, algunas veces, en ellas no había necesariamente un marido. Leticia siguió con las presentaciones.

—Este caballero es el señor Marsbury, el abogado de tu padre. Se ha quedado muy amablemente hasta tu llegada para que se pudiera dejar zanjada la herencia.

Ashe le estrechó la mano. Era un caballero mayor, franco y vigoroso, que le pareció de la nobleza rural.

—Gracias por su nota. Espero que no haya sido una molestia.

La actitud del señor Marsbury era tan firme como su forma de estrechar la mano.

—En absoluto. Lo más lógico era esperar a su llegada ya que todos los demás implicados estaban aquí.

Ashe miró a Genni con frialdad. ¿Esa belleza desconocida tenía alguna parte en la herencia de su padre? Se planteó toda una serie de posibilidades desagradables. Si era una viuda joven, ¿habría sido la amante de su padre durante la última época de su vida? ¿Esperaba recibir algo por ello? Con esa melena morena y sedosa y ese rostro delicado, podría engatusar al hombre más imperturbable para que le pidiera que ser casara con él, aunque la diferencia de edad fuese de treinta años.

—¿Todos...? —preguntó Ashe arqueando una ceja.

—Su primo, Henry Bennington —contestó el señor Marsbury mirándolo a los ojos.

Un recelo gélido atenazó las entrañas de Ashe.

—¿Qué tiene que ver con todo esto mi primo Henry?

—Henry ha sido un apoyo muy grande durante los últimos meses.

La joven contestó sin separarse de la ventana y a Ashe le pareció ver un destello en sus ojos grises. ¿Sentiría algo especial por Henry? Henry el manipulador de ojos azules y pelo dorado.

—Discúlpeme si me cuesta creerlo —replicó Ashe mirándola por encima de los demás—. Lo único que ha caracterizado a mi primo Henry, aparte de su afición a coleccionar literatura, ha sido ser el heredero varón más cercano si mi padre fallecía sin sucesión, algo que no ha disimulado, se lo aseguro.

Sobre todo, según supo él por las habladurías de Londres, cuando Alex, su hermano, ya no era un rival y cuando él, Ashe, parecía destinado a caer abatido por el disparo de un marido celoso.

El señor Marsbury se cruzó de brazos y tosió para indicar su censura por el comentario de Ashe.

—El señor Bennington y la señora Ralston nos acompañarán en el despacho para que podamos hablar de todo en privado.

Ashe se dio cuenta de que la señora Ralston lo miró con una sorpresa que disimuló inmediatamente. ¿Habría sido una sorpresa fingida?

—Naturalmente, eso es lo que haremos —intervino Ashe mirando con dureza a Marsbury.

Entonces, la lectura del testamento los implicaba a los tres... No era el tipo de ménage à trois al que estaba acostumbrado, pero tenía la misma composición. ¿Habrían preparado algo la deliciosa señora Ralston y Henry? Ella lo había defendido sin vacilar y eso había despertado su recelo. Fuera cual fuese la tela de araña que había tejido su primo durante su ausencia, quería que quedase claro que Henry Bennington no tenía nada que decir allí, y la guapa americana, tampoco. Ashe Bedevere había vuelto.