Doce

 

 

 

Ashe la soltó lo justo para cerrar la puerta de la biblioteca con llave. Ella había tomado una decisión y había consentido. Genevra se quitó el lazo y el pelo le cayó sobre los hombros.

—Lady Godiva.

Ashe lo dijo con una voz ronca y cruzó la habitación lentamente, como si quisiera darle tiempo a ella para que asimilara lo que estaba a punto de hacer. Él también tenía el pelo suelo, daba la impresión de ser una melena oscura que le enmarcaba los rasgos cincelados del rostro y resaltaba sus ojos. No se detuvo al lado de ella. Siguió hasta la chimenea, se arrodilló y encendió un fuego. Seguía llevando la camisa y los pantalones de la cena. Podría decirse que estaba poco vestido, pero llevaba demasiada ropa para lo que le gustaría a Genevra en ese momento. Entonces, se dio la vuelta para mirarla con las manos en la cinturilla de los pantalones, como si le hubiera leído el pensamiento. En un abrir y cerrar de ojos, se quitó la camisa por encima de la cabeza. Genevra se dejó caer en la butaca que notó detrás de las rodillas. Era un hombre que no podía apreciarse de pie. A la luz de la chimenea, los contornos de su torso eran como los caminos de un mapa que llevaban a la zona más evidentemente viril de él. Sus manos ansiaban seguir esas líneas hasta su destino.

Las manos de él volvieron a dirigir su atención hacia la cinturilla de esos malditos pantalones. Se los bajó por las estrechas caderas y los muslos poderosos de tanto montar a caballo. Ella se agarró a los brazos de la butaca al darse cuenta de que se le había secado la boca mientras esa espléndida virilidad se desvelaba centímetro a centímetro. Terminó de quitarse los pantalones con un rápido movimiento de los pies. Ella pensó fugazmente que para desvestirse tan fácil y diestramente se necesitaba mucha práctica. Esa noche sería suyo y a la mañana siguiente no habría complicaciones porque los dos sabían que no podía haberlas con la hacienda por medio.

—Ven, Neva —le pidió él desde la chimenea y con los dedos índices señalando hacia la punta de su miembro—. Te toca a ti, quiero verte desnuda.

Ella se levantó cohibida de repente. Nunca se había desnudado tan abiertamente delante de un hombre. Desnudarse sin tapujos era erótico y poderoso. Ashe la miraba con avidez. Nunca le había pasado con Philip. Se olvidó de eso. No podía entrometerse en ese momento. Ese era su momento para el placer y para nada más.

—No, espera. He cambiado de opinión.

Él se acercó hasta ella envidiablemente cómodo con su desnudez y sin importarle su evidente excitación. Le puso un dedo en los labios cuando ella quiso decir algo y luego lo bajó hasta la base del cuello. Sintió una oleada cálida entre las piernas. Podía excitarla muy fácilmente. Le desató el cinturón de la bata, se la abrió y se la quitó. Le dio la vuelta con delicadeza para ponerla de espaldas a la chimenea. No le quitó el camisón, pero ella se sintió como si estuviese desnuda a contraluz de las llamas. Le tomó los pechos con las manos y los pezones se irguieron contra la tela. El leve rozamiento del camisón bajo sus pulgares le despertó un anhelo que pedía ser satisfecho. Sin embargo, ella supo instintivamente que esa satisfacción tardaría en llegar y eso la excitó más todavía.

Genevra se arqueó contra él, quien se arrodilló y trazó unos círculos hipnóticos sobre sus caderas, unos círculos que no se parecían a los que la había trazado en las manos. La miró con un resplandor verde en los ojos y ella se sintió poderosa. Era Venus con un adorador a los pies que solo quería darle placer. Era una ambrosía embriagadora, pero no fue nada en comparación con lo que Ashe hizo después. La besó por encima de la fina tela con toda la veneración que merecía una diosa. Sintió una punzada abrasadora y dejó escapar un gemido.

—Neva, siéntate y separa las piernas para mí —le ordenó Ashe.

El Ashe delicado había dejado paso al Ashe lobo. Lo que le había pedido, que se mostrarse vulnerable y sin tapujos a él, tenía algo innegablemente turbador. Él volvió a arrodillarse y le levantó el camisón hasta la cintura. Le acarició con suavidad los muslos y sus pulgares le rozaron los pliegues de su feminidad. Ella se estremeció. Luego, bajó la cabeza. No era ni el lobo ni el delicado, era el seductor, el amante, el que le daba placer. Sintió su aliento y suspiró. Entonces, su lengua alcanzó su pequeña protuberancia y el placer dio paso a algo más intenso y abrumador que lo que había sentido hasta entonces y que la arrastraba sin poder resistirse. Tenía las manos entre el pelo de él como si así pudiera dirigirlo más dentro y alcanzar la satisfacción que necesitaba. Tuvo la vaga sensación de que se derretía mientras el éxtasis se adueñaba de ella. Él la sujetó firmemente de las caderas hasta que, por fin, se deshizo con un susurro que a ella le pareció un alarido.

Ashe se levantó, la abrazó y le acarició la espalda mientras ella se reponía. Luego, la tumbó en el suelo y se quedaron quietos con la cabeza de ella sobre el pecho de él. Sin embargo, no había acabado la seducción ni mucho menos. Todavía tenía que saciar su anhelo. Su miembro se erguía con insistencia a la luz de la chimenea.

