Cuatro

 

 

 

Efectivamente, estaba poniéndola nerviosa. Ni la debutante más ingenua se creería que estaba hablando del invernadero con un comentario como ese. Sobre todo, cuando había estado mirándola tan detenidamente durante toda la cena y cuando le había puesto la mano en la espalda tan significativamente. Peor aún, la había excitado y era lo bastante sincera consigo misma como para reconocérselo.

—Aquí se conserva el calor en invierno. El cristal atrapa el calor del sol —ella hablaba por hablar, para intentar minimizar la tensión entre ellos—. A su padre le gustaba venir cuando podía. Henry y yo lo traíamos y pasábamos las tardes leyendo.

Ella se detuvo y lo miró al darse cuenta de que no le había dado sus condolencias. Le había parecido improcedente en el ambiente alegre de la cena de sus tías.

—Siento su pérdida. Su padre era un hombre bueno y valiente.

—¿De verdad? —los ojos verdes del señor Bedevere se entrecerraron peligrosamente—. Discúlpeme, señora Ralston, pero no necesito que una desconocida me diga cómo era mi padre.

Una persona más débil se habría achantado por esas palabras tan frías, pero ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Le pido perdón, pero creía que a lo mejor le consolaba saber que había muerto en paz.

—¿Por qué? ¿Porque yo no estaba allí?

Era la misma acusación que le había hecho en la mesa. Ashe Bedevere no se molestaba por ir a su casa. Parecía increíble que ella, una vecina casi desconocida, hubiese visto más al conde durante sus últimos días que su propio hijo.

—Usted tenía que saber lo grave que era la situación.

—¿Es una pulla intencionada, señora Ralston?

Él apretó la mandíbula y la miró con una dureza comparable a la rigidez de su postura.

Genevra se enrabietó. Por muy guapo que fuese, era una grosería que creyera que estaba lanzando indirectas en medio de una conversación tan delicada.

—No. La pulla no ha sido intencionada. ¿Lo fue su ausencia?

Los ojos de él dejaron escapar un destello casi amenazante.

—Tengo que comunicarle, señora Ralston, que este tema de conversación me parece impropio de dos personas que acaban de conocerse.

Ella levantó la barbilla un poco más, pero su tono, aunque gélido, transmitió justo lo contrario.

—Le pido disculpas si he dicho algo improcedente.

Él volvió a mirarla detenidamente, pero la dureza de sus ojos había dejado paso a algo más primitivo.

—No debería decir algo que no siente, señora Ralston.

Él esbozó una levísima sonrisa. Ese canalla estaba desafiándola, se había dado cuenta de que no se había disculpado sinceramente.

—Y usted no debería regañar a una dama.

—¿Por qué?

Él se acercó. Su olor fresco y viril se adueñó de todos sus sentidos y su cercanía dejó entrever el físico musculoso que tapaba su ropa. Era un hombre imponente y ella no tenía a dónde ir. Había retrocedido hasta toparse con un banco de piedra. Eso no se parecía nada a estar con Henry. Henry era la compañía perfecta, era agradable y nunca la intimidaba. Nunca sentía ese cosquilleo ni la carne de gallina.

—Porque es un caballero.

Al menos, iba vestido como tal. Podía apreciar su chaqueta impecablemente cepillada y el color vino de su chaleco. Sin embargo, aparte de la ropa, tenía sus dudas.

—¿Está segura?

Él lo preguntó en voz baja y ella sentía la intensidad de sus dedos, que le habían tomado un mechón de pelo. Él sonrió con sensualidad, la miró fijamente a la cara y también la miró fugazmente al cuello y, quizá, más abajo. Era peligrosamente excitante.

—No —contestó ella con la voz temblorosa.

En ese momento, no estaba segura de nada, y menos, de cómo habían llegado a ese punto. Habían estado hablando de su padre, pero la conversación había derivado a algo mucho más seductor y personal.

—Perfecto, porque se me ocurren cosas mejores que hacer a la luz de la luna que discutir. ¿A usted?