Genevra se sentó y se quitó el camisón. Ya estaba preparada para estar desnuda, para que no hubiese nada entre ellos. Era algo nuevo y embriagador, pero si había aprendido algo, era que hasta ese momento no sabía lo que era la pasión. Lo que hubo entre Philip y ella no fue eso, fue algo torpe y rudo, no tuvo la belleza del éxtasis que le había mostrado Ashe y estaba ávida de más.

—Eres hermosa —susurró él mirándola mientras se quitaba el camisón—. Podría mirarte toda la noche.

Él le apartó el pelo para que nada tapara sus pechos. Se puso de rodillas, le tomó los pechos y le acarició los pezones con los pulgares. La besó en la boca con una sensualidad casi indolente.

—Parecemos Adán y Eva en el jardín —susurró ella.

—Descubriéndonos el uno al otro —añadió él.

Los ojos de él tenían un destello más profundo, llegaban allí donde la llama de la pasión era más abrasadora una vez sofocado el primer fuego incontenible. Había llegado el momento de conocerse.

Genevra le empujó los hombros para que se tumbase.

—Me toca a mí.

—Un rato —replicó él con una sonrisa lobuna.

Ella le acarició el pecho y los pezones hasta que se endurecieron.

—¿Te pasa lo mismo a ti? —preguntó ella casi sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.

Ashe se rio y le tomó la mano.

—No es igual de estimulante. Me gusta, claro, pero para los hombres no es tan excitante.

—Entonces, lo siento por vosotros. No sabéis lo que os perdéis.

—Los hombres tenemos otros puntos —le bajó la mano con un brillo malicioso en los ojos—. Algunos hombres consideran que su... saco testicular es tan sensual como los pechos para una mujer. Yo me cuento entre ellos.

Ella obedeció y se maravilló de lo que pesaban. Los apretó un poco y él dejó escapar un gemido. Nunca había hecho eso, nunca había sabido que los hombres estuvieran tan abiertos al placer, que hacer el amor fuese una cosa de dos. Su miembro la reclamó. Ella tomó su resplandeciente punta y empezó a subir y bajar lentamente la mano por toda su extensión. Él se retiró.

—Creo que ha llegado el momento, Neva. No voy a aguantar mucho. Móntate encima de mí, introdúceme dentro de ti.

Ella abrió los ojos como platos por una petición tan inconcebible. Era increíble. Vaciló un segundo, pero Ashe la colocó y se abrió camino dentro de ella, quien dejó escapar una exclamación de sorpresa y placer. Efectivamente, era increíble poder mirarlo mientras el anhelo se adueñaba de los dos. La sujetaba de las caderas para moverla con un ritmo que consiguió que sintiera una presión por dentro como la que había sentido en la butaca. Quería acelerar el éxtasis, quería volver a sentir esa liberación de felicidad.

Entonces, con un movimiento casi asombroso, Ashe la agarró y se dio la vuelta dejándola debajo de él. Encima, el mismo placer se apoderaba de él, pronto llegarían juntos. Arremetió dos veces y ella explotó un instante antes de que él explotara con ella.

 

 

Ashe esperó que la serenidad física se disipara tan deprisa como hacía siempre. Esa noche estaba durándole mucho y se sentía feliz al deleitarse con ese resplandor imperecedero que no había buscado. Genevra dormía a su lado, desnuda, saciada y tapada con una ligera manta de viaje que había en una butaca. Había sido una maravilla de sensualidad, una mezcla irresistible de experiencia y osadía con timidez y recato. Era una mezcla que ni las cortesanas más diestras podían imitar. También era reveladora; su marido la había desperdiciado. No era virgen, naturalmente, pero tampoco la habían enseñado. Apostaría hasta el último penique que tenía a que no había tenido amantes. Su conocimiento era mucho menor que su disposición. Había seguido sus instrucciones con diligencia. Sentía una emoción especial por haber sido quien la había enseñado a encontrar el placer. Estaba seguro de que, independientemente de las experiencias que ella hubiese tenido antes, ninguna había sido como la suya. Contaba con eso para superar sus recelos hacia el matrimonio. Esa noche no podía ser algo aislado.

Acostarse con una rica heredera era un asunto complicado para alguien pobre. A ellas no les impresionaban las pequeñeces porque podían compararse todas las que quisieran. Lo único que él podía ofrecerle de cierto valor era el placer.

Ashe dejó a un lado esos pensamientos tan sórdidos. Efectivamente, tenía que pensar en conquistarla, pero esa noche no había sido solo eso. Había encontrado un placer que había superado ampliamente a los planes y a los cálculos o al disfrute físico que había encontrado entre los brazos de las mujeres más disolutas de Londres. Esa noche se había impuesto la atracción que lo atenazó desde el momento que la vio. Era un consuelo pensar que, Bedevere aparte, habría querido acostarse con ella y, además, lo habría intentado. Tampoco era el único. Aun sin las complicaciones de Bedevere, ella lo habría deseado y habría querido estar con él.

Sin embargo, Bedevere estaba allí. Él sabía que se estaba jugando mucho por el placer que habían sentido, para que tuviera peso a la luz del día, entre otras cosas, por lo que había dentro del sobre que había llegado de Londres.

Se detestó inmediatamente por haber pensado eso. ¿Tan bajo había caído que era capaz de utilizar el sexo como forma de coaccionar a una mujer para que se casara por conveniencia?

Genevra se agitó entre sus brazos. Sintió su cuerpo cálido mientras dormía ajena a todo lo que lo abrumaba. Se recordó que todo era por una buena causa. Sin embargo, ¿cuándo dejaba el fin de justificar los medios?