Lo que hizo la sorprendió completamente. Antes de que pudiera pensar, él le había puesto una mano cálida y acariciadora en la nuca, la había acercado hacia sí y la había besado. El beso fue un desafío ardiente y ella respondió. Era un arrogante demasiado seguro de sí mismo. Tenía que saber que no llevaba las riendas. Las lenguas se encontraron y el beso se convirtió en un duelo embriagador. Él sabía a vino tinto, sus manos eran cálidas, la estrechaban contra sí y podía notar su pétreo contorno y la más pecaminosa invitación de su cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás para que la besara en el cuello. No era el beso vacilante de un dandi sentimental, era el beso de un hombre que dominaba ese arte, un beso rebosante de augurios. Si aceptaba la invitación, no se sentiría decepcionada.

Ella le rodeaba el cuello con los brazos y lo inhalaba profundamente. Si la tentación olía a algo, era a eso, a esa mezcla de sándalo, vainilla y ropa recién lavada. Le mordió levemente la oreja y él dejó escapar un gruñido de placer. Ella no era la única embriagada por ese duelo.

Entonces, Ashe se apartó y la soltó. Sus ojos verdes y velados le llamaron la atención. Las pestañas eran largas y delicadas, pero la miró con dureza, como si la analizara. No eran los ojos de un hombre presa del deseo, aunque su cuerpo indicara lo contrario.

—No sé qué hace aquí, señora Ralston, pero lo descubriré.

—¿Por qué piensa que estoy haciendo algo?

—Una mujer no besa así si no quiere algo.

El comentario fue tan inesperado que ella tardó un momento en comprenderlo.

—Si yo fuese un caballero, lo retaría a un duelo por lo que ha dicho.

Genevra temblaba de ira. Nunca la habían insultado de esa manera. Si no tenía cuidado, ella lo desafiaría a un duelo en cualquier caso.

—Ya hemos dejado claro que aquí no hay ningún caballero y usted, señora Ralston, no es una dama.

Genevra se puso rígida. No podría retarlo a un duelo, pero sí podía hacer otra cosa. Le dio una bofetada.

 

 

Esa noche, desvelada, Genevra comprendió que lo había abofeteado tanto por el comportamiento de él como por el de ella. Ella debería haber sentido indiferencia por el beso. Sin embargo, se sintió tan alterada que pidió su carruaje y se marchó a su casa, aunque no hubiesen terminado las obras. No pasaría una noche bajo el mismo techo que Ashe Bedevere. Siguió regañándose a sí misma y dando vueltas en la cama hasta que acabó levantándose al amanecer. Quería reflexionar sobre su comportamiento mientras veía la salida del sol por la ventana.

Había distintos motivos para que hubiera cedido. Primero, el factor sorpresa. No había esperado algo tan osado por su parte. Segundo, estaba sola. Salvo por la compañía de las tías de Ashe y de Henry, esa zona de Staffordshire no era precisamente un hervidero de sociedad. Eran unas buenas excusas para su desliz, pero no podían ocultar la realidad. Se había dejado llevar por un arrebato de orgullo. Él había lanzado el anzuelo y ella había picado, fue incapaz de resistirse al desafío. Había vuelto a ponerla a prueba, como en la mesa, pero no había sido la prueba que había esperado. Creyó que había estado poniendo a prueba su temple, pero cuando la insultó, se dio cuenta de que había estado buscando respuestas sobre por qué estaba allí y por qué su padre le había dado el control de Bedevere. Responder a ese desafío como lo hizo ella no había sido la mejor manera de sofocar las preocupaciones de él.

Esperaba que la bofetada hubiese dado a entender sus intenciones como su mirada ardiente había dado a entender las de él. Era un seductor consumado y acostumbrado a conseguir lo que quería. Sin embargo, no iba a conseguir seducirla para arrebatarle su cincuenta y uno por ciento. Su maniobra era demasiado evidente, aunque sus besos hubiesen sido deslumbrantes. Nunca nada la había excitado tanto y tan pronto. Eso era algo muy peligroso. Los besos podían nublar la mente de una mujer y conseguir que se olvidara de ciertas evidencias. Aprendió la lección con Philip. Él solo la quiso por el dinero de su padre. El señor Bedevere solo quería su participación en el fideicomiso. Se levantó de la butaca para vestirse. Darle vueltas a ese beso no la llevaba a ninguna parte. Lo que necesitaba era alguna actividad que le hiciera olvidar la noche anterior. Iría a supervisar las obras en el jardín y pensaría en otra cosa